El maestrante. Armando Palacio Valdés

El maestrante - Armando Palacio Valdés


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yo el otro día. «Usted no necesitaba para nada ir a América habiendo mujeres ricas en el mundo. Usted tiene la fortuna en la fisonomía.»

      –Mira, condecito, ahora debes ir tú a sentarte a su lado. Ya verás cómo no se levanta entonces—dijo Manuel Antonio.

      –Sí, sí, debe usted ir, Luis—apoyó María Josefa.—Vamos a ver una cosa curiosa, a decidir si está o no enamorada de usted. ¿Verdad, Amalia, que debe ir?

      –Sí, me parece que debe usted sentarse a su lado—dijo la dama. Su voz salió apagada y temblorosa.

      –¿Cree usted?—preguntó el conde, mirándola con fijeza.

      –Sí; vaya usted—replicó la dama con perfecta serenidad ya, huyendo su mirada.

      –Pues usted me permitirá que la desobedezca. No quiero exponerme a un desaire.

      –¡Qué importan los desaires a un enamorado!… Porque usted, por más que diga, está enamorado de Fernanda… Se le conoce a la legua.

      –A la legua será, porque, lo que es de cerca ni pizca—manifestó Manuel Antonio.

      Y María Josefa y Emilita Mateo y Paco Gómez confirmaron con su risa la especie.

      Amalia insistió. Efectivamente, Luis lo disimulaba bien; pero como, por más esfuerzos que se hagan, siempre queda un cabo suelto, un resquicio por donde sale la luz, ella había adivinado hacía ya mucho tiempo que el conde, en lo profundo de su corazón, guardaba recuerdo muy grato de Fernanda.

      –Atiendan ustedes: hace algunos días se le ocurrió a Moro decir que tenía dos dientes postizos. No pueden ustedes figurarse cómo se puso este hombre… Por poco le pega…

      –No tanto, no tanto—manifestó el conde sonriendo avergonzado.—Me expresé con cierta viveza porque me enfadan siempre las injusticias.

      –¡Oh! Las exaltaciones en estos casos son sospechosas. Cuando no se siente interés por una persona se la defiende con menos calor… ¡Caramba! ¡Nunca le vi tan irritado! Ya puede decir esa niña que tiene un campeón valiente dispuesto a romper lanzas por ella.

      La dama apuró la broma. No se hartaba de apretar al conde, como si quisiera dejarle convicto de su amor por Fernanda. Apesar de la sonrisa benévola que animaba su rostro, había ciertas extrañas inflexiones en la voz que nadie más que una sola persona podía apreciar en aquel momento.

      Pero el rigodón había terminado, y el grupo se aumentó considerablemente con varias parejas que fueron allegándose. Fuéronse algunos, vinieron otros; al cabo, la señora de la casa se halló rodeada de gente nueva. Bailose otro vals y otro rigodón. Las doce sonaron al fin en el gran reloj de la catedral. Y como los jóvenes se empeñaban en no desbandarse, apesar de la costumbre tradicional de la casa, Manín, por orden de D. Pedro, apareció en la puerta del salón, abrazado al lío de los abrigos de las señoras. Ésta era la señal de despedida que el señor de Quiñones daba a sus tertulios. No era muy cortés, pero nadie se enfadaba. Al contrario, se recibía siempre con algazara, como una broma graciosa.

      Después que todos fueron a estrechar la mano, del maestrante, formose un grupo enmedio del salón. Amalia, en el centro de él, despedía a sus amigas besándolas cariñosamente. Estaba pálida y sus ojos inciertos despedían miradas febriles. Al estrechar la mano del conde volvió la cabeza hacia otro lado, fingiendo distracción; se la estrechó con fuerza tres o cuatro veces para infundirle ánimo. Bien lo necesitaba el pobre caballero. Estaba tan demudado y tembloroso que Amalia pensó que iba a caer desmayado.

      En apretado haz salieron los tertulios a los pasillos y bajaron la gran escalera de piedra sucia y húmeda. Un criado les abrió la puerta de la calle.

      –¡Ay! ¿Quién habrá dejado aquí este canasto?—dijo Emilita Mateo, que tropezó la primera con el estorbo.

