El origen del pensamiento. Armando Palacio Valdés

El origen del pensamiento - Armando Palacio Valdés


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sabido.

      –Acaba de echarte veinte años—dijo Remigio.

      –Es que no me ha reparado bien.

      –¿Tiene usted más?—preguntó D. Laureano.

      –No lo sé. ¿Es usted por causalidad del registro civil?

      Concha afectaba al hablar un tono desdeñoso y ponía esos ojos tan graciosamente agresivos que caracterizan a las hijas del pueblo en Madrid.

      –Pues si usted tiene más no los aparenta—manifestó Romadonga, que era un psicólogo práctico para quien ni el alma de las chulas ni el de las duquesas guardaban secreto alguno.

      Acercose al mismo tiempo con paso firme y sosegado a la mesa donde padre a hija se sentaban y, haciendo una cortés inclinación de cabeza, añadió gravemente:

      –Estoy seguro de que no tiene más y apelo al testimonio de su papá, de cuya amabilidad espero que no me ha de engañar.

      El sillero se llevó con serio ademán la mano al sombrero, sonrió y dijo lleno de amabilidad:

      –El 8 de Diciembre, día de Nuestra Señora, ha cumplido los diez y seis.

      –¡Qué atrocidad!

      ¡Ea! Ya está D. Laureano en su terreno. A los cinco minutos se había sentado formando triángulo con el sillero y su hija. A los diez parecía su íntimo amigo, departía con ellos familiarmente y hacía reír a la hermosa chula con la batería de chascarrillos y donaires que tenía reservados para las hijas del pueblo.

      Mientras tanto el semblante de nuestro buen amigo Mario expresaba una muda y profunda desesperación que causaba pena. Romadonga era capaz de pasarse toda la noche hablando con la chula. Dirigíale desde su mesa miradas intensísimas, unas veces suplicantes, otras coléricas, las cuales no advertía siquiera el viejo trovador, y si alguna vez se tropezaban casualmente sus ojos, los de éste expresaban indiferencia absoluta como si nada hubiese ofrecido a su amiguito. El rostro de la vecina también se había puesto sombrío, y ya no se volvía sino muy rara vez hacia su afligido adorador.

      Miguel Rivera se había ido. En su lugar estaba Godofredo Llot. Éste era un joven, casi un adolescente, de rostro afeminado, cabellos rubios, tez nacarada, ojos azules y agradable presencia.

      Adolfo Moreno le acogió con sonrisa irónica.

      –¿Has estado hoy en Nuestra Señora de Loreto, Godofredo? Acabo de leer en La Correspondencia que se han celebrado esta tarde solemnes vísperas.

      –No, no he estado—replicó el chico con visible malestar, poniendo los ojos serios y distraídos para atajar, si era posible, las bromas insulsas con que Moreno solía regalarle.

      –Pues, hombre, me sorprende muchísimo, porque unas vísperas me parece a mí que no son para desperdiciar… sobre todo solemnes. ¡Anda, que cuándo te verás en otra!

      –Pues en seguida—replicó Llot malhumorado.—A cada momento las hay.

      –¡Hombre, me dejas sorprendido! ¿Y a beneficio de quién eran éstas?

      –¡Cómo a beneficio?…

      –Sí; ¿a beneficio de qué cura se daba la función esta tarde?

      Godofredo hizo un gesto de resignación y no contestó.

      Adolfo gozaba extremadamente en embromar y hasta escandalizar a aquel pobre muchacho, fervoroso creyente y dado a las devociones piadosas.

