Adolfo Hitler. Adolfo Meinhardt
de la organización del partido, pero fuera de la enumeración de algunos postulados no había nada: ningún programa, ni un volante de propaganda, en fin, nada impreso; carecía de tarjetas de identificación para los miembros del partido y por último hasta de un pobre sello. En realidad sólo se contaba con fe y buena voluntad. Desde aquel momento desapareció para mí todo motivo de hilaridad y tomé la cosa en serio.
“Lo que aquellos hombres sentían lo sentía también yo: era el ansia hacia un nuevo movimiento que fuese algo más de lo que hasta entonces era un partido en el sentido corriente de la palabra. Me hallaba seguramente frente a la más grave cuestión de mi vida: declarar mi adhesión o resolverme por la negativa”. Mi lucha. Ibid. P. 129
“Después de dos días de cavilar y engolfarme en meditaciones llegué al fin a la persuasión de que debía resolverme positivamente. Esa fue sin duda la resolución más decisiva de mi vida. Retroceder no era ya posible, ni podía hacerlo.
“Me hice pues miembro del Partido Obrero Alemán y obtuve un carnet provisional marcado con el número siete.” Mi lucha. Ibid. p. 130
Firmaron el acta, se aprobó y se informó sobre la escasa correspondencia: tres cartas que se habían recibido. Se leyeron y se aprobó la contestación. Pero Hitler ya había tomado su decisión. Le atrajo la modestia del ambiente, vio que era el sitio adecuado para empezar desde abajo e imponer sus ideas sin oposición ninguna; su instinto le decía de no abandonar: si persistía podía crear algo importante. En otro de los partidos ya existentes, que pululaban como las moscas, intuía que no tendría esa posibilidad. Pidió dos días para reflexionar y se unió al grupo de Drexler como séptimo afiliado, según él mismo siempre afirmó, aunque lo de séptimo, según se comprobó más tarde, resultó que no era verdad. Antón Drexler en 1940, con Adolf Hitler en el pináculo de su gloria, lo dejó claro en una esquela que nunca se atrevió a enviar:
“Nadie sabe mejor que tú mismo, mi Führer, que nunca fuiste el séptimo miembro del partido, sino como máximo el séptimo miembro del comité al que yo te pedí que te incorporaras como jefe de reclutamiento. Y hace unos cuantos años tuve que quejarme a una oficina del partido de que tu primer carnet de miembro válido del DAP, con la firma de Schüssler y la mía, estaba falsificado, que se había borrado el número 555 y se había puesto el número siete.” Ian Kershaw. Ibid. p.145.
Digamos, para terminar, que en la cervecería aquel lejano día, y sin perderle pista a lo que decía su pupilo, Satanás, sentado en un oscuro rincón sonreía, al tiempo que hacía encaje de bolillo.
También tuvo que ver Karl Mayr, y mucho, en el ritmo que siguieron aquellos acontecimientos. Una carta de él al golpista exiliado Wolfgang Kapp, así lo asevera:
“El partido nacional de los trabajadores debe proporcionar la base para la vigorosa fuerza de asalto que estamos esperando… Tenemos jóvenes muy capaces. Un tal Herr Hitler, por ejemplo, se ha convertido en una fuerza motivadora, un orador popular de primera fila. En la sección de Múnich tenemos dos mil miembros, frente a los menos de cien que teníamos en el verano de 1919”. Ian Kershaw. Ibid. p. 147.
La contundencia de Hitler, su poderosa voluntad, su ambición y uso indiscriminado de la fuerza, fuese cual fuese su intensidad, ya tenían cauce. Iba a poner toda su energía, su inteligencia, su falta de escrúpulos, y su indudable genio político al servicio del proyecto. Con lentitud y firmeza iba a impulsar al partido y a los miembros del comité, faltos de ideas y carentes de formación, a buscar medios idóneos que ayudaran a reclutar nuevos seguidores. Se compró un multígrafo con el exiguo dinero existente en caja, se publicó un pequeño anuncio en un periódico y se alquiló una sala más espaciosa para las reuniones que, a partir de entonces, se realizaron con mayor frecuencia. Hitler discursó por primera vez en la Hofbräuhaus Keller en el mes de octubre, pero asistieron sólo un poco más de cien personas. Karl Harrer, en aquel entonces presidente del comité, se atrevió a poner en duda su comentado talento para la oratoria. Pero el hombre persistió y fue aumentado el número de los que iban a escucharlo, y en octubre, cuando habló de Rusia y el tratado de Brest-Litovsk, y de Alemania y el tratado de Versalles, los oyentes rozaron la cifra de doscientos.
