El maestrante. Armando Palacio Valdés
lo hizo, tornando a la posada que le había albergado mientras construyó el palacio.
Pero faltaba a D. Santos el complemento obligado de todos los que se enriquecen cargando cajas de azúcar en América: le faltaba contraer matrimonio con una mujer de categoría, joven o vieja, fea o bonita. Ninguno de sus colegas aceptó jamás por esposa a una menestrala. Granate no podía ser menos que ellos. Al contrario, teniendo más dinero que ninguno, lo natural es que les aventajase en anhelos poderosos. Y fue a poner sus ojos redondos y encarnizados en la joven más linda, más rica y más encopetada de la ciudad: en Fernanda Estrada-Rosa nada menos. El suceso causó admiración y risa en el vecindario. Por muy alta idea que en Lancia tuviesen del poder del dinero, nadie imaginaba que fuese poderoso a realizar semejante empresa. ¡Casar a la joya de la provincia con este oso colorado! A la niña le produjo pasmo e indignación. Luego lo tomó a broma. Luego volvió a indignarse. Después tornó a reírse. Por fin se fue acostumbrando a que Granate la festejase y hasta encontró cierta satisfacción de amor propio en recibir sus agasajos y en darle toda clase de desprecios. Pero él no cejaba. Con la tenacidad del abejorro que se empeña en salir por un cristal y se estrella cien veces contra el obstáculo, las calabazas, los desdenes y hasta las burlas no le hacían retroceder más que momentáneamente. Al día siguiente volvía como si tal cosa a romperse la cabeza contra el desprecio de la orgullosa heredera. Pensaba sinceramente que el verdadero obstáculo para el logro de sus afanes estaba en el conde de Onís. Confesábase que Fernanda sentía algún interés por él, o mejor dicho por su título, y se propuso ir a Madrid y comprar a peso de oro otro para ponerse a la altura de su rival. Luego le dijeron que el Papa los daba más baratos y cambió de proyecto. Mientras tanto se vengaba odiando de muerte al gallardo conde, y burlándose, cuando la ocasión se presentaba, de su vetusto y deteriorado caserón. El conde poseía una gran riqueza en tierras, pero sus rentas no podían compararse a las del opulento Granate.
–Y si no, ya veréis el día que se case, ¡qué cambio en la población!—prosiguió Manuel Antonio.—Tendremos banquetes a diario y bailes y giras campestres…
–¡Pero si a Fernanda no le gustan los bailes!—exclamó Emilita Mateo, que bailaba con Paco Gómez y daba la espalda al grupo.
–Yo no he hablado para nada de Fernanda, niña—repuso el marica en tono severo.
–Pensé que, tratándose de matrimonio y de D. Santos, eso se sobrentendía.
–Pues no sobrentiendas más y aplícate a bailar con Paco, porque, según mis cálculos, durará cinco minutos.
Paco Gómez era un joven flaco, flaquísimo, alto hasta tropezar en el dintel de las puertas, con una cabecita menuda como una patata, el rostro tan macilento que parecía, en efecto, caminar por el mundo con permiso del enterrador. Y con estas propiedades corporales el espíritu más humorístico de la población.
–¡Ole mi niña!—exclamó poniéndose en jarras frente al marica.—Lo único por lo que siento morirme es por no ver más estos seres preciosos, encantadores.
Al mismo tiempo le cogió con dos dedos la barba.
Ya sabemos que Manuel Antonio no podía sufrir tales juegos de manos delante de gente.
–Vamos, pajalarga, quieto—exclamó poniéndose serio y rechazándole.
–¿Que no eres precioso? Pero, hombre, ¡si eso salta a la vista!… ¡Miren ustedes qué boca! ¡miren, por Dios, qué caída de ojos!… ¡miren qué nacimiento de pelo!
Y quiso de nuevo tocarle la cara; pero Manuel Antonio lo rechazó con ímpetu dándole un fuerte empujón.
–¡Caramba, qué severo está hoy Manuel Antonio!—dijo el conde de Onís.
–No importa—repuso Paco Gómez dejando escapar un suspiro.—Manos blancas no ofenden.
