El maestrante. Armando Palacio Valdés
a los saraos de Quiñones con una constancia digna de ser premiada, pudieron lograr hasta la hora presente los dones preciados de Himeneo. Cuando algún imprudente tocaba este asunto en visita, todas ellas decían que mientras viviese su padre les costaría mucha pena el casarse; que les parecía cruel abandonar a un pobre anciano que tanto las quería y tanto se sacrificaba por ellas, etc… Aquí venía un elogio caluroso de las dotes espirituales de D. Cristóbal. Pero éste se encargaba inocentemente de desmentirlas, mostrando tales ganas de verse abandonado, un deseo tan vivo de experimentar aquella crueldad, que ya era proverbial en Lancia. Como si no bastasen ellas solas a ponerse en ridículo, el pobre Mateo las ayudaba eficazmente, metiéndoselas por los ojos a todos los jóvenes casaderos de la ciudad.
Las ponderaciones que el buen padre hacía del carácter, de la habilidad, de la economía y buen gobierno de sus hijas no tenían fin. Así que llegaba un forastero a Lancia, D. Cristóbal no sosegaba hasta trabar conocimiento con él, y acto continuo le invitaba a tomar café en su casa y le llevaba al teatro a su palco y a merendar al campo y le acompañaba a ver las reliquias de la catedral y la torre y el gabinete de historia natural; todas las curiosidades, en fin, que encerraba la población. El público asistía sonriente, con mirada socarrona a aquel ojeo, que ya se había repetido porción de veces sin resultado. La única que logró tener novio durante tres o cuatro años fue Jovita. Por eso fue también la que se despeñó de más alto. El galán era un estudiante forastero que la festejó mientras seguía los últimos cursos de la carrera. Terminada ésta, partió a su pueblo y, olvidándose de sus promesas de matrimonio, lo contrajo con una paleta rica. Las demás no habían alcanzado este grado excelso de la jerarquía amorosa. Inclinaciones vagas, devaneos de quince días, algún oseo por la calle; nada entre dos platos. Poco a poco se iba apoderando de ellas el frío desengaño. Aunque no hubiesen perdido la esperanza, estaban fatigadas. Aquel pensamiento fijo, único, que las embargaba hacía ya tanto tiempo, iba convirtiéndose en un clavo doloroso en la frente. Pero D. Cristóbal ni se rendía ni se le pasaba por la imaginación el capitular. Creía siempre a pie juntillas en el marido de sus hijas, y lo anunciaba con la misma seguridad que los profetas del Antiguo Testamento la venida del Mesías.
–En cuanto se casen mis hijas, en vez de pasar el verano en Sarrió, donde se guardan las mismas etiquetas que en Lancia, me iré a Rodillero a respirar aire fresco y a pescar robalizas.—Atiende, Micaela, no seas tan viva, mujer… Comprende que a tu marido no le han de gustar esas genialidades; querrá que le contestes con razones…
–Mi marido se contentará con lo que le den—respondía la nerviosa niña haciendo un gracioso mohín de desdén.
–¿Y si se enfada?—preguntaba en tono malicioso Emilita.
–Tendrá dos trabajos: uno el de enfadarse y otro el de desenfadarse.
–¿Y si te anda con el bulto?
–¡Se guardará muy bien! ¡Sería capaz de envenenarlo!
–¡Jesús, qué horror!—exclamaban riendo las tres nereidas.
Aquel marido hipotético, aquel ser abstracto salía a cada momento en la conversación con la misma realidad que si fuera de carne y hueso y estuviera en la habitación contigua.
La que comenzaba ahora a teclear en el piano era Emilita, las más musical de las cuatro hermanas. Las otras tres estaban ya en pie, cogidas a la manga de la levita de otros tantos jóvenes; como si dijéramos, en la brecha.
El conde tropezó a los pocos pasos con Fernanda Estrada-Rosa que venía de bracero con una amiga. Por lo visto no había querido bailar. Era la joven que hacía más viso en la ciudad por su belleza y elegancia y por su dote. Hija única de D. Juan Estrada-Rosa, el más rico banquero y negociante de la provincia. Alta, metida en carnes, morena oscura, facciones correctas y enérgicas, ojos grandes, negrísimos, de mirar desdeñoso, imponente; gallarda figura realzada por un atavío lujoso y elegante que era el asombro y la envidia de las niñas de la población. No parecía indígena, sino dama trasportada de los salones aristocráticos de la corte.
