El Doctor Centeno (novela completa). Benito Perez Galdos

El Doctor Centeno (novela completa) - Benito Perez  Galdos


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de Polo. Además de la pena infamante de las orejas de burro, había la de dejar sin comer, aplicada con tanta frecuencia, que si las familias no sacaban de ella grandes ahorros, era porque no querían. Todos los días, al sonar las doce, se quedaban en la clase, con el libro delante y las piernas colgando, tres ó cuatro individuos que se habían equivocado en una suma ó confundido á Jeroboan con Abimelech, ó levantado algún falso testimonio á los pronombres relativos. Los autores de estos crímenes no debían alcanzar de nuestro Eterno Padre el pan de cada día, que todos piden, pero que se da sólo á quien lo merece. Bostezos que parecían suspiros, suspiros como puños llenaban la grande y trágica sala. Isaías no habría desdeñado llorar tan dolorosas penas, y hubiera sacado de su boca algún sublime acento con que pintar aquellos desperezos tan fuertes, que no parecía sino que cada brazo iba á caer por su lado. Á menudo las páginas sucias, dobladas, rotas, de los aborrecidos libros se veían visitadas por un lagrimón que resbalaba de línea en línea. Pero esta forma del luto infantil no era la más común. La inquietud, la rebeldía, el mareo, la invención de peregrinas diabluras eran lo frecuente y lo más propio de estómagos vacíos. Quién gastaba su poca saliva en mascar y amasar papel para tirarlo al techo; quién dibujaba más monos que vieron selvas africanas; quién se pintaba las manos de tinta á estilo de salvajes...

      Cuando la clase concluía, allá sobre las cinco de la tarde, después de diez horas mortales de banco duro, de carpeta negra, de letras horribles, de encerado fúnebre, el enjambre salía con ardiente fiebre de actividad. Era como un furor de batallas, cual voladura de todas las malicias, inspiración rápida y calorosa de hacer en un momento lo que no se había podido hacer en tantas horas. Una tarde de Enero, un chico que había estado preso, sin comer y sin moverse en todo el día, salió disparado, ebrio, con alegría rabiosa. Sus carcajadas eran como un restallido de cohetes; sus saltos, de gato perseguido; sus contorsiones, de epiléptico; la distensión de sus músculos, como el blandir de aceros toledanos; su carrera, como la de la saeta despedida del arco. Por la calle de San Bartolomé pasaba una mujer cargada con enorme cántaro de leche. El chico, ciego, la embistió con aquel movimiento de testuz que usan cuando juegan al toro. El piso estaba helado. La mujer cayó de golpe, dando con la sien en el mismo filo del encintado de la calle, y quedó muerta en el acto.

      IV

       Índice

      Es forzoso repetir que la crueldad de don Pedro era convicción, y su barbarie fruto áspero, pero madurísimo, de la conciencia. No era un maestro severo, sino un honrado vándalo. Entraba á saco los entendimientos, y arrasaba cuanto se le ponía delante. Era el evangelista de la aridez, que iba arrancando toda flor que encontrase, y asolando las amenidades que embelesan el campo de la infancia, para plantar luego las estacas de un saber disecado y sin jugo. Pisoteaba rosas y plantaba cañas. Su aliento de exterminio ponía la desolación allí donde estaban las gracias; destruía la vida propia de la inteligencia para erigir en su lugar muñecos vestidos de trapos pedantescos. Segaba impío la espontaneidad, arrancaba cuanto retoño brotara de la savia natural y del sabio esfuerzo de la Naturaleza, y luego aquí y allí ponía flores de papel inodoras, pintorreadas, muertas. Por uno de esos errores que no se comprenden en hombre tan bueno, estaba muy satisfecho de su trabajo, y veía con gozo que sus discípulos se lucían en los Institutos, sacando á espuertas las notas de sobresaliente. Don Pedro decía: ellos llevan el cuerpo bien punteado de cardenales, pero bien sabidos van.