En aquel momento le tocaba hacer una figura del rigodón y se alejó con Emilita.
María Josefa, que bailaba más lejos, se acercó un instante con su pareja, que era un teniente del batallón de Pontevedra.
–¡Vamos, D. Santos, no sea usted cruel! ¿Por qué no va usted a hacer compañía a Fernanda, que está allí sola?
En efecto, la amiguita de la rica heredera había hallado pareja para el baile. Fernanda se sentó y permanecía seria y pensativa.
–Sí, sí; debes ir, Santos—manifestó Manuel Antonio.—Repara que la chica ha dejado una silla vacía a su lado… No puede insinuarse de modo más claro.
Al decir esto hizo un guiño al conde. Éste confirmó tales palabras.
–Yo creo que es hasta un deber de cortesía…
Granate le echó una mirada torva y preguntó sordamente:
–Pues entonces, ¿por qué no va usted a sentarse a su lado?
–Por la sencilla razón de que ya no tenemos nada que hablar… Pero usted es otra cosa.
–Entendido, señor conde… No soy un niño—murmuró con mal humor.
–Aunque no lo sea usted por la edad—dijo Amalia interviniendo oportunamente para evitar rozamientos,—lo es por la franqueza y espontaneidad de sus sentimientos, por la frescura de corazón que otros con menos años no tienen. Los niños aman con más sencillez y vehemencia que los hombres.
–Pero los hombres hacen otra cosa más heroica… ¡Se casan!—dijo Paco Gómez, que ya estaba de nuevo en su sitio con la pareja.
–Hay ocasiones en que tampoco se casan—manifestó Manuel Antonio haciendo una imperceptible mueca por donde Paco pudiese colegir que estaba pensando en María Josefa.
–Bueno—replicó aquél dándose por enterado.—Pero hay que convenir en que algunas veces se necesita para ello un heroísmo superior a la naturaleza humana.
La solterona, que las cogía por el aire, le clavó una mirada rencorosa y maligna.
–¡La naturaleza humana!—exclamó con displicencia.—La naturaleza humana presenta algunas veces formas tan estrambóticas que hasta el heroísmo sería ridículo en ellas.
Paco Gómez, sin desconcertarse, comenzó a palpar su rostro con ademanes cómicos, fingiendo una muda resignación que hizo sonreír a los presentes. Amalia, para cambiar esta peligrosa conversación, exclamó:
–¡Miren, miren cómo D. Santos se aprovecha de nuestra distracción!
En efecto, el indiano se había levantado en silencio de la silla y, sorteando las parejas de baile, fue solapadamente a sentarse al lado de Fernanda. Ésta le dirigió una mirada fría y apenas se dignó responder a su saludo ceremonioso y ridículo. La faz rubicunda de Granate resplandecía, no obstante, como la de un dios seguro de su omnipotencia. Con las manazas anchas y cortas apoyadas sobre las rodillas, el cuerpo doblado hacia adelante y la cabeza levantada hasta donde le permitía la grosura del cerviguillo, sonreía beatamente enseñando una fila de dientes grandes y amarillos. Propúsose, como siempre, ser espiritual, y dijo:
–¿Ha visto usted qué ventrisca corre?
La joven guardó silencio.
–Ahora no importa nada—prosiguió—porque ya están todos los frutos recogidos; pero si hubiera caído antes, no nos deja ni una castaña ni un grano de maíz; ¡je, je!
Granate sintiose feliz al emitir esta idea, a juzgar por la expresión de placer que brillaba en sus ojos.
–Pero aquí no hace frío, ¿eh?… Yo no lo tengo, ¡je, je!… Al contrario, siento un calor… Será porque los ojos de usted son dos calofer… caroli…
Otra vez todavía acometió la palabra caloríferos sin lograr dar cima a la empresa. Para disimular su impotencia fingió un golpe de tos. Su rostro violáceo adquirió cierta semejanza interesante con el de un ahorcado.
La hermosa, que tenía los ojos clavados en el vacío, volvió la cabeza hacia su adorador, le miró unos instantes con expresión vaga, distraída, como si no le viese. Levantose de pronto y se alejó sin decir palabra para sentarse enfrente. El indiano quedó