El maestrante. Armando Palacio Valdés

El maestrante - Armando Palacio Valdés


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era lo que en modo alguno podía sufrir Manuel Antonio. Que hablasen lo que quisieran. Tenía bastante correa, y además un ingenio vivo y sutil que recogía admirablemente el ridículo y sabía dar en rostro con él a sus contrarios. La mayor parte de las veces los que iban a «tomarle el pelo» salían muy bien trasquilados. Los años, la práctica, le habían adiestrado de tal modo en el pugilato de frases incisivas que realmente era temible. Tenía la intención de un miura. Pero así que aquellos desvergonzados pasaban de las palabras a las obras tocándole la cara o pellizcándole, ya estaba descompuesto, perdía enteramente los estribos y no decía cosa intencionada ni siquiera razonable. Superfluo es añadir que, conociéndole el flaco, todas las bromas terminaban en esta forma.

      Por lo demás, fuera de aquella maligna intención para herir en lo vivo a las personas, en lo cual podía competir y aun creemos que aventajaba a María Josefa, era un ser útil y servicial. Su malignidad, al cabo de todo, era resultado de la que a él se le mostraba. Sus habilidades muchas y varias. Trabajaba el punto de crochet que daba gloria. Las colchas que él hacía no tenían rival en Lancia. Arreglaba un altar y vestía las imágenes mejor que ningún sacristán. Tapizaba muebles, hacía flores primorosas de cera, empapelaba habitaciones, bordaba con pelo, pintaba platos. Y cuando alguna de sus muchas amigas necesitaba peinarse artísticamente para asistir a cualquier baile, Manuel Antonio se prestaba galantemente a arreglarle los cabellos, y lo hacía con la misma destreza y gusto que el mejor peluquero de Madrid. ¿Pues y cuando cualquiera de sus amigos se ponía enfermo? Entonces era de ver el interés, la constancia y la suma diligencia de nuestro viejo Narciso. Se constituía inmediatamente a la cabecera del lecho, tomaba cuenta de las medicinas, arreglábale la cama, poníale los vejigatorios o las ayudas lo mismo que el más diestro practicante. Luego, si la enfermedad por desgracia presentaba mal carácter, sabía insinuar como nadie la idea de confesión; de tal modo que el enfermo, en vez de asustarse, la aceptaba como la cosa más natural y corriente. Y en cuanto le veía convencido, empezaba a tomar disposiciones para recibir a Su Divina Majestad: la dama más avezada a recibir gente principal en sus salones no le sacaría ventaja. El altarcito con el paño almidonado atestado de chirimbolos relucientes, la escalera adornada con macetas, el suelo alfombrado de hojas de rosas, los criados y deudos esperando a la puerta con hachas encendidas y enguantados. No se le olvidaba un pormenor. En estos momentos críticos el marica de Sierra se crecía, adoptaba el continente de un general al frente de sus tropas. Todos le obedecían y secundaban acatándole por jefe. Pues si el enfermo se moría, no hay para qué decir que su dictadura se hacía aún más omnipotente. Principiando por amortajar el cadáver y concluyendo por sacar del juzgado la partida de defunción, nada quedaba en las fúnebres ceremonias que él no mangonease.

      Y como quiera que las más veces había enfermos que cuidar, o imágenes que vestir, o amigas que peinar o flores que contrahacer, Manuel Antonio pasaba la vida bastante atareado. En esto y en ir de casa en casa tomando y soltando noticias se le deslizaban los días y los años. Habitaba con dos hermanas más viejas que él, las cuales le cuidaban y mimaban como a un niño. Para estas buenas señoras no existía el tiempo. Ni veían las arrugas, ni la peluca, ni los dientes postizos de su hermano. Manuel Antonio era siempre un pollito, un petimetre. Sus trajes, sus baños, las horas que empleaba en el tocado les hacían sonreír con benevolencia. Mientras ellas se quejaban amargamente de los estragos que los años iban causando en su figura y su salud, pensaban que su hermano había detenido el curso de las horas, había hallado un elixir para mantenerse eternamente joven.

      Manuel Antonio era metódico en sus visitas. Había unas cuantas casas a las cuales asistía diariamente y siempre a la misma hora. A casa de D. Juan Estrada-Rosa iba a las tres, a la hora del café; con la condesa de Onís tomaba chocolate todas las tardes; por la noche era tertulio asiduo de la señora de Quiñones. Había otras familias que visitaba también con mucha frecuencia. A casa de María Josefa Hevia y de las de Mateo solía ir por la mañana, sin detenerse mucho, dando una vuelta para enterarles de lo que se decía o inspeccionar sus labores. Alguna noche iba también a casa de las señoritas de Meré.

