El Doctor Centeno (novela completa). Benito Perez Galdos

El Doctor Centeno (novela completa) - Benito Perez  Galdos


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apetitos, y mientras más rarezas coquinarias probaba, más se relamía con todas y más deseaba las nuevas y aún no conocidas. Su gusto se refinó grandemente, y sin aborrecer los platos nacionales, adoraba algunos de los extranjeros connaturalizados en España. Su madre alentaba esto mimándole y engolosinándole sin tasa, discurriendo las cosas más aperitivas y confabulándose con doña Saturna para proporcionarle un día y otro esta novedad, aquella sorpresa.

      Siempre que los Polos invitaban á algún amigo á comer, doña Saturna se personaba en la casa muy tempranito, y cuando Morales celebraba sus días ó los de su esposa, el primer convidado era Polo. Las de Emperador iban á una y otra parte, y en ambas eran muy agasajadas por sus méritos, por su índole modesta, por ser huérfanas de madre, y por su mansedumbre graciosa y un tanto sentimental.

      Marcelina Polo las quería entrañablemente, y hacía para ellas laborcillas de gancho, corbatas y mil enredos y regalitos. Ya que hemos nombrado á la hermana del capellán, conviene decir que esta señora, de más edad que don Pedro, era lo que en toda la amplitud de la palabra se llama una mujer fea. Su cara se salía ya de los términos de la estética, y era verdaderamente una cara ilícita, esto es, que quedaba debajo del fuero del poder judicial. Debía, por consiguiente, recaer sobre ella la prohibición de mostrarse en público. Así lo conocía la dueña de aquel monumento azteca, y ni tenía en su habitación espejos que se lo reprodujeran, ni salía más que para ir á la iglesia, ó á visitar amigas de confianza. Era una persona insignificante, pero que tratada de cerca inspiraba algunas simpatías. Ocupábase de cuidar la casa, de hacer obras de mano, generalmente de poco mérito, y de rezar, escribir cartitas á las monjas ó enredar un poco en la sacristía de la iglesia. Resumiendo todo lo que nos dice Clío respecto á estas tres personas, resulta que se avenían y ajustaban maravillosamente, viviendo bajo un mismo techo y amándose con ardor, tres diferentes pasiones: Gula, Religión, Lotería.

       Índice

      —¡No, si no te he de pasar nada; si te he de brear y batanear y curtir, hasta que seas otro y no te parezcas á lo que fuiste!... Haz cuenta de que naces. ¿Dices que quieres aprender y ser hombre? Pues ahora te las verás conmigo.

      Esto decía Polo á su nuevo alumno, recogido por caridad un domingo por la tarde, en momentos de satisfacción digesta. Se vieron, se hablaron, se comprendieron, simpatizaron y de la simpatía salió el siguiente contrato: don Pedro sería maestro de su criado, y el criado sería discípulo de su amo. Perfectamente... Á la familia le hacía falta un chiquillín que desempeñase recados, barriese casa y escuela, que á veces no podían con más polvo, y prestara además otros servicios. Doña Claudia se veía negra muchas veces para poder repartir á domicilio los papelitos en que hacía constar las participaciones que ésta ó la otra persona tenían en sus jugadas. Marcelina recibió á Felipe con benevolencia. ¡Cuántas veces había dejado de mandar á las monjas un recado importante por no tener quien lo llevara! Agradó á todos el muchacho, y como llevaba la buena ropa que le había dado Miquis, casi casi parecía un paje, un caballerito... Señaláronle para su vivienda un cuarto, ó más bien una garita, en los deshabitados desvanes de la casa, los cuales, aunque llenos de trastos y polvo y telarañas, fueron para él mejores que cuantos palacios puede soñar la fantasía.

      Hasta aquí muy bien. Grande, inesperada fortuna del héroe, que decía gozoso: «¡Ahora no hay quien me tosa! ¡Si la Nela me viera en medio de tantos santos, blandones, murumentos y animales!...» Y era verdad que en compañía de todo esto se hallaba, porque los sotabancos del caserón de Aquila-Fuente servían á las monjas para depósito de objetos inútiles, ó de otros que no tenían hueco en la sacristía, y allí había cantidad de imágenes, las unas rotas, las otras desnudas; aparejos de funeral, y diversas piezas del monumento de Semana Santa en cartón y madera. Los animales eran los que acompañan y simbolizan á tres de los Evangelistas, piezas enormes y algo pavorosas, cuya vista daría miedo á quien no tuviera corazón tan esforzado como el de Felipe.

