El maestrante. Armando Palacio Valdés
amorosamente, murmuraba algunas palabras tiernas en su oído y repentina y precipitadamente se alejaba, algunas veces con lágrimas en los ojos. Pensaba que era una gran desgracia para aquel pequeñuelo, rubio y hermoso como un querubín, el haber nacido hijo de un padre deshonrado. El infeliz le pedía perdón, con la mirada, de haberle engendrado.
Hacia el año 1829, cuatro después de haber llegado de América, el coronel era un verdadero espectro. Dormía bien, comía bien, no le dolía nada; pero aquella vida se escapaba en efluvios invisibles y constantes, en lenta y pavorosa consunción. Su esposa hizo venir un médico, luego otro y otro. Todos dijeron lo mismo. Era necesario salir, distraerse, cultivar el trato de la gente. Precisamente las únicas medicinas que el conde estaba resuelto a no tomar. Poco a poco fue permaneciendo más horas en la cama; se levantaba tarde; se acostaba temprano. Perdió el gusto para trabajar en la huerta. No salía de las cuatro paredes de la casa. Dentro de ella dejó de ocuparse en las cosas que antes le entretenían; hacer estuches, cuidar la pajarera y otras obras manuales. Las pocas horas que permanecía fuera de la cama pasábalas, bien sentado en una butaca, ya paseando por los corredores en silencio. Al cabo dejó de levantarse. Todo esto lo recordaba Luis perfectamente. Entraba en su cuarto, le veía tendido mirando al techo con extraña y terrible tristeza pintada en el rostro. Al entrar su hijo volvía la cabeza, sonreía, le llamaba por señas y, después de darle un beso, le empujaba para que se fuese.
Un día el niño percibió mucho ir y venir por casa; los criados corrían azorados, cambiaban entre sí palabras rápidas; los pocos parientes y amigos que visitaban la casa estaban todos allí y tenían unas caras largas, largas, que le aterrorizaban. Acercándose al gabinete de su padre, vio que levantaban un altar. Preguntó sencillamente lo que aquello significaba, y una criada, llevándole a un rincón, le dijo que no se asustase, que su papá había deseado confesarse y recibir la Comunión, y que su Divina Majestad vendría pronto a visitarle. Esta recomendación de no asustarse, hecha repetidas veces, produjo el efecto contrario. Comprendió que algo grave pasaba. En efecto, el conde de Onís se moría, se iba por la posta, según decían sus deudos. El médico ordenó que le dispusiesen.
A las seis de la tarde, cuando ya había oscurecido, las puertas del palacio de Onís se abrieron para recibir al sacerdote portador de la Sagrada Hostia, que venía en el carruaje de la casa. Los criados y parientes esperaban en el portal con hachas encendidas. Una larga fila de personas de todas clases venía detrás, también alumbrando. Muchas de ellas acudían por verdadera devoción y por la estima que les inspiraba el enfermo. Las más, sólo por satisfacer la curiosidad de verle después de tanto tiempo, aprovechando aquellas críticas y solemnes circunstancias. Penetró hasta la habitación del moribundo todo el que quiso. A nadie se puso obstáculo. Pero no pudieron todos cumplir su gusto, porque no cabían. Llenose enseguida el gabinete del conde de una muchedumbre abigarrada, personas decentes, menestrales, niños, todos empinándose para contemplar al prócer caído en la desgracia, y que ahora iba a caer en el oscuro seno de la muerte, en el eterno olvido. El deán de la catedral, su amigo y confesor, avanzó con la Hostia levantada. Los presentes se hincaron de rodillas. Reinó un silencio lúgubre. En aquel momento el enfermo, a quien habían incorporado dijo en voz alta, dirigiéndose a los circunstantes arrodillados:
–Juro por el Dios Sacramentado, que va a entrar en mi cuerpo, que no he sido traidor a mi patria, y que en la guerra de América me he portado siempre como un militar honrado y leal.
Su voz, que parecía salir de un cadáver, resonó clara y estridente en la cámara. Hubo un murmullo reprimido entre la gente. El deán, con lágrimas en los ojos, respondió:
–¡Bienaventurados los que padecen hambre y sed de la justicia!
Y le puso la sagrada partícula en la boca.
