El Doctor Centeno (novela completa). Benito Perez Galdos
le colgaba un parentesco al más pintado. Él no sabía de linajes, ¡contra! y lo mismo daba Juan que Pedro. Un día cometió un desliz bíblico-mitológico achacando á Nabucodonosor excesos y desmanes del señor de Júpiter; y al ver que todos se reían, dijo con mucho desenfado:
—Lo mismo da: tan pillo era el uno como el otro.
La algazara que produjo esta observación fué tan grande, que don Pedro tuvo que dar zurribanda general para imponer silencio, aunque él mismo no contenía la risa.
Venía luego la Doctrina Cristiana. Al fin, al fin se iba á lucir. Como que ya sabía él algo, y aun algos, de cosa tan buena, santa y admirable, de que se deriva la máquina toda del humano saber. Pero á las primeras de cambio, ¡Dios de los tontos! empezó mi sabio á desbarrar. Érale imposible retener en la memoria las respuestas que comprenden y definen los altos principios del Cristianismo. Cuando las cláusulas eran breves y sencillas, menos mal: mi hombre las espetaba de corrido; pero ¡ay! cuando venía una de aquellas cosas hondas, largas, enrevesadas y obscuras que guardaba el librito en sus últimas hojas, ya era Felipe hombre perdido... Allá iban proposiciones que harían estremecer de espanto á los Santos Padres. ¡Risas, escándalo y patadas en la clase! No se ha visto ni verá más atrevido heresiarca. ¡Decir que la gracia es un sér divino que nos hace esclavos del demonio!... ¡Ciérrate, boca nefanda!
Un día, que fué de los más infelices que tuvo Centeno en la casa de don Pedro, á los tres meses de haber entrado en ella; un día en que todo lo dijo mal y lo hizo peor, y echó por aquella boca los más horribles despropósitos que pueden oirse, don Pedro tuvo una idea entre humorística y sanguinaria que al punto quiso poner por obra como saludable escarmiento y visible lección de sus alumnos. Porque cuando el tal don Pedro, siempre tan serio y ceñudo, con aquella cara de juez inexorable y aquella expresión de patíbulo, tenía humoradas, eran éstas ferozmente irónicas, verdaderas caricias de puñal, como los epigramas de Shakespeare. Cogió á Felipe, me le puso de rodillas sobre un banco, le encasquetó en la cabeza el bochornoso y orejudo casco de papel que servía para la coronación de los desaplicados. Luego, en el airoso pico de esta mitra, colgó un papel que decía con letras gordas, trazadas gallardamente por don José Ido: El Doctor Centeno.
¡Dios de Dios, qué risa, qué estruendo, qué ovación! Aquel día tuvo don Pedro humor burlesco. Su alma de pedernal echaba chispas, y de su verbosidad chancera brotaban cuchillos. De sus chistes resultaba el escarnio. Paseándose delante de la víctima, con la palmeta en la mano, decía:
—Este señor vino á Madrid para ser médico. Como es tan aprovechado, tan sabio, tan eminente, pronto le veremos con la borla en la cabeza... Ánimo, hombre, no llores... No hay carrera sin trabajos... Ya estás á medio camino. Si sabes más que ese tintero... Serás médico: tómale el pulso á la pata de la mesa.
¡Risas, confusión, aplausos, bramidos! Don Pedro era el maestro más gracioso...
VI
Por desgracia de Centeno, la antipatía que inspiró á doña Claudia, en vez de disminuir con el tiempo, iba creciendo fomentada por el carácter seco y desabrido de aquella señora. Era la roca árida en que había nacido la negra encina que llamamos don Pedro Polo. Luego la maldita criada agravaba la situación de Felipe con sus enredosos chismes. De todo lo malo que en la casa pasaba había de tener la culpa el sin ventura hijo de Socartes. Si algo traía, traíalo tarde; si se le confiaba cualquier faena de la cocina, echábala á perder; si redoblaba su esmero, resultaba que, por atropellar las cosas, salían mal; si al ir á comprar algo lo hacía con poco dinero, lo que había traído era detestable; si resultaba caro, era un sisón; si hablaba, era entrometido; si se callaba, sin duda estaba meditando picardías; si se limpiaba la ropa, era un presumido; si no, era un Adán. En resumidas cuentas, habría deseado el Doctor (pues dieron en llamarle de este modo, y también el Doctorcillo) tener la sabiduría de aquel señor tan despejado de que habla la Historia Sagrada, Salomón, para poder complacer á la doméstica y á la señora. Los regaños de ésta, importunos y soeces, le ponían en tal tristeza, que le entraban deseos de marcharse de la casa. Viendo que sus leales esfuerzos no tenían estímulo ni recompensa, desmayaba su valeroso ánimo, y lo mismo le importaba cumplir que no. Así, cuando iba á recados, se detenía en las calles mirando los escaparates ó añadiéndose al corro que por cualquier motivo se formara, ó entablando sabroso palique con éste ó el otro amigo.