      Godofredo Llot era de Alicante. Habíase educado en un colegio de jesuitas, permaneciendo allí hasta los diez y ocho años, casi los que ahora representaba, aunque hubiese cumplido los veintitrés. Sus maestros le habían inculcado tan profundamente el sentimiento religioso, que apenas vivía más que para darle desahogo. Oía misa todos los días, confesábase a menudo, aunque no tanto como sus amigos pretendían; alumbraba con un cirio en las procesiones o llevaba en hombros alguna imagen cuando los estatutos de la cofradía en que estaba inscrito lo exigían. Era amigo de todos los clérigos, con quienes departía familiarmente en las sacristías. Gozaba igualmente el honor de ser recibido en el palacio episcopal y de que el Nuncio de Su Santidad le llamase por su nombre cuando le besaba el anillo en el paseo. Y sobre estas bellas cualidades que le hacían estimable y simpático en sociedad, particularmente a las señoras, poseía Godofredo algunas otras dignas de aprecio. Era estudioso, y un escritor que comenzaba a adquirir renombre entre los suyos. Escribía en los periódicos católicos artículos literarios que se distinguían por un estilo florido y pintoresco, cuyo efecto entre las devotas suscritoras era asombroso. Respiraban tal vivo entusiasmo por las glorias del catolicismo, una fe tan ardiente y cierta frescura de corazón, que rara vez suelen hallarse en la escéptica juventud del día. Sobre todo al recordar las hazañas de los héroes cristianos en la Edad Media, «aquellos caballeros de armadura resplandeciente como su conciencia, que con la cruz bendita sobre el corazón marchaban al combate a pelear por su Dios,» o al tocar el asunto de las catedrales góticas, «donde la luz se filtraba misteriosa por los vidrios de color de sus ventanas ojivales, y cuyas elevadas torres destacándose severas en medio de la noche parecen un dedo que señala al cielo,» realmente la pluma de Godofredo despedía vivos destellos de elocuencia que hacían presagiar un futuro apóstol, una columna en que se apoyaría el catolicismo con el tiempo. Esto se pensaba por lo menos en las sacristías y en las redacciones de los periódicos ultramontanos, donde se le mimaba a porfía y donde había llegado a adquirir maravilloso ascendiente.

      Con tales ideas y piadosas inclinaciones, ¿cómo se entiende que Llot asistiese al café del Siglo? Él daba a tal exceso una explicación bastante plausible. Había conocido a Moreno en la Universidad, en la clase de derecho romano. Trabó estrecha amistad con él conversando largamente por los corredores en espera de las clases. Esta amistad se rompió inopinadamente porque Moreno abandonó la carrera de leyes. No volvió a verle hasta pasados dos años en que le halló casualmente en un teatro. Reanudaron entonces con alegría sus relaciones. Pero, con grande y dolorosa sorpresa suya, observó que su desgraciado amigo había rodado en los abismos de la incredulidad: las malas compañías le habían pervertido por completo. Contristado hasta un punto indecible, previo el consentimiento de su confesor, en vez de apartarse de él como de un apestado, tuvo la caridad de proseguir su amistad, esperando que con el tiempo y los constantes y oportunos consejos se reconciliaría con la Iglesia. Pero Moreno no quería oír hablar de tal reconciliación. Cada vez más ciego en su extravío, burlábase amargamente de la fe sencilla y ardiente de su amigo. No desmayaba éste: sufría con resignación los sarcasmos y hasta los insultos que a menudo le dirigía, esperando con paciencia el día en que Dios le tocase en el corazón.

      –Moreno, hace usted mal en burlarse de las cosas de la religión. ¡Quién sabe si algún día se arrepentirá usted de esas bravatas!—dijo D. Dionisio con su voz cavernosa.

      –¿Yo?—replicó vivamente Adolfo haciendo un gesto furioso, lo mismo que si le hubiesen llamado ladrón. Pero reponiéndose súbito y dejando asomar a su rostro una sonrisa sarcástica, dijo tranquilamente:—Eso queda para ustedes los poetas, que proceden siempre, lo mismo en la vida que en la esfera del conocimiento, por los impulsos ciegos del sentimiento. Quien ha llegado a cierta clase de conclusiones por un método rigorosamente científico, no hay peligro de que cerdee jamás.

      –Convengo, amigo Moreno, en que los hombres de imaginación no somos a propósito para escudriñar los problemas abstrusos de la ciencia—replicó dulcemente Oliveros, relamiéndose interiormente con el dictado de poeta que el otro le había otorgado.—Pero no me negará usted que sólo por el sentimiento se han llevado a cabo las grandes empresas, todos los actos heroicos que registra la historia.

      –No me opongo a ello: lo único que deseo hacer constar es que ese sentimiento que usted juzga tan elevado, tan sublime, no depende más que de algunas gotas de sangre de más o de menos en el cerebro. En cuanto al sentimiento religioso de que hablábamos, está plenamente demostrado que no es una facultad primitiva y distintiva del hombre: sólo corresponde a un estado transitorio.

      –Pero todos los pueblos tienen religión—clamó profundamente D. Dionisio.

      –Se engaña usted, querido Oliveros—manifestó Moreno


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