Adolfo Hitler. Adolfo Meinhardt
Veintiséis años después, en Núremberg, Hans Frank (1900-1946), que había sido gobernador general de la Polonia esclava y su sayón mayor, esperando en su celda la inminente llegada del hombre que lo iba a colgar recordó el día de enero de 1920 en que, con diecinueve años, ferviente nacionalista, antimarxista por convicción y aburrido de tanto escuchar los insípidos discursos de oradores del montón, saboreó el ácido verbo de Adolfo Hitler por primera vez. Ahora, poniendo a un lado su dramática situación, y sin importarle lo que iba a ser de él no titubeó, y en pocas líneas dejó su testimonio para la posteridad:
“Aquella época era solo el orador popular grandioso, sin precedentes… y para mí, incomparable.
“Me impresionó mucho enseguida. Era completamente distinto y simple. Cogió el tema dominante del día, el Diktat de Versalles y planteó la cuestión básica: ¿Ahora qué, pueblo alemán? ¿Cuál es la verdadera situación? ¿Qué se puede hacer ya? Habló unas dos horas y media con frenéticas interrupciones de torrentes de aplausos… y podría haberle oído hablar durante mucho más tiempo, mucho más. Todo salía del corazón, y pulsaba un acorde en todos nosotros. Decía lo que estaba en la conciencia de todos los presentes y vinculaba las experiencias generales a la clara comprensión y los deseos comunes de los que estaban sufriendo y estaban esperando un programa”. En la materia en si no era original, sin duda… pero era el destinado a actuar como portavoz del pueblo… no ocultaba nada… del horror, la angustia, la desesperación a que se enfrentaba Alemania. Pero no solo eso. Mostraba un camino, el solo camino que quedaba a todos los pueblos arruinados de la historia, el del desagradable nuevo comienzo desde las profundidades más hondas a base de valor, fe, diligencia en la acción, trabajo duro y devoción a un objetivo grande, luminoso y compartido… Se puso bajo la protección del Todopoderoso con una exhortación profundamente seria y solemne a la salvación del obrero y del soldado alemán como la tarea de su vida… Cuando terminó no cesaban los aplausos… A partir de esa noche, aunque no era miembro del partido, estaba convencido de que si había un hombre que pudiese hacerlo, ese hombre era él, solo Hitler sería capaz de dirigir el destino de Alemania.” Ian Kershaw. Ibid. p.164
18.
Hitler detectó como nadie la profunda decepción del pueblo alemán, la incontenible rabia, la agresividad, el desencanto, el temor y la peligrosa fiereza contenida que se palpaba en los ambientes enrarecidos de sus mítines. Pero con el golpeteo constante de sus frases, la convicción que de él emanaba y la calificación simple que hacía de la enfermedad alemana y las recetas que daba para su curación dejaba sin respiración a sus seguidores, que acabaron viendo en su persona al mesías que los habría de redimir.
“Dado que las masas tienen solo un conocimiento muy ligero de las ideas abstractas, sus reacciones dependen más del dominio del sentimiento de donde arrancan las raíces de sus actitudes tanto positivas como negativas… El terreno emocional de sus actitudes suministra la razón de su extraordinaria estabilidad. Es siempre más difícil luchar contra la fe que contra la sabiduría. La fuerza motriz que ha creado las más tremendas revoluciones en la tierra nunca ha sido un cuerpo de enseñanzas científicas, ésta no ha logrado jamás el dominio de las masas, pues es la devoción la que siempre las ha inspirado, y a menudo una especie de histerismo es lo que las ha impelido a la acción. Quien quiera que anhele adueñarse de las masas debe conocer la llave que abre la puerta de sus corazones. No es la objetividad, una actitud sin mácula, la que debe utilizarse, sino una voluntad resuelta apoyada, cuando sea necesario, por la fuerza.” Alan Bullock. Ibid. p. 46.
Supo inocular ese odio que había en sus prédicas y las ideas que en él latían a sus colaboradores más allegados, algunos de ellos con un nivel social y cultural por encima de la media, hombres que se le empezaron a sumar desde que era prácticamente un don nadie, un austriaco advenedizo y singular batido por el viento político que soplara en el momento. Supo hurgar en esos vientos, sin embargo, y aprendió a descifrar el mensaje que llevaran. Como en todos los hombres llevaba en embrión, muy en su interior, la semilla del bien, pero a flor de piel tenía incrustada la maldad y la perversión, que son y serán siempre las hijas mimadas de la amoralidad. Tanto él como sus seguidores eran almas desoladas, abiertas al odio y carentes de contención, campos abonados para que el mal floreciera sin freno; hombres embrutecidos por la guerra y las privaciones, individuos sin escrúpulos, corazones agostados que no conocieron la piedad. Con esos compañeros hizo y deshizo lo que le vino en gana desde el primer día en que tuvo en sus manos el poder. Las masas de sus mítines, íntimamente despreciadas y vilipendiadas también supo llevarlas a su redil; como lo hizo con la aristocracia culta y arrogante el día siguiente de entrar en la cancillería. La clase media, en cambio, le causó mayores dificultades. fue más difícil con ella, tenazmente cristiana, conservadora y escéptica, tanto en los días dorados de su política anexionista (Renania, Austria, Chequia y Eslovaquia) como en los terribles años de la guerra de conquista que inició. En los campos de batalla de muchos países, algunos exóticos, descansan los huesos que gran parte de los jóvenes burgueses y proletarios que allí vertieron su sangre, junto a hombres de otras nacionalidades, en conquistas sin sentido que se inventó aquel megalómano preñado de malignidad. Un hombre al que individuos de idéntica calaña llegaron a adorarlo como a un dios; y toda esta matanza la hizo —quiero recalcarlo— sin que le temblara el pulso ni perdiera el apetito y sin distingo de sexo, edad ni condición social de los sacrificados; montó su espantoso aquelarre sin hacer distingos, y en la descomunal hoguera se quemaron también los que lo siguieron y escucharon reverencialmente hasta el final.
Hitler vio meridianamente claro el poder de la palabra y de la propaganda en la política y en la vida cotidiana y las utilizó para sus fines con brillantez, sin ningún escrúpulo, y tanto en la paz como en guerra, como siempre acostumbró. Las palabras honor, pudor y contención fueron vocablos huecos en su diccionario: Fue uno de los más grandes demagogos de la historia y su maestría al dirigirse a sus oyentes, fuese cual fuese el origen o condición social de éstos, le allanó el camino para cometer crímenes horrendos y alcanzar el primero de sus objetivos: machacar a Europa desde Hendaya hasta los confines donde el Volga vierte sus aguas en el mar Caspio. Y lo consiguió sin que una sola voz se alzara en su oscuro reino para detenerle. Hubo que esperar el cambio de tendencia, ya pisando sus exhaustos soldados las inmensas estepas asiáticas, para que se empezaran a escuchar los primeros gritos de terror y desesperación escapados de los trenes donde se hacinaban y morían los esclavos transportados como ganado que alimentaban las cámaras de gas, los hornos crematorios y las ergástulas de los campos de exterminio.
Por si eso no le bastara aún nos dejó algunas de sus más indecentes reflexiones:
“cuando haya que mentir, habrá que decir grandes mentiras, como lo hacen los judíos que obran sobre la teoría de que es una verdad por sí misma el que en toda mentira descomunal siempre hay una cierta fuerza de verosimilitud, por lo que las masas burdas de una nación se corrompen con mayor facilidad en el estrato más profundo de su naturaleza emocional que no consciente o voluntariamente, ya que debido a la simpleza primitiva de sus cerebros caen víctimas más rápidamente de la mentira grande que de la mentira pequeña… Nunca se les ocurrirá fabricar mentiras colosales, y no creerán que los demás puedan tener la impudicia de retorcer la verdad con tanta infamia… La calumnia brutal y descarada siempre deja huella detrás de sí, aun después de que ha sido desenmascarada.” Alan Bullock. Ibid. p. 46.
En estas pocas líneas podemos calibrar su descomunal falta de sensibilidad moral y la claridad despiadada con que definía a las masas que lo aclamaban.
En todo caso, como ya asomé antes independientemente de lo mucho o lo poco que hubiera cavilado sobre el uso de la propaganda en sus días de marginado social, fue en la política y la guerra donde profundizó y perfeccionó sus conocimientos sobre esa materia. En Mein Kampf le dedica alguna página que contiene sorprendentes reflexiones:
“Habituado a seguir con marcada atención el curso de los acontecimientos políticos, la actividad de la propaganda me había interesado siempre en grado extraordinario. Veía en ella un instrumento que justamