El Doctor Centeno (novela completa). Benito Perez Galdos

El Doctor Centeno (novela completa) - Benito Perez  Galdos


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Américas en busca de fortuna, cuadraba á su natural aventurero y á su atrevido espíritu; pero mientras parecía la fortuna, que allí como en todas partes no se alcanza sin trabajo y paciencia, ¿de qué vivirían su madre y su hermana? El comercio no le desagradaba; pero no tenía más capital que su escopeta y un poco de pólvora. Cualquier profesión, por breve y fácil que fuese, requería tiempo y libros, y la necesidad de familia no admitía espera. Una sola carrera ó profesión existía que pudiera acometer y lograr en poco tiempo el joven Polo. Apretábale á seguirla un tío suyo materno en tercer grado, canónigo de la catedral de Coria; hubo lucha, sugestiones, lágrimas femeninas, dimes y diretes; el tío ofreció pensionar á la madre y hermana mientras durasen los estudios, y por fin, todos estos estímulos, y más que ninguno el agudísimo de la necesidad, vencieron la repugnancia de Polo, le fingieron una vocación que no tenía, y...

      Cantó misa, y la familia tuvo un apoyo. Cinco años pasó Polo y Cortés en Medellín, viviendo con estrechez, pero viviendo. Con sus misas, sus funerales y bautizos, desempeñando la coadjutoría de la parroquia, pudo pagar deudas onerosas que abrumaban á la familia. Disentimientos y rivalidades de sacristía le obligaron á salir de su pueblo. Vivió algún tiempo en Trujillo; desempeñó más tarde un curato en Puente del Arzobispo, y luego residió seis años en Toledo, siempre con grandísima penuria, mortificado por la pena de no poder sacar á su madre y hermana de aquella triste vida, llena de incomodidades y pobreza. Tuvo esto feliz término cuando se estableció en Madrid. ¡Gracias á Dios que le sonreía la fortuna! Desde que una azafata de la Reina, extremeña, solicitó y obtuvo para Pedro Polo el capellanazgo de las monjas mercenarias calzadas de San Fernando, la vida de aquellas tres personas tomó cariz más risueño y un rumbo enteramente dichoso. ¡Las monjas eran tan buenas, tan cariñosas, tan señoras...! Ellas mismas sugirieron á su bizarro capellán la idea de poner una escuela donde recibieran instrucción cristiana y yugo social los muchachos más díscolos; y para realizar este noble pensamiento, le ofrecieron el local que tenían en el callejón de San Marcos, en la casa del marquesado de Aquila-Fuente, tronco de aquella piadosa fundación.

      Era el edificio tan viejo, que sólo por respeto á su origen glorioso se conservaba en pie. La planta principal servía para habitación de don Pedro y su familia, y la baja, con espaciosas cuadras, para albergar la escuela y toda la chiquillería consiguiente. Hermoso plan, tan pronto pensado como hecho. Así como el tío canónigo (á quien don Pedro en sus ratos de jovialidad solía llamar el bobo de Coria) había dicho hágote sacerdote, las monjas habían dicho á su vez hágote maestro. Para su sotana pensaba Polo así: «¿Clérigo dijiste? pues á ello. ¿Profesor dijiste? pues conforme.» Dichosa edad ésta en que el hombre recibe su destino hecho y ajustado como tomaría un vestido de manos del sastre, y en que lo más fácil y provechoso para él es bailar al son que le tocan. Música, música y viva la Providencia.

      El éxito de la escuela fué grande. Centenares de hijos del hombre acudieron de todas las partes del barrio, atraídos por la fama de docto, juicioso y paternal que había adquirido Polo sin saber cómo. El caudal de la familia engrosaba lentamente, y viérais por fin cómo se dulcificaba la hasta entonces amarga vida de aquella buena gente; cómo podía gozar doña Claudia de comodidades que hasta entonces no conociera, y Marcelina Polo decorar su persona con severa compostura. No faltaban ya en la casa los alimentos sanos y abundantes, ni el abrigo en invierno, ni los honrados esparcimientos en verano. Aunque la mayor de las satisfacciones de don Pedro Polo era el bienestar de su madre y hermana, á quienes amaba tiernamente, no le disgustaba tomar para sí una parte de los dones de la fortuna, y al año de establecida la escuela se le podía ver y admirar, vestido de seglar ó de cura, según los casos, con la pulcritud y el lujo de los sacerdotes más distinguidos.

