Adolfo Hitler. Adolfo Meinhardt
y que tampoco eso le importó. Años más tarde, sin embargo, presumió de haber leído a los grandes pensadores de la antigüedad, tanto a los del canon griego y romano como a sus contemporáneos alemanes y de otros países europeos.
“Leía mucho y concienzudamente en mis horas de descanso. Así pude en pocos años cimentar los fundamentos de una preparación intelectual de la cual hoy mismo me sirvo.
“Pero hay algo más que todo esto: En aquellos tiempos me formé un concepto del mundo, concepto que constituyó la base granítica de mi proceder de esa época. A mis experiencias y conocimientos adquiridos entonces, poco tuve que añadir después; nada fue necesario modificar. Por el contrario hoy estoy firmemente convencido de que en general todas las ideas constructiva, si es que realmente existen se manifiestan, en principio, ya en la juventud.” Mi lucha. Ibid. p. 32.
Se levantaba cada día con un nuevo odio y una nueva alucinación y su introversión, una vez adquirida, no tuvo nunca marcha atrás. Su vida íntima era un templo del que echaba con cajas destempladas a quien insinuara penetrar en él. Odiaba a los dinásticos austriacos, a los socialdemócratas, y pese a ser de raigambre católica rechazaba tajantemente su iglesia, al Papa y sus sacerdotes, especialmente a los jesuitas y su comunismo de sotana, despreciaba el sistema democrático de gobierno y a sus inútiles parlamentarios y odió profundamente a los checos, a los eslavos, rutenos, polacos, croatas y demás pueblos que conformaban el imperio Austro húngaro. También odió sin paliativos, por supuesto, a los desheredados con los que convivía y compartía las penalidades que conlleva la miseria. De sus odios no se libraban los negros y los gitanos y, cada día que transcurría se acercaba un poco más al odio rey de todos sus odios: los judíos, la maldita y tenebrosa secta que tres o cuatro mil años antes había florecido a orillas del Jordán. Estaba cercano el momento en que en su mente iban a convertirse en el peor engendro que había concebido Satanás. Con parecido ardor rabiaba sin freno contra los marxistas. En la residencia para varones, donde convivía con etnias distintas, todos lo tenían calificado como el ser más estrafalario que hubieran conocido nunca.
En la Viena de su miseria y sus fracasos pictóricos se endureció concienzudamente para lo que iba a ser hasta el fin de sus días. Fortaleció su poderosa voluntad y cultivó con mimo su falta absoluta de piedad. Las cualidades a las que hace referencia son la habilidad para mentir, la astucia para confundir, la inteligencia para engatusar a sus oyentes, para regalar el oído de los escépticos, para seducir a sus pares y para trazar el camino que un día sembraría de cámaras de gas y campos de exterminio, ese tenebroso infierno de los KZ que el mundo difícilmente olvidará. El tragadero insaciable de los campos de batalla, otra obra maestra de su malignidad también contribuyó a engullir a otros muchos millones de seres humanos en la pira de sus insensatos planes de conquista y dominación.
“Desde tiempos inmemoriales, la fuerza que impulsó las grandes avalanchas históricas de índole política y religiosa no fue jamás otra que la magia de la palabra hablada.
“La gran masa cede ante todo al poder de la oratoria. Todos los grandes movimientos son reacciones populares, son erupciones volcánicas de pasiones humanas y emociones afectivas aleccionadas, ora por la antorcha de la palabra lanzada en el seno de las masas, pero jamás por el almíbar de literatos estetas y héroes de salón.” Mi lucha. Ibid, p. 75.
Fingía hablar con sinceridad c cuando quería engañar a sus contrarios y sabía sonreír cuando lo que quería era insultar. En esa escuela aprendió que la lealtad es sólo un instrumento, que el sentimentalismo es una peligrosa debilidad, que la verdadera amistad no existe y que en política la rudeza empleada a fondo, la brutalidad sin condiciones, es el instrumento idóneo si es que buscas la gloria y quieres conseguir tus fines. Su falta de escrúpulos asombró a hombres que se jactaban de ser unos desalmados. Entrenó su voluntad para no aceptar la derrota y lo demostró en momentos muy críticos de su recorrido, conservándola intacta hasta los días finales de su satánico proyecto, cuando creyó qué si hacía de ella una vez más, el uso adecuado, derrotaría a los ejércitos de Georgi K. Zhukov (1896-1974) e Ivan j. Koniev (1897 -1973) cuando ya éstos le estaban derribando las últimas puertas en Berlín.