      Á los tres años de esta ordenada vida capellanesca, escolástica y cardenalicia, la familia se encontraba en un pie de comodidades que nunca había conocido. Doña Claudia Cortés se trataba con azafatas, alabarderas, tal cual camarista y otras personas bien puestas en Palacio. Marcelina Polo, que llevaba el peso de la casa, había logrado decorar ésta con cierta elegancia relativa. En el reducido círculo de las relaciones de la familia pasaba ya por dogma que en ningún cacareado colegio de Madrid recibían los muchachos educación tan sólida, cristiana y de machaca-martillo como en el del padre Polo. Llegó día en que eran necesarias las recomendaciones para admitir una nueva víctima en el presidio escolar. Desgraciadamente para la familia, los ingresos, aunque regularcitos, no correspondían á la fama del llamado colegio, por tener don Pedro una cualidad excelsa en el terreno moral, pero muy desastrosa en el económico: era una extremada y nunca vista delicadeza en cuestiones de dinero. Aquella voluntad de hierro, aquel carácter duro se trocaban en timidez siempre que era preciso reclamar de algún chico ó de sus padres el pago de los honorarios. Así es que muchos no le pagaban maldita cosa, y él antes se cortara una mano que despedirles. Este sublime desinterés lo tuvo también el padre de don Pedro, de donde le vino, al decir de sus contemporáneos, que muriera en afrentosa cárcel. La economía política debe llamar á esta virtud voto de pobreza, es evidente que estorba para todo negocio que no sea el importantísimo de la salvación.

      Pero bueno es decir que los fallidos ocasionados en la caja por los efectos de esta santidad los compensaba Polo y Cortés con otros ingresos que le sobrevinieron cuando menos pensaba. Alentado por varios amigos, se metió á predicador. Hizo una tentativa: le salió regular; animóse; fué entrando en calor, y al año se lo disputaban las cofradías. El no era por sí elocuente; pero le favorecían su voz grave, llena, hermosa, á veces dulce, á veces patética, y su facilidad de dicción. En tres ó cuatro leídas se apropiaba un sermón de cualquiera de las colecciones que existen. De su propia cosecha ponía muy poco. Había tenido también el talento de asimilarse el énfasis declamatorio y la mímica del púlpito, que tan grande parte tienen en el éxito. Cada perorata le valía una onza, y á su madre le daba con cada sermón diez años de vida, porque, según ella, los ángeles mismos no dirían cosas tan sublimes y cristianas como las que su hijo echaba por aquel pico de oro. No se desvanecía don Pedro con estas lisonjas, flores preciosas del amor materno, y á solas con su conciencia literaria, cuando bajaba del púlpito, iba diciendo: «Dios me perdone las tontadas que he dicho.»

      Muchas amistades cultivaba don Pedro en Madrid. Eran principales amigos un empleado de Hacienda que conoció en Toledo, y un fotógrafo, excelente persona, extremeño, y también Cortés de nombre y genio. Las señoras de ambos visitaban á doña Claudia, y tomaban participación en sus jugadas de lotería. Porque es bueno saber que á la madre de don Pedro le había entrado pasión tan ardiente por la Lotería Nacional, que en todas las extracciones probaba fortuna, y se pasaba la vida discurriendo y combinando números. Éste era bonito, aquél feo, tal otro había sido afortunado, cuál refractario á la suerte; pero la suya era con todos tan mala, como incorregible su manía de probarla dos ó tres veces al mes. El empleado de Hacienda paseaba con don Pedro algunas tardes, y las de día de fiesta infaliblemente. Se ponían los dos muy guapos, de guante y gabán, y medían todo el Retiro, hablando de la cosa pública, del reconocimiento del reino de Italia y de la guerra de Santo Domingo. El fotógrafo no había encontrado manera mejor de corresponder á la amistad de los Polos que retratándolos á todos con profusa variedad. Por esto se veían las paredes de la salita salpicadas de diferentes imágenes en cuantas formas se pueden idear: don Pedro, de hábitos, sentado; don Pedro, de paisano, con un libro en la mano; Marcelina, de mantilla, ante un fondo de ruinas y lago con barquilla; don Pedro y su madre, sobre telón de selva con cascada, ella sentada y estupefacta, él en pie mirándola, y otros muchos...

      Dos parentescos tenían los Polos en Madrid, ambos con venerables conserjes de establecimientos científicos. El de la escuela de Farmacia, padre de las dos guapas chicas que vimos aquel día en donde queda dicho, se declaraba primo de don Pedro en tercer grado. Su apellido era Sánchez y Emperador; pero á las niñas se las llamaba comúnmente las de ó las del Emperador. Doña Saturna, esposa de aquel don Florencio Morales que se emborrachaba con agua, era sobrina de doña Claudia. Á estos parientes consideraban más que á nadie los Polos, no sólo por sus cualidades y virtudes, sino porque doña Saturna poseía entre éstas una de grandísimo valor para don Pedro. Era la tal señora la más eminente cocinera que se ha visto, doctora por lo que sabía, genio por lo que inventaba, y artista por su exquisito gusto. Cuentan que en su juventud había vivido con monjas y servido después en casas de gran rumbo. Todo lo dominaba: la cocina rancia española y la extranjera, la confitería caliente y fría. De aquí que don Pedro la trajera


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