–¡Qué elegantísima Fernanda!—exclamó el conde en voz baja, inclinándose con afectación.
La bella apenas se dignó sonreír, extendiendo un poco el labio inferior con leve mueca de desdén.
–¿Cómo te va, Luis?—dijo alargándole la mano con marcada displicencia.
–No tan bien como a tí… pero, en fin, voy pasando.
–¿Nada más que pasando?… Lo siento. A mí me va perfectísimamente; no te has equivocado—repuso en el mismo tono displicente, sin mirarle a la cara.
–¿Cómo no, siendo en todas partes donde te presentas la estrella Sirio?
–Dispensa, chico, no entiendo de astronomía.
–Sirio es la estrella más brillante del cielo. Eso lo sabe todo el mundo.
–Pues yo no lo sabía… ¡Ya ves, como soy una paleta!
–No es cierto; pero está muy bien la modestia, unida a la hermosura y al talento.
–No; si ya sé de sobra que no tengo talento. No te mortifiques en decírmelo.
–Hija, te acabo de manifestar lo contrario…
En el tono displicente de Fernanda iba entrando un poco de acritud. En el del conde, pausado, ceremonioso, se advertía leve matiz de ironía.
–Vamos, entonces te he entendido al revés.
–Algo de eso ha habido siempre.
–¡Caramba, qué galante!—exclamó la joven empalideciendo.
–Siempre que has pensado que pudiera decirte algo desagradable—se apresuró a rectificar el conde, advertido por el cambio de fisonomía de la idea que cruzaba por su mente.
–Muchas gracias. Estimo tus palabras como se merecen.
–Harías mal en no estimarlas sinceras… Además, no necesito yo decirte lo mucho que vales. Eso lo sabe todo el mundo.
–Gracias, gracias. ¿Te has cansado de jugar?
–Me duelen un poco las muelas.
–Sácatelas.
–¿Todas?
–Las que te duelan, hijo. ¡Ave María!
–¡Con qué indiferencia lo dices! ¿A ti no te importaría nada, por supuesto?
–Yo siento siempre los males del prójimo.
–¡El prójimo! ¡Qué horror! No tenía noticia de haber llegado ya a la categoría de prójimo.
–Qué quieres, chico; los honores vienen cuando menos se piensa.
Apesar de lo impertinente y hasta agresivo del tono, Fernanda no se movía del sitio, teniendo siempre cogida del brazo a la amiguita, que no desplegaba los labios. Fijándose un poco, se podría observar que la rica heredera estaba muy nerviosa. Con el pie daba golpecitos en el suelo, apretaba en su mano con vivas contracciones el pañuelo y sus labios temblaban de modo casi imperceptible. Alrededor de los hermosos ojos árabes se marcaba un círculo más pálido que de costumbre. Aquel pugilato la interesaba.
El conde de Onís había sido de sus novios el que más tiempo había durado. Al aparecer Fernanda en sociedad, y aun antes, cuando era una zagalita que iba con la criada al colegio, produjo su figura, su elegancia y sobre todo la amenaza de los seis millones que iban a caer, andando el tiempo, en su regazo, una verdadera explosión de entusiasmo. No hubo joven más o menos gallardo o acaudalado que por iniciativa propia o por las insinuaciones de su familia no se resolviese a pasearle la calle, a esperarla a la salida del colegio, a mandarle cartitas y a decirle requiebros en el paseo. De Sarrio, de Nieva y de otras poblaciones de la provincia acudieron también, con pretexto de las ferias, algunos golosos. La niña, ufana con tanto acatamiento, embriagada por el incienso, no se daba punto de reposo tomando y soltando novios. Era raro el galán que duraba más de un par de meses en su gracia. En realidad ninguno estaba en posición de merecerla. En Lancia y en el resto de la provincia no había quien tuviera hacienda proporcionada a su dote. Si alguno existía, no estaba por su edad habilitado