      –¿Un canasto?—preguntaron varias damas acercándose a él.

      –Algún pobre que andará por ahí dormido—manifestó el criado, que aún no había cerrado la puerta.

      –No se ve a nadie—dijo Manuel Antonio, que rápidamente había registrado el portal.

      La curiosidad excitó muy pronto a una de las damas a levantar el paño que tapaba el canastillo. Inmediatamente dejó escapar el grito consabido, el que soltó ya hace tantos siglos la hija de Faraón al ver flotando por el río el célebre canastillo de Moisés.

      –¡Un niño!

      Momento de estupefacción y de curiosidad en los tertulios. Todos se abalanzan, todos quieren contemplar al mismo tiempo al expósito. Porque nadie duda un momento que aquel niño se hallaba allí expuesto intencionalmente. Paco Gómez levantó el canasto, lo destapó por completo y fue exhibiendo a sus amigos el infante dormido.

      Estalló una tempestad de exclamaciones.

      –¡Angelito!—¿Quién habrá sido la infame?…—¡Pobrecito de mi alma!—¡Qué corazones de hiena, Dios mío!—¡Miren qué hermoso es!—¿Habrá mucho tiempo que lo han expuesto?—Estará aterida la criatura.—Paco, déjeme usted tocarlo.

      El canasto fue rodando de mano en mano. Las damas, interesadísimas, palpitantes de emoción, depositaban tiernos besos en las mejillas del recién nacido, de tal modo que al instante consiguieron despertarlo.

      De aquel montoncito de carne rosada salió un débil gemido que hizo vibrar de lástima a todos los corazones. Algunas señoras vertieron lágrimas.

      –Subámoslo, por lo pronto, para que se caliente un poco.

      –¡Sí, sí, subámoslo!

      Y otra vez el resonante grupo se lanzó al patio y a la escalera de la mansión de los Quiñones llevando en triunfo el canastillo misterioso.

      Amalia estaba enmedio del salón inmóvil y pálida cuando se abrieron de nuevo las puertas. D. Pedro había sido trasladado ya a su alcoba por Manín y otro criado. Aquella nueva y repentina irrupción pareció sorprender mucho a la señora de la casa.

      –¿Qué ocurre? ¿qué es esto?—exclamó con voz alterada.

      –¡Un niño! ¡un niño!—gritaron varios a un tiempo.

      –Acabamos de encontrarlo en el portal—manifestó Manuel Antonio, que ya se había apoderado del canasto, presentándolo.

      –¿Quién lo ha dejado ahí?

      –No sabemos… Es un expósito. ¡Mire usted, por Dios, qué hermoso, es Amalia!

      La señora le contempló un instante con marcada frialdad y dijo:

      –Acaso alguna pobre lo habrá dejado para recogerlo enseguida.

      –No, no; hemos registrado el portal. La calle está desierta…

      La criatura a todo esto empezaba a chillar, agitando con incierto movimiento sus puños crispados, que parecían dos botones de rosa. La compasión de las señoras volvió a romper en exclamaciones apasionadas. Todas querían besarlo y calentarlo contra su seno. Por fin, María Josefa logró apoderarse de él, lo sacó del canasto y envolviéndolo con el paño con que venía cubierto, lo acarició tiernamente. Un papel se había desprendido de las ropas de la criatura al sacarla y había caído al suelo. Manuel Antonio lo recogió.

      –¿Lo ves, Amalia? Aquí está la madre del cordero.

      El papel decía en gruesos caracteres, trazados al parecer por tosca mano: «La madre desdichada de esta niña la encomienda a la caridad de los señores de Quiñones. No está bautizada.»

      –¡Es una niña!—exclamaron algunas señoras a un tiempo.

      Y en el acento con que dejaron escapar estas palabras no era difícil de advertir cierto desencanto. Se habían acostumbrado a la idea de que fuese varón.

      –¿Qué misterio será éste?—preguntó Manuel Antonio, mientras una sonrisa maliciosa de curiosidad vagaba por su rostro.

      –¿Misterio? Ninguno—manifestó con cierta displicencia Amalia.—Lo que se ve claramente es una pobre que quiere que le mantengan a su hija.

      –Sin


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