      Aquel nobilísimo oficio le daba mucho que hacer en sus comienzos, porque tenía que aprender por las noches lo que había de enseñar al día siguiente; trabajo ingrato y penoso que fatigaba su memoria sin recrear su entendimiento. Todo lo enseñaba Polo según el método que él empleara en aprenderlo; mejor dicho, Polo no enseñaba nada: lo que hacía era introducir en la mollera de sus alumnos, por una operación que podríamos llamar inyecto-cerebral, cantidad de fórmulas, definiciones, reglas, generalidades y recetas científicas, que luego se quedaban dentro indigeridas y fosilizadas, embarazando la inteligencia sin darla un átomo de substancia ni dejar fluir las ideas propias, bien así como las piedras que obstruyen el conducto de una fuente. De aquí viene que generaciones enteras padezcan enfermedad dolorosísima, que no es otra cosa que el mal de piedra del cerebro.

      III

       Índice

      También dice la chismosa Clío que el temperamento de don Pedro Polo era sanguíneo, tirando á bilioso, de donde los conocedores del cuerpo humano podrían sacar razones bastantes para suponerle hostigado de grandes ansias, ambicioso y emprendedor, como lo fueron César, Napoleón y Cromwell. Sobre esto de los temperamentos hay mucho que hablar, por lo cual mejor será no decir nada. Quédese para otros el fundar en el predominio de la acción del hígado el genio violentísimo de nuestro capellán, y en el desarrollo del sistema vascular, así como en la superioridad de las funciones de nutrición sobre las de relación, la intensidad de sus anhelos, su fuerza de voluntad incontrastable. Cierto es que si se dedicara, como su paisano, á conquistar imperios, los habría ganado con rapidez. Habiéndose metido, por la fatalidad de los tiempos y de las circunstancias, á instruir muchachos, los instruía por los modos y estilo que el otro empleó en domar naciones. Y no comprendía Polo la enseñanza de otra manera. Se le representaba el entendimiento de un niño como castillo que debía ser embestido y tomado á viva fuerza, y á veces por sorpresa. La máxima antigua de la letra con sangre entra, tenía dentro del magín de Polo la fijeza de uno de esos preceptos intuitivos y primordiales del genio militar, que en otro orden de cosas han producido hechos tan sublimes. Así, cuando, movido de su convicción profundísima, descargaba los nudillos sobre el cráneo de un alumno rebelde, esta cruel enseñanza iba acompañada de la idea de abrir un agujero por donde á la fuerza había de entrar el tarugo intelectual que allí dentro faltaba. Los pellizcos de sus acerados dedos eran como puncturas por las cuales se hacían, al través de la piel, inyecciones de la sabiduría alcaloide de los libros de texto.

      Gran auxilio á don Pedro prestaba el pasante don José Ido, mayormente en el arte de escribir. Polo escribía mal, y su ortografía era muy descuidada. Ido le ayudaba también en las lecciones, y hacía leer á los pequeñuelos, mas con tan delgada voz y entonación tan embarazosa, que para articular una sílaba parecía pedir prestado el aliento al que estaba más próximo. Los chicos, desde el mayor al más pequeño, respetaban y temían tanto á don Pedro, que ni aun fuera de la clase se atrevían á hacer burla de él; pero al pobre Ido le trataban con familiaridad casi irreverente. Las paredes del callejón de San Marcos estaban de punta á punta ilustradas con el retrato del señor de Ido, en diferentes actitudes, y eran de ver lo parecido del semblante y la gracia de la expresión en aquellos toscos diseños. No faltaban explicaciones y leyendas que decían: Ido diendo á los toros; y por otro lado: Ido del Sagrario calléndosele los calzones. Porque este pobre calígrafo tenía las carnes tan flácidas, que toda su ropa parecía escurrirse, y que cada pieza, desde la corbata á los pantalones, estaba más baja del sitio que le correspondía. Otra cosa que daba motivo así á las cuchufletas como á las ilustraciones, era el cartílago laríngeo, ó la nuez del pasante, la cual era grandísima. Entre las pinturas murales, que representaban casi siempre escenas de toros, había una cuyo letrero decía: El toro, perdone ustez,—me le enganchó de la nuez...

      Á este hombre, probo, trabajador, honrado como los ángeles, inocente como los serafines, esclavo, mártir, héroe, santo, apóstol, pescador de hombres, padre de las generaciones, le trataba don Pedro delante de los chicos con frialdad y sequedad; mas cuando estaban solos le abrumaba á cortesanías y piropos, como éste: «Es usted más tonto que el cerato simple,» dicho con desenfado y sin mala voluntad. Ó bien le saludaba así: «Cierre usted esa boca, hombre, que se le va por ella el alma.» Y era verdad que parecía que el alma estaba acechando una ocasión para echársele fuera y correr en busca de mejor acomodo.

      Los


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