Adolfo Hitler. Adolfo Meinhardt

Adolfo Hitler - Adolfo Meinhardt


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acusaban a los citadinos de arramblar con las cosechas y los animales de granja. Los motines eran hecho común un día sí y otro también, pero eran reprimidos y disueltos sin contemplaciones por los cuerpos policiales. Estaba también, y no en menor medida, la especulación, creciente ya desde el último año de la guerra, propiciando la aparición de una delincuencia galopante que aprovechaba el caos y el hambre para enriquecerse. Esta situación se hizo permanente y acabó siendo un verdadero dolor de cabeza para las autoridades, que desde el comienzo se vieron continuamente desbordadas. Y como siempre sucede en estos casos, fue el gobierno el que pagó los platos rotos al responsabilizarlo toda la población del desbarajuste, de la falta de trabajo, de la ausencia de autoridad, de la escasez de artículos de consumo diario en los mercados, del acaparamiento, de los motines y del descontento. A este inmenso revoltijo no tardaron en sumarse más grupos de oficiales de grados inferiores licenciados sin previo aviso, que lamentaban la completa pérdida de su posición militar, las pagas atrasadas escamoteadas y el asco que les producía el cambiar la vida de campaña por el desorden, la rutina y la monótona vulgaridad de la vida civil. Tampoco aceptaban las humillaciones y el desvergonzado saqueo al que estaban sometidos por las potencias vencedoras.

      14.

      La inmensa desesperanza, el desordenado y continuo ambiente revolucionario con su miedo aparejado, sus injusticias y atropellos sólo la supo entender Hitler desde el primer instante, y en ella empezó a buscar una forma de actuación que le permitiera mantener viva en todo momento la violencia extrema, partera y madre de todos los grandes cambios políticos logrados en la historia de la humanidad. En sus primeros mítines callejeros, donde se entrenaba para lo que presentía que podía suceder, denunciaba arrebatadamente a los especuladores y a los sinvergüenzas que de un modo u otro sacaban provecho descaradamente de la situación. En sus agresivos discursos fue perfeccionando su oratoria, instrumentalizó sus gestos y acabó siendo la voz mesiánica llena de aliento que había estado esperando el enorme ejército de damnificados por la derrota. Subido a una silla en cualquier cervecería, sobre una banqueta o en un estrado, nunca titubeó a la hora de llamar las cosas por su nombre y usó sin ningún rubor su agresivo estilo y su expresiva mímica para grabar su mensaje en el cerebro de los que lo escuchaban. Así, poco a poco logró lo que perseguía: ser admirado, seguido y respetado por sus famélicos oyentes, que vieron en él la redención de Alemania; pero también por los bien alimentados y los poderosos, que pensaron que era el instrumento enviado por el diablo para colmar sus codicias y sus torcidas ambiciones.

      Acudiendo a Mein Kampf leemos:

      “El fórum más amplio, de un auditorio directo, no está en el hemiciclo de un parlamento. Hay que buscarlo en la asamblea pública, porque allí se encuentra miles de gentes que vienen con el exclusivo fin de escuchar lo que el orador ha de decirles, en tanto que en el plenario de una Cámara de diputados se reúnen sólo unos pocos centenares de personas congregadas allí, en su mayoría, para cobrar dietas… Mi lucha. Ibid. p. 74

      “Desde tiempos inmemoriales, la fuerza que impulsó las grandes avalanchas históricas de índole política y religiosa no fue jamás otra que la magia de la palabra hablada.” Mi Lucha. Ibid. p. 75

      “La gran masa cede ante todo el poder de la oratoria. Todos los grandes movimientos son reacciones populares, son erupciones volcánicas de pasiones humanas y emociones afectivas aleccionadas, ora por la diosa cruel de la miseria, ora por la antorcha de la palabra lanzada en el seno de las masas… pero jamás por el almíbar de literatos estetas y héroes de salón.

      “Únicamente un huracán de pasiones ardientes puede cambiar el destino de los pueblos; mas despertar pasión es sólo atributo de quien en sí mismo siente el fuego pasional.” Mi Lucha: ibid. p. 75.

