Adolfo Hitler. Adolfo Meinhardt

Adolfo Hitler - Adolfo Meinhardt


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a los ojos de sus enemigos, por haber abierto camino al cumplimiento estricto del infame tratado de paz. Los Freikorps, un enemigo siempre feroz y temible, tanto para la izquierda como para los llamados “traidores de noviembre”, siguieron su camino de sangre y fueron refugio y escuela de nobeles terroristas y fanáticos nacionalistas aficionados a practicar la delincuencia política para favorecer sus planes. Su presencia activa deformó la vida de los alemanes hasta muy avanzado 1924 y reapareció fugazmente, de nuevo, en 1929.

      En Múnich era evidente que había, cada vez más, valiosos oficiales en activo o que habían pertenecido al ejército regular. Sabían que con la derecha al mando esa ciudad era un cómodo refugio para ellos. Estaban, por nombrar algunos, individuos de prestigio, el general Franz Ritter von Epp (1868-1946) y su ambicioso asistente, mayor Ernst Roehm (1887-1934), un soldado de cuerpo entero dispuesto, con su superior, a infringir la ley cada vez que fuera necesario, si al hacerlo abría camino para incumplir todas y cada una de las limitaciones que en Versalles habían impuesto los vencedores al poderío bélico alemán. Hombres inteligentes la mayoría, entendieron desde el primer momento que sólo unidos y disciplinados, conseguirían reconstruir un día la fuerza que los había convertido en una gran nación. Eran, además de patriotas, individuos que veían a distancia e intuían que sí el núcleo perduraba, un día llegaría la revancha, como en efecto a punto estuvo de suceder.

      En los ministerios bávaros ocupaban puestos bien escogidos muchos nacionalistas que durante la conflagración habían servido en la reserva y eran abiertos a hablar con quién les pidiese orientación. Ernst Poehner (1870-1925), el primero en el escalafón de la Policía de Múnich, se hizo famoso cuando respondió a alguien que le preguntó si estaba al tanto del alto número de delincuentes políticos que vivían en Baviera: “Si, pero no hay bastantes”, respondió. Franz Gürtner (1881-1941), futuro ministro de Justicia con Hitler trabajaba en el ministerio de Justicia bávaro y Wilhelm Frick (marzo 1877-octubre 1946) que era ayudante de Poehner en la policía, también llegaría a ministro de Interior del régimen nazi.

      En la mente de todos esos hombres el sueño del resurgimiento ocupó gran parte de sus vidas: aplastar a la República, borrar de los papeles la pesadilla de 1918 y reponer a Alemania en su puesto de máxima potencia continental, devolviendo a su ejército la prerrogativa de ocupar el máximo escalafón que siempre había ocupado entre los ejércitos del Continente. Tal fue el prometedor proscenio que Adolfo Hitler pensó dar a los milites cuando puso en marcha su meteórica carrera hacia el desastre.

      Uno de los más distinguidos biógrafos de Hitler sostiene que:

      “La guerra y el impacto que la guerra dejó en las vidas de millones de alemanes fueron elementos esenciales para el auge de Hitler y del partido nazi”. Alan Bullock. Ibid. p. 31

      Y esa aseveración aplicada a Hitler y a sus seguidores, visto lo visto no admite discusión.