La noticia voló por la ciudad. Aquel extraño y terrible juramento, que se repetían unos a otros, causó impresión profunda en el público. Los parientes y amigos del conde peroraban con exaltación en todos los grupos. A uno de aquéllos se le ocurrió dirigir una exposición al rey, firmada por todos los vecinos, pidiendo que se revisase de nuevo el proceso del coronel. Pero ya se le había adelantado el deán, hombre fogoso y elocuente, que logró que el obispo y el cabildo le diesen su representación para ir a Madrid a gestionar la rehabilitación de su amigo de la infancia. Éste había mejorado un poco: por lo menos, la enfermedad se había estacionado. La consunción seguiría, pero al exterior no se notaba. No se le dijo nada de lo que se tramaba. El deán tuvo tiempo a ir a Madrid, lograr una audiencia del rey, hablarle al alma pintándole con elocuencia el solemne juramento que había escuchado, recabar de S. M. un real despacho reintegrando al conde en todos sus honores, cruces y condecoraciones, y volverse a Lancia loco de ansiedad. ¡Qué alegría cuando supo que su amigo no había expirado! Desde la galera acelerada en que hizo el viaje corrió al palacio de Onís y con las debidas precauciones para no impresionarle demasiado le comunicó la fausta nueva.
El coronel quedó algunos momentos ensimismado con la cara metida entre las manos.
–¿Qué hora es?—preguntó al cabo.
–Las doce acaban de dar.
–¡A ver, pronto, mi uniforme!—exclamó con extraña energía incorporándose sin ayuda de nadie.
–¡Rayo de Dios! ¡Enseguida, mi uniforme!—volvió a proferir con más violencia, viendo que nadie se movía.
La condesa fue al armario y lo trajo al fin. Se hizo vestir rápidamente, se puso sobre el pecho la banda de Carlos III y todas las cruces que había ganado. Eran tantas que, no cabiendo en el costado izquierdo, tenían que ir algunas al derecho. En esta forma se hizo conducir a la ventana que enfilaba la calle de Cerrajerías, y allí se colocó en pie. No tardaron en salir los fieles de misa de doce, la más concurrida de las que se celebraban los domingos. Todos pudieron contemplar ya desde lejos aquella figura extraña, aquel cadáver vestido de gran uniforme. Y con un sentimiento de asombro, de respeto y de compasión, todos desfilaron en silencio por debajo de la ventana, sin poder separar los ojos de ella. Durante tres domingos consecutivos el coronel tuvo fuerzas para levantarse y colocarse en el mismo sitio. Allí permanecía media hora inmóvil ostentando sus insignias con los ojos extáticos en el vacío, sin ver ni oír a la muchedumbre que se agrupaba delante del palacio y se lo mostraban unos a otros poseídos de grave y dolorosa emoción. Al cuarto quiso hacer lo mismo, se incorporó con violencia para que le vistieran, pero volvió a caer al instante sobre las almohadas para no levantarse más. Por la noche entregó el alma a Dios aquel bravo y pundonoroso soldado.
¡Pobre padre! El conde no podía recordar aquella escena, que había quedado profundamente grabada en su cerebro, sin que las lágrimas se le agolparan a los ojos. De él había heredado la exquisita delicadeza en el sentir, una susceptibilidad que llegaba a ser enfermiza, no la serenidad, la iniciativa, la firmeza inquebrantable que realzaban el alma del coronel Campo. El actual conde tenía un temperamento excesivamente sensible y tierno, un fondo de honradez y de vergüenza que era el patrimonio moral de los Campo. Mas estas cualidades se contrarrestaban por un carácter débil, fantástico, sombrío, el cual le venía, sin duda, de la familia de su madre.
D.ª María Gayoso, condesa viuda de Onís, hija del barón de los Oscos, era un ser original, tan excepcionalmente original que rayaba en lo inverosímil. En toda su familia, desde tres o cuatro generaciones hasta ella por lo menos, había apuntado algo estrambótico que en algunos de sus miembros tocaba en las lindes de la locura y en otros entraba de lleno dentro. Su abuelo había sido un empedernido ateo partidario de Voltaire y la Enciclopedia que a última hora se había entregado a la embriaguez, y según la conseja del pueblo fue arrastrado un día por los demonios al infierno. En realidad murió de combustión espontánea, lo que pudo dar pábulo a semejante fábula. Su padre fue un mentecato a quien su madre, mujer de rara energía, tuvo siempre esclavizado hasta la degradación. De sus tíos, uno paró en el manicomio, otro fue notabilísimo matemático, pero tan excéntrico que sus rarezas se guardaban en Lancia como manantial de anécdotas chistosas; otro se metió en la aldea, se casó con una labradora y se mató a fuerza de aguardiente. No tenía más que un hermano, el actual barón de los Oscos. También era un ser original y excéntrico. Al comenzar la guerra civil se pasó al bando del Pretendiente e ingresó en su ejército, pero a condición de servir como soldado raso. Toda la campaña hizo de esta