Adolfo Hitler. Adolfo Meinhardt
alcalde lee su discurso donde canta la lealtad de los bosnios al Imperio. Pero el archiduque, indignado, no se contiene y denuncia en voz alta el intento de asesinato que él y su mujer acaban de sufrir. La duquesa Sofía lo calma y todo puede proseguir. La ceremonia en la alcaldía termina sin más incidentes y se toman ciertas precauciones, aunque nadie espera un segundo atentado. Sin embargo, se modifica el trayecto. Y en ese momento entran en juego esas fuerzas misteriosas que diseñan el destino de todos los humanos. El chofer del primer automóvil inexplicablemente equivoca el trayecto de su vehículo, el gobernador le ordena dar marcha atrás para corregir el error, y en la maniobra el coche en que va la pareja real se coloca justo en el sitio donde está esperando otro de los terroristas; Princip, que así se llama, con total frialdad dispara mortalmente contra el archiduque y hace lo mismo, sin apresurarse, contra la duquesa. El gobernador militar General Potoriek, instrumento inocente de la matanza, sobrevive sin un rasguño. Comienzan de esta manera los 33 días más largos de la moderna historia europea. Al final de ellos el monumental huracán del que hablo al comienzo de este largo párrafo, da comienzo a su sangrienta labor. En los inicios de agosto, como muy bien dijo David Lloyd-George (1863-11945), “los países de Europa habían resbalado por el borde y caído dentro del caldero hirviendo”. La Gran Guerra comenzaba. (La gran guerra y la revolución rusa. José Fernando Aguirre. Librería Editorial Argos, S.A. 1ª Edición. 1966 Barcelona. España).
De acuerdo, admitimos que habían “caído en el caldero”, pero sobre ello es obligado hacer una reflexión: todos nos asombramos todavía, 101 años después, de que seres humanos de todas las edades y condición, especialmente la gente joven que pocos meses más tarde serían simple carne de cañón, fueran a freírse en el caldero bajo una lluvia de rosas, mientras en la calles se bailaba, se cantaba, corría a raudales el champagne y los padres y las madres de todas las nacionalidades implicadas, llenos de júbilo lucían luminosas sus sonrisas mientras llevaban a sus hijos a inscribirse para ir a al matadero.
No voy a extender el comentario. Prefiero reproducir unas líneas de la primera página de “Tempestades de acero”, libro en el que Ernst Jünger, el gran escritor y pensador alemán pergeñó sus primeras notas en los gredosos campos de Francia, llenos, de muertos y de trincheras:
“Habíamos abandonado las aulas de las universidades, los pupitres de las escuelas, los tableros de los talleres, y en unas breves semanas de instrucción nos habían fusionado hasta hacer de nosotros un único cuerpo, grande y henchido de entusiasmo. Crecidos en una era de seguridad, todos sentíamos el anhelo de cosas insólitas, de peligro grande. Y entonces la guerra nos había arrebatado como una borrachera. Habíamos partido hacia el frente bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre…La guerra nos parecía un lance viril. Un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío.” Ernst Jünger. Tempestades de acero. Traducción del alemán de Andrés Sánchez Pascual. Tusquets Editores, S.A, 1987
En su odio a los Habsburgos Hitler tampoco frenó nunca su lengua ni su pluma para expresarlo:
“Cuando en Múnich se difundió la noticia del asesinato del Archiduque Francisco Fernando (estaba en casa y oí sólo vagamente lo ocurrido) me invadió en el primer momento el temor de que tal vez el plomo homicida procediese de la pistola de algún estudiante alemán que, irritado por la constante labor de esclavización que fomentaba el heredero del trono austríaco, hubiese intentado salvar al pueblo alemán de aquel enemigo interior… …Pero cuando poco después me enteré del nombre de los supuestos autores del atentado y supe, además, que se trataba de elementos serbios, me sentí sobrecogido de horror ante la realidad de esa venganza del destino insondable. ¡El más grande amigo de los eslavos cayó bajo el plomo de un fanático eslavo!” Mi lucha. Ibid. p. 98.
9.