      –¡Aquí tenemos al conde!—exclamó con su peculiar entonación afeminada.—¡Ay, qué condecito tan guasón!

      –¿Pues?—preguntó éste acercándose.

      –Pregúntaselo a Amalia.

      La sonrisa que plegaba los labios del noble se desvaneció repentinamente.

      –¿Cómo?… ¿Qué tiene que ver?…—dijo con mal disimulada turbación.

      También Amalia se turbó. Sus pálidas mejillas se colorearon.

      –Hemos estado murmurando de tí. ¡Qué traje te hemos cortado, chico!

      –Aquí Manuel Antonio—profirió Amalia—decía que era usted el perro del hortelano.

      –No; tú eras quien lo decías.

      Otra de las particularidades de aquél era el tutear a todo el mundo, grandes y chicos, señoras y caballeros.

      –¡Yo!—exclamó la dama.

      –¿Y por qué soy el perro del hortelano?… Sepamos.

      –Pues decía Amalia que ni querías comerte la carne ni permitir que la coma D. Santos.

      –¡Vamos! ¿Quieres callarte, embustero?—dijo la señora, medio irritada, medio risueña, dándole un pellizco.

      –¿Qué se habla de D. Santos?—preguntó un caballero muy corto y muy ancho, de faz mofletuda y violácea, acercándose al grupo.

      El conde y Amalia no supieron qué responder.

      –Se decía que D. Santos tenía pensado llevarnos un día a su posesión de la Castañeda y darnos un banquete—manifestó Manuel Antonio con desparpajo.

      –No; no era eso—repuso el hombre rechoncho con forzada sonrisa.

      –Sí tal. Amalia sostenía que no eras capaz de llevarnos a pasar un día a la Castañeda.

      –¡Pero, hombre, tú te has empeñado en ponerme hoy colorada!—dijo aquélla.

      –Porque soy un buen amigo. Como te veo pálida estos días… Bien puedes creerlo, Santos, yo tengo mucha mejor idea de tu esplendidez que la mayoría del pueblo… No conocéis bien a D. Santos, les digo muchas veces a los que sostienen que a tí te duele gastar el dinero. Si D. Santos no gasta, no obsequia a sus amigos, no es por avaricia, sino por indolencia, porque no se le presenta ocasión. El hombre es tímido de suyo y no es capaz de proponer banquetes ni giras; pero que otro le apunte la idea, y veréis con qué gusto la acepta…

      –Gracias, gracias, Manuel Antonio—murmuro D. Santos con la risa del conejo.

      Se le conocía el gran temor y molestia que le embargaban. Como muchos de los indianos, apesar de ser inmensamente rico, tenía fama de avariento, y no injustificada. Había llegado pocos años hacía de Cuba, donde cargando primero cajas de azúcar y luego vendiéndolas se enriqueció. Vino hecho un beduino, sin noticia alguna de lo que pasaba en el mundo, sin saber saludar, ni proferir correctamente una docena de palabras, ni andar siquiera como los demás hombres. Los treinta años que permaneció detrás de un mostrador le habían entumecido las piernas. Marchaba tambaleándose como un beodo. El color subido de sus mejillas era tan característico, que en Lancia, donde pocas personas se escapaban sin apodo, lo designaron al poco tiempo de llegar con el de Granate. Enmedio de su miseria le gustaba dar en rostro con las riquezas que poseía. Edificó una casa suntuosísima; trajo mármol de Carrara, decoradores de Barcelona, muebles de París, etc. Y, sin embargo, apesar de las sumas cuantiosas que en ella gastó, al saldar la cuenta del clavero ¡se empeñaba en que descontase del peso el papel y las cuerdas en que venían envueltas las puntas de París! Cuidadosamente había ido guardando en un rincón tales despojos con ese objeto. Así que terminó la casa, ocupó el piso principal y alquiló los otros dos. Y empezó su martirio, un martirio lento y terrible. Las criadas y los niños del segundo y tercero fueron sus sayones. Si sentía fregar los suelos del segundo, poníase de mal humor: la arena desgastaba el entarimado. Si veía rayado el estuco de la escalera por la mano bárbara de algún chiquillo, se le encendía la cólera y murmuraba palabras siniestras y amenazas de muerte. Si escuchaba cerrarse una puerta con violencia, aquel golpe


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