En tanto, las horas de servicio crecían de lo lindo y las de enseñanza mermaban. Viéndole cada día más torpe, apenas se le tomaba lección de aquellas condenadas materias que tan poca gracia le hacían, y el gran don José Ido, al llegar á él, decía:
—Mira, Doctor, más vale que te vayas á subir agua, que estas cosas no son para tí.
Y él veía el cielo abierto, porque más le gustaba y más le instruía sacar agua del pozo y cargar una cuba que repetir aquello de que el artículo sirve para entresacar el nombre de la masa común de su especie.
De las enseñanzas de la escuela, lo único que le agradaba era la Geografía. Cierto día, teniendo delante un mapa muy bonito, donde se veían los países pintados con rayas y masas de colores, y el mar azul y las islas de extraña forma, sintió una tentación que sin duda debía de ser mala. ¡Diablos de chicos, no hay cosa que no inventen!... Pues se le ocurrió nada menos que dejar á un lado los palotes, como se arroja fatigosa carga, y ponerse con toda su alma á retratar el mapa, imitando los contornos y perfiles que allí parecían el propio rostro de las naciones. ¡Qué lástima no tener caja de pinturas, ó al menos lápices de colores! Así, así debían ser enseñadas todas las cosas. ¿Por qué no se han de pintar la Gramática y la Doctrina?... Manos á la obra y venga papel. Sacó del bolsillo un pedazo de lápiz, y aquí te quiero ver, talento. Raya por allí, raya por allá; aquí un pico, más allá un hueco, todito iba saliendo á maravilla: la Inglaterra, que es una isluca con muchas púas; Suecia, que parece una gran pieza de bacalao; Franciota con luengas narices; Portugalito con la boca risueña, que es la del Tajo; Italia como una bota; Grecia cual manojo de pueblecitos, y Rusia grandísima, informe, esteparia, soñolienta, sin fisonomía... Muy bien. La cosa prometía. El retrato estaba hablando, y aunque á algunas de las naciones no las conocería ni la mala mujer que las inventó, si el artista tuviera goma con que borrar para rehacer su trabajo... ¡re-contra!... Tan engolfado estaba en sus golfos, y tan aislado dentro de sus islas, que no vió venir á don Pedro, el cual se acercó por detrás pasito á pasito... ¡Ay, Dios mío! Del primer cosque poco faltó para que los nudillos del maestro penetraran hasta la masa cerebral del geógrafo pintor, y detrás otro y otro, dados al compás de estas cariñosas frases:
—¡Animal, siempre de juego, pum!... ¡Si te voy á freir! ¿De esa manera, ¡pum!... correspondes al bien que te he hecho recogiéndote... ¡pum! de las calles? No se puede... ¡pum! sacar partido de tí. Anda, anda arriba...
El resto de tan cristiano discurso fué, más que pronunciado, escrito con las manos del maestro sobre las mejillas rojas del criminal y sobre otras partes de su cuerpo. Cada lagrimón que le caía abultaba más que un garbanzo. La suerte es que se los iba bebiendo á medida que llegaban á la boca; que si los dejara rodar, seguramente le mojarían la ropa. Al subir, se tentaba el cráneo para indagar cuántos y de qué calibre eran los agujeros que en él, á su parecer, tenía.
Por tres motivos estaba de malísimo talante aquel día doña Claudia. Primeramente le dolía la cabeza, como atestiguaba la venda que se la oprimía, sujetando dos ruedas de patata sobre las sienes. Añadid á esto el disgusto que le ocasionaba la lista grande, que acababa de leer, en cuyo documento, por uno de esos descuidos tan propios de nuestra mala administración, no aparecía premiado ningún número de los que la señora tenía. Seguramente la lista estaba equivocada. Por último, doña Claudia había descubierto en la criada cosas de que no se podía echar la culpa á Felipe. Así, cuando éste se presentó y le dijo llorando: «El señor me ha mandado que suba,» doña Claudia se puso en pie, dió al aire las dos aspas de sus brazos, y con voz desabrida