      “Dado que las masas tienen sólo un conocimiento muy ligero de las ideas abstractas, sus reacciones dependen más del dominio del sentimiento de donde arrancan las raíces de sus actitudes, tanto positivas como negativas… El terreno emocional de su actitud suministra la razón de su extraordinaria estabilidad. Es siempre más difícil luchar contra la fe que contra la sabiduría.” Alan Bullock. Ibid. p.46

      Así lo dejó escrito en su biblia personal. Y con la “magia de la palabra” y otros recursos menos ortodoxos, ayudado por Satán manejó sin pudor y sin complejos a políticos banales y cortos de miras, los mismos que le entregarían un día no lejano, en pulida bandeja, la cancillería del Reich. Y por si le faltara algo a este gigantesco drama, ya Hitler metido hasta el cuello en la que sería la trampa rusa, se disparó hasta límites increíbles lo que ya era una endemia en Alemania: el odio a los judíos, ¡naturalmente! El Holocausto; “la solución final” había recibido en Vannsee luz verde para actuar. En Europa, como bien demuestra la historia, los descendientes de Isaac y de Jacob han sido el chivo expiatorio por excelencia desde que se esparcieron por el mundo, expulsados de su rincón mediterráneo por Tito y sus legiones victoriosas el año uno de nuestra era. Muy lejos en el tiempo ya se practicaba en el viejo continente la caza del judío apenas aparecía una calamidad, cualquiera que esta fuese. Y fue una terrible pestilencia, una más entre muchas terribles pestilencias que sufrió la Edad Media la que apareció en 1347 en forma de peste extremadamente virulenta. La peste bubónica o peste negra, como fue llamado el flagelo que despobló el continente europeo lo trajeron de Asia Menor, en sus barcos cargados de podredumbre, los mercaderes venecianos y genoveses que atracaban en Marsella, Génova y otros grandes puertos europeos ante la mirada pasiva de las autoridades de los mismos, imposibilitadas de tomar medidas dado el primitivo estado de los recursos médicos y sanitarios. La plebe europea, diezmada y aterrorizada propagó casi de inmediato, unánimemente, que el mortal azote era el castigo que Dios les imponía por la presencia cada vez mayor de judíos en todos los rincones del viejo continente. Y ya dicho aquello nadie pudo contenerlos. El Papa Clemente VI rogó al cielo por sus vidas y vetó de inmediato que fuesen perseguidos por los aterrados habitantes de pueblos y ciudades, pero en vano. No bastó que lo judíos murieran, también en masa, víctimas del bacilo, tanto como los cristianos. Fueron quemados vivos, lanceados y linchados sin compasión porque eran y son, con pestes y con guerras, o sin ellas, nuestro chivo expiatorio por los siglos de los siglos.

      Este enésimo y alevoso ataque ellos, que surgió en los cruentos días de diciembre y enero de 1941-42, cuando la Unión Soviética flaqueaba ante el masivo aempujón de la Wehrmacht; ese asalto contra una etnia que ya estaba siendo exterminada en cámaras de gas improvisadas en camiones y en fusilamientos en masa al borde de enormes fosas colectivas, hábilmente justificado con falsedades que no resisten el análisis, y muy bien dirigido por los expertos criminales de las SS, fue el más completo intento de los nazis para poner definitivamente en marcha la exterminación total de los judíos europeos tal como lo exigía el diabólico proyecto que Reinhard Heydrich formuló para Hitler en la histórica conferencia de Wannsee, en enero de 1942. Esa atroz minuta (la copia 16 ) que los fiscales americanos descubrieron casualmente en marzo de 1947 perdida en un montón heterogéneo de papeles, refrendada con el sello Geheime Retchssache (asunto secreto del Reich) preservada en una carpeta con el membrete del ministerio de Relaciones Exteriores; papeles calificados por sus descubridores como “Acaso el documento más vergonzoso de la historia”, dado su execrable contenido, que no era otro que el plan definitivo para el que Heydrich había convocado a los hombres que sabía más idóneos, bajo su dirección, con el fin de dar forma definitiva a la eliminación física de todos los judíos que aún sobrevivientes en territorio europeo conquistado y por conquistar. Funcionarios de la administración civil, altos dirigentes del NSDAP y oficiales cuidadosamente seleccionados de las SS acudieron el 20 de enero de 1942 a una lujosa mansión berlinesa situada en las afueras de la ciudad y muy cerca del lago que prestó su nombre a la reunión criminal más famosa de la historia reciente de la humanidad.

      La preocupación central de Hitler aquellas últimas semanas de 1941, con Wannsee y sus decisiones a las puertas y sus ejércitos avanzando victoriosos hacia el corazón de Rusia, era la martingala más idónea para que el pueblo alemán no preguntara por los miles de judíos alemanes que todavía vivían en condiciones infrahumanas en los campos de exterminio y que inevitablemente iban a perecer en la gran matanza que se estaba poniendo en marcha. Su equivocada declaración de guerra a los Estados Unidos le vino también,


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