      Los pueblos modernos —admitidos los inevitables matices— se debilitan indudablemente con las guerras, especialmente cuando estas son sangrientas y prolongadas. La onerosa pérdida de vidas jóvenes, especialmente, y la desaparición —a veces casi total— de infraestructuras fundamentales los puede llegar a poner a los implicados al borde de la bancarrota. En la contienda que estamos comentando el pueblo alemán, que conservó libre de destrucción la totalidad de su extenso país, tuvo que devolver forzosamente a Francia la Alsacia y la Lorena y fue despojado, además, de ubérrimos territorios, especialmente en su frontera con Polonia. A esto hubo que agregar la humillante y descomunal factura, en metálico y bienes, que le obligaron a pagar los vencedores. El malhadado Tratado de Versalles fue impuesto a rajatabla por los franceses, pese a la tibia oposición del presidente Wilson y al pueblo alemán, ya sublevado en su ánimo por la inesperada noticia de una derrota tan contundente, forzó los cambios que tenían que venir, y vinieron, especialmente en Europa central y oriental, donde todos los alemanes bajo el amparo de Prusia habían jugado durante siglos un papel estabilizador sin parangón. Ya hemos visto que el Imperio de los Habsburgo y de los Hohenzollern habían seguido los pasos del Otomano y a los tres nombrados sé agregó el de los Romanov, desaparecido en 1917, un año antes que los otros A los cuatro les guardó la historia un rincón en sus páginas, pero cualquier otro vestigio de ellos es tema reservado para especialistas. El hombre común los borró de su memoria y nunca más resucitarán. Y la consecuencia desde el lado Este del Rin hasta las riberas del Oder, la inseguridad, el miedo y la incertidumbre se extendieron como una furiosa e inmensa manada de lobos fuera de control, por todos los rincones en que habían gobernado la Alemania imperial y la caduca dinastía austriaca. En lo que a Alemania toca, aplastada por el peso de la revancha francesa, que no se movió nunca del Palacio de Versalles, donde el curso de las deliberaciones lo marcó siempre ella, acabó por contaminar al grupo de países que componían la Gran Entente. Así se llegó a lo que pasaría a la historia como uno de los errores o tropelía capitales del farragoso y sangriento siglo xx. Esta costosa equivocación, al impedir en su momento toda reflexión ponderada, impuso alevosamente las condiciones de paz más atroces, onerosas y humillantes que se le hayan aplicado a un país en la edad moderna. Y tal disparate, aceptado por todos a pesar —como antes dije— de la tibia oposición del l presidente Wilson, obligó a Alemania, hundida en el desconcierto, a aceptar el precio desmesurado de unas cifras que forzaron a un pueblo ya extenuado a un enorme esfuerzo que implicaba nuevos sacrificios. Ese error de los vencedores gravó con fuego y por muchos años, en setenta millones de seres humanos, la idea de venganza que llevó a Hitler al poder. Este estado de cosas, además, se iba a hacer eterno para cada uno de los súbditos del fenecido Imperio, porque además de inicuo duró demasiado para ellos. Fue entonces cuando el Cabo de Lanceros, el político en ciernes que nunca antes había sido, protagonizó su primera aparición en un gran escenario, aliado a un general de alto rango, héroe de guerra y con un prestigio singular.

      El régimen republicano nacido de la derrota tuvo que hacer frente a una amenazante izquierda radical, que se veía dueña de la situación y quería aplicar en el país el mismo totalitarismo tiránico comunista que ya tenía bajo su yugo el inmenso territorio que había sido de los zares. Pero no menos intolerante fue la derecha extrema, para la que la débil República de Weimar debía desaparecer. Muchos la acusaron a esa joven república sin ningún derecho, pero con mucho desparpajo, de ser la causante de la derrota y la rendición por la labor de sabotaje puesta en práctica por sus componentes socialistas durante el conflicto. Finalmente, izquierda extrema y derecha extrema, casi sin distingos, se soliviantaron definitivamente cuando el gobierno dirigido por los socialdemócratas firmó, en 1919, un tratado de paz repleto de condiciones inaceptables. Este acto fue visto por Alemania entera como una bellaquería contra el pueblo en su conjunto. Desde ese mismo día se consideró a los republicanos del gobierno como cínicos, desvergonzados y aliados de la Entente que había conseguido la victoria.

      El gobierno en el poder era democrático, sin duda, y se sabía firmemente apoyado por los demócratas de la izquierda, pero estaba atado de pies y manos por la izquierda radical, que exigía que aplicara mano dura contra la derecha y la aplastara con contundencia. Esta perentoria exigencia la avalaba lanzando sus huestes a las calles y provocando huelgas y peleas callejeras que siempre dejaban heridos y muertos tras las cargas policiales. La exacerbación de esa izquierda incrementó la animosidad de la extrema derecha, que empezó a ver en la República de Weimar una excrecencia purulenta que había que extirpar.

      Y no eran sólo las clases antiguamente dominantes, que buscaran la protección de sus intereses, las que pensaban así; no eran sólo los magnates del comercio, los industriales de la industria pesada, los junkers y los altos oficiales licenciados; tampoco eran sólo los nobles de cuna luchando por conservar sus privilegios; eran también los suboficiales de reciente promoción y la masa del pueblo que había dado su sangre en las trincheras y ahora veía, con estupor y profundo desconsuelo, que habían sido traicionados por la retaguardia que se emboscó para no luchar, por el Kaiser Guillermo, que los abandonó y huyó cobardemente a Holanda, dejando el país al borde de la guerra civil. Tampoco hizo el Kaiser nada, antes de huir, para impedir que la izquierda democrática de Friedrich Ebert (1871-1925) tomara el control del poder y firmase un armisticio sin condiciones que permitió a los vencedores imponer las atroces resoluciones gestadas en Versalles. Las huelgas se extendieron como los hongos en el campo, ya antes del armisticio,


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