      Los primeros días pasaron bien. En la escuela, la torpeza del neófito no causaba sorpresa al maestro ni á don José Ido, por estar el chico en estado completamente cerril ó primitivo. Ni en el servicio doméstico había tiempo aún de juzgarle, porque su ignorancia de todas las cosas le disculpaba de su inhabilidad. Si no sabía el destino de los objetos más usuales, como una bandeja, la badila, el molinillo de café, ¿cómo se le podía inculpar equitativamente de no traer lo que se le pedía, de equivocarse casi siempre y aun de romper alguna cosa? Marcelina llevaba con cierta resignación sus desaliños, le aleccionaba con paciencia y le alentaba con discretos plácemes cuando era puntual. Menos tolerante doña Claudia, exageraba las faltas de él y ponía las manos á la altura de sus anteojos siempre que la criada, muerta de risa, venía contando alguna fechoría ó gansada del pobre Felipe. Porque Maritornes, preciso es decirlo para que cada cual tenga su verdadero puesto, le había declarado guerra á muerte desde el principio, y muchas cosas que él hubiera hecho bien las hacía mal porque ella le confundía con sus gritos y le atropellaba con sus lenguarajos. No habían pasado tres semanas, cuando doña Claudia decía á todo el que la quisiera oir:

      —¡Qué cosas tiene mi hijo!... Habernos traído aquí este muñeco... Lo que digo, es un número sin premio.

      Una cualidad buena reconocían todos en Felipe, y era que jamás contestaba á las reprimendas, ni se daba por aludido de los pellizcos, coscorrones y demás argumentos en vivo que en la escuela y en la cocina se le hacían. Todo lo llevaba con paciencia aquel estoico, pequeño de cuerpo. Si no llegaba á decir, como el otro, que el dolor es bueno, en su interior lo diputaba justo y merecido, y á solas lloraba de rabia, encolerizado contra sí mismo, ó se ponía de hoja de perejil, encareciendo su torpeza y brutalidad... ¡Si aquello parecía arte del demonio! Él procuraba salir airoso en sus obligaciones, y todo le salía lo peor posible. ¿De qué le valía poner en cada faena sus cinco sentidos y aun alguno más? Notaba en sus manos una tosquedad que las hacía ineptas para todo lo que no fuera cargar espuertas de tierra. Mal ó bien, ya se iba haciendo á manejar platos y tazas; pero cuando le ponían una pluma entre sus tiesos y duros dedos; cuando le sentaban delante de un papel rayado y le mandaban trazar... ¡Dios de los pequeños, Dios de los débiles! ¡qué sudores, qué congojas, qué doloroso esfuerzo! La mano se le ponía rígida y trémula; era una mano de cartón que, en vez de sangre, estaba llena de cosquillas. Para someterla á la voluntad, el angustiado alumno alargaba el hocico, hacía trompeta de sus labios, distendía todos los músculos de su cuerpo, contraía los dedos de los pies... Ni por esas: sólo conseguía mancharse de tinta hasta el codo, y en tanto el infame palote no salía. Daba grima ver aquel trazo curvo, erizado de púas como un cardo... Y cuando, al fin, parecía que iba saliendo un poquito más derecho... ¡cataplum! un coscorrón del pasante que le hacía soltar el papel para llevarse la mano á la parte dolorida, y rascársela cuanto permitieran las iracundas miradas de don Pedro... Nueva tentativa, nuevo fracaso acompañado de esta lluvia de flores:

      —Burro, eso no es escribir: eso es dar coces...

      En lectura iba bien. Pero cuando, pasado algún tiempo, le pusieron á desflorar los elementos de las artes y las ciencias... ¡Dios misericordioso, amparo de la ignorancia!... Nada, nada: Polo y don José Ido convinieron unánimes en que carecía absolutamente de memoria y entendimiento. No había fuerza humana que pudiera hacerle decir bien ninguna de aquellas sabias definiciones que compendian la sabiduría de nuestros libros escolares. No son para contados los testimonios que levantaba y los trastrueques que hacía al intentar decir que el participio es una parte de la oración que participa de la índole del verbo y del adjetivo. En otras definiciones se trabucaba más por no conocer el valor y significado de las palabras. ¡Flojita cosa era para él saber lo que es Gramática! ¡Re-córcholis, si no sabía lo que es arte... si no sabía lo que quiere decir correctamente!... Por algo, sí, por algo, Dios de justicia, pensaba el pobre Centeno que fabricar ciertas definiciones y asar la manteca eran cosas harto semejantes.

      Luego venía la Historia Sagrada con sus cáfilas de nombres, sus genealogías, sus guerras, sus episodios patéticos y trágicos. Aquello era otra cosa. Aun en insulso extracto,


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