Hitler recibió el estallido de la conflagración como un regalo de lo Alto. Se había pasado todos esos años, desde su fracaso en la Academia de Arte en 1907, convencido en lo más profundo de su ser que nunca se convertiría en un gran artista. Había malgastado el tiempo acariciado por sus absurdas quimeras y ahora sólo persistía en su mente la loca creencia de que aún podía llegar a ser un arquitecto de postín. Lo que seguía sin encontrar era la fórmula para conseguirlo. Siempre había sido y seguía siendo un don nadie, un marginado sin arte ni beneficio. No tenía calificaciones que le permitieran presumir. No tenía relación personal con ninguna persona de cierta significación a la que solicitar ayuda o recomendación. Pero de la noche a la mañana el ente maligno que vivía en él se desperezó en su cerebro y se dio cuenta, ya con veinticinco años sobre sus espaldas, que en sus manos tenía una causa a la que le podía sacar partido, algo que podía llegar a ser un empleo a tiempo completo, una vía para tener camaradas y un camino para encontrarse a sí mismo a través de la disciplina y, como todo ser humano normal ser, de alguna manera, útil a la sociedad. Es cierto que en la guerra el peligro era evidente, pero él tenía el valor para afrontarlo. Fue así como iba a conseguir, en ese extraño mundo en que vivía, convertir el regimiento en el que le tocó servir, en el hogar que muchos años atrás tuvo cuando vivía Klara, su querida y añorada mamá:
“Fueron las horas de mi liberación, las que me aliviaron de la angustia que pesaba en mí desde mi juventud. No me sonrojo hoy al reconocer que me dejé llevar por el entusiasmo del momento y que caí de rodillas para dar gracias al Cielo de todo corazón por la gracia que me concedía al permitirme vivir ese instante. Hitler, Estudio de una tiranía. Alan Bullock. Versión española de Emma Ladd de Saro, Julio Luelmo y Amando Lázaro Ros. Biografías Gandesa México D.F. 1955
Pero todo ese entusiasmo, cargado de romanticismo juvenil, era una entelequia. Los odios, las fobias y la maldad habían enraizado en lo más hondo de su alma, junto con el demonio que lo tutelaba, y allí iban a seguir hasta el día de su muerte. La Gran Guerra y el regimiento sólo fueron un intermézzo que no cambió en nada lo fundamental de su modo de ser y de pensar.
El 1º de agosto de 1914, en una fotografía —Heinrich Hoffmann (1885-1957) la aprovechó años después para ganar mucho nero cuando fue fotógrafo oficial del régimen nazi— se le ve delante de la Feldherrnhalle de la Plaza del Odeón, en Múnich, fundido en la multitud que lanza vítores y entona canciones bélicas por la declaración de guerra. Sin tardanza, un par de días más tarde Hitler escribe una petición al rey Ludovico III de Baviera solicitando su admisión voluntaria en un regimiento bávaro, pese a tener la nacionalidad austriaca. ¡Y fue admitido!, quizá debido a la enorme confusión y entusiasmo del momento, pero fue admitido. El único organismo gubernamental con ese poder era el ministerio de la guerra, no una delegación cualquiera, como resultó ser la que aprobó su alistamiento. Poco más tarde estrenaba el uniforme con el que vestiría los siguientes seis años sin interrupción.
“Sin duda que la Cancillería del Gabinete tenía mucho que hacer en aquellos días; fue por eso mayor mi alegría cuando ya a la mañana siguiente me era dado recibir la noticia de mi admisión. Debía, pues, comenzar para mí, como por cierto para todo alemán, la época más sublime e inolvidable de mi vida. Ahora, ante los sucesos de la gigantesca lucha, todo lo pasado debía hundirse en el seno de la nada.” Mi lucha. Ibid. p.100
Flamante soldado del décimo sexto regimiento bávaro de infantería, en él iba a encontrarse con Rudolf Hess (1894-1987), también voluntario, y con el escribiente de la unidad, un sargento mayor de nombre Max Amann (1895-1957*) que se convertiría pocos años más tarde en el gerente administrativo del periódico oficial del partido nazi y de la casa editorial del mismo. La pandilla de la esvástica no existía todavía, pero en el horizonte se empezaba a perfilar.
*MAX Amann fue el hombre que sugirió a Hitler —siendo su editor— cambiar el largo título que había escogido para su libro de reflexiones por “Mi lucha”, muy breve, pero impactante, Él en persona, además, como Gerente de la Editora Central del Partido Nacionalsocialista Franz Eher Nachflg. G. m. b. H. sita en Múnich, dirigió la publicación de las numerosas ediciones impresas en vida del autor.
Al frente no llegó su unidad hasta muy avanzado el mes de octubre y Hitler tuvo su primera experiencia de combate cara a los ingleses y belgas en Ypres, en uno de los enfrentamientos más reñidos