En los primeros meses Hitler, sin dudarlo, asumió personalmente la propaganda del partido y audazmente empezó a planificar su primer mitin de masas. Utilizó anuncios con mucho efecto. Karl Harrer se quedó con la boca abierta cuando vio a más de mil personas apiñadas en una sala de fiestas de la Hofbräuhaus, escuchando en silencio los discursos. Esta vez el orador fue el Dr. Dingfelder, pero cada vez más era Adolfo Hitler quien marcaba el rumbo y dictaba lo que había que hacer. Harrer, finalmente, presentó su renuncia como directivo. Un incidente que no tuvo nada de baladí le dio el pretexto que necesitaba. Hitler, poco a poco lo había aislado. Un estatuto hecho a su medida, y acordado con Drexler, fue el aviso que Harrer necesitó.
Casi seis años después de haberse puesto el uniforme militar, finalmente el 1º de abril de 1920 Hitler abandonó definitivamente el ejército y se entregó, a tiempo completo, a la tarea de hacer crecer el Partido de los Trabajadores Alemanes, del que iba apoderándose lentamente sin ningún pudor y sin titubear. Estaba convencido que si seguía en ese camino iba a llegar su oportunidad.
El que era ya el partido de Hitler y Drexler no significaba nada, sin embargo; era simplemente una organización nacionalsocialista más entre las tantas que operaban en Alemania. En la propia Baviera estaba el Partido Socialista Alemán, de Seep Dietrich, y en Austria y en el Sudete operaba el Partido Social de Obreros Alemanes, fundado antes de la conflagración. Fue este partido austriaco el que primero adoptó, en mayo de 1918, la denominación D.N.S.A.P. y usó la hakenkreus, (esvástica) como distintivo.
Hitler se había liberado finalmente de una de sus torturantes dudas; sabía ya que, pasase lo que pasase, nadie lo iba a echar de la política, donde ahora tenía un púlpito gracias al poder proselitista de su oratoria. Se estaba convirtiendo a la vez en un experto que conocía como se montaban esos actos, los poco ortodoxos métodos de los que se podía echar mano para amilanar al contrario, el instante psicológico ideal para provocar una interrupción que desconcertara al orador rival en su discurso y otras lindezas del oficio. También estaba aprendiendo a utilizar métodos expeditivos para aplacar a los alborotadores de izquierda, muy aficionados a sembrar el pánico entre los asistentes a los mítines contrarios a su ideología. Ya tenía el embrión de un grupo de matones dedicados a ello, embrión que se fue desarrollando lentamente y que a partir de 1920 creció a la par que el Partido hasta transformarse en las fuerzas de asalto (Sturmabteilung) o sea: las S.A. También estaba descubriendo todo el poder añadido que podía extraer de sus discursos. Había observado que podía remover los sentimientos más profundos de sus congéneres subiéndose a una tarima para dar rienda suelta a su verbo, lleno de pasión y plagados de palabras al alcance de los oyentes más obtusos. Pero, como no era tonto, desde la adolescencia había usado la reflexión como recurso y no ignoraba que sin el apoyo que el ejército le estaba prestando, su andar político no tendría nunca el impulso que lo ayudara a destacar. Sin el olfato y la intuición de Karl Mayr —aunque Hitler nunca lo reconoció así— quizá no se habría oído hablar de un tal Hitler en algunos rincones de Alemania. Y también intuía que todas las ayudas recibidas en su camino habrían valido muy poco sin la atmósfera creada por la derrota, especialmente en Baviera, donde quizá nunca habría encontrado oyentes para su talento. Ahora, en cambio, olvidadas ya las artes pictóricas y también la arquitectura, se abría ante él una amplia perspectiva política llena de oportunidades. Y no las iba a desaprovechar.
Cuando se enganchó al grupo de Antón Drexler era un don nadie; ahora, a tres años de aquello, recibía cartas de todos los rincones del país y en los círculos nacionalistas algunos exagerados llegaban a compararlo con Napoleón. Compararlo con el gran corso era una tontería, desde luego, pero también era un sueño del que no quería despertar. Su oratoria no buscaba la perfección lingüística y mucho menos las alturas de Demóstenes o Cicerón. Su hablar estaba a la altura de las masas que lo escuchaban y aplaudían su odio profundo, su burlona ironía y su hiriente desprecio hacia los que quería destruir. Y todo aquello no salía de la nada. Sus demonios lo alimentaban, por supuesto, pero poseía