Por sus congéneres comunes de raza caucásica no sintió tampoco mayor respeto. La superioridad de la raza aria, pregonada por él, fue puesta en marcha por Heinrich Luitpold Himmler, (1900-1945) su hombre de más confianza para ese y otros criminales menesteres. Ya en el primer año de su mandato Himmler decretó una serie de medidas que ponían en la cuerda floja a los alemanes blancos que no encajaran en ellas. Quería la perfección racial obligando a los ciudadanos del montón a someterse a exámenes profundos para probar su pureza racial. Los hombres debían presentar una tabla genealógica impoluta a partir del año 1750. Las mujeres salieron un poco mejor paradas: en el código que dictaminaba su pureza bastaba que fuese probada desde 1800. En todo caso, tus ancestros debían poseer un expediente cristalino desde unas cinco generaciones atrás si es que querías ser ario.
En Mein Kampf Hitler dedica un capítulo completo a esa obsesión:
“También la historia humana ofrece innumerables ejemplos en este orden, ya que demuestra con asombrosa claridad que toda mezcla de sangre aria con la de los pueblos inferiores tuvo por resultado la ruina de la raza de cultura superior. La América del Norte, cuya población se compone en su mayor parte de elementos germanos, que se mezclaron sólo en mínima escala con los pueblos de color, racialmente inferiores, representa un mundo étnico y una civilización diferente de lo que son los pueblos de la América Central y la del Sur, países en los cuales los emigrantes, principalmente de origen latino se mezclaron en gran escala con los elementos aborígenes. Este sólo ejemplo permite claramente darse cuenta del efecto producido por la mezcla de razas. Mi lucha. ibid. p. 157
“Ya es una consecuencia de la acción del movimiento nacional-socialista el hecho de que en la actualidad todo género de asociaciones, sociedades y simples grupos, y si se quiere hasta “grandes partidos”, reclaman para sí el derecho de adjudicarse la denominación “volkisch” (racista). Sin nuestra influencia, jamás se les habría ocurrido a ninguna de tales organizaciones ni siquiera pronunciar esa palabra; probablemente no habrían tenido ni la más remota idea de su significación y en particular sus hombres dirigentes habrían carecido de toda relación con el sentido profundo que este concepto entraña…” Mi lucha. Ibid. p. 240
Cuando terciaba el tema del hombre como rebaño, Hitler tampoco se quedaba corto en sus improperios. Definía a sus congéneres no arios como ambiciosos, pero llenos de codicia, ávidos de poder, pusilánimes, ruines, corrompidos ingratos e insignificantes. En sus años en la cumbre se aplicó la cárcel de por vida para los homosexuales de ambos géneros, y los asilos para minusválidos y de enfermos mentales sufrieron mermas continuas de inquilinos sin que nadie se atreviera a indagar el destino de los ausentes. En esos duros días nadie hablaba tampoco de los KZ, los temibles campos de exterminio repletos de seres condenados a dormir diariamente pensando que no despertarían, porque la muerte les miraba con sonrisa sardónica desde todos los rincones; respirando minuto a minuto su mísera existencia asidos a las sombras de una indescriptible y descomunal pesadilla.
El 30 de enero de 1941, en el Palacio de Deportes de Berlín, Hitler recordó la paternidad británica de esos terribles campos instalados en África por los colonizadores y que los nazis, desbordantes de cinismo, quisieron hacer de ello un punto a explotar en su propaganda para la guerra que libraban. En un panfleto dirigido a los franceses se explayaban en detalles escatológicos sobre el tema y recordaban que Inglaterra los había inventado en 1900 por considerarlos el medio idóneo para exterminar a los Boers y otros pueblos levantiscos de su Imperio. No salían mucho mejor paradas las clases populares europeas, a las que desdeñaba por su falta de cultura y les negaba inteligencia formativa para emitir juicios generales sobre la política. La política, solía decir, es el arte de saber utilizar todas las debilidades del género humano para lograr los propios fines. Y, por supuesto, así lo hacían los judíos:
“El desconocimiento que reina en el seno de las masas acerca de la verdadera índole del judío y la falta de penetración instintiva de nuestras clases superiores, permiten que el pueblo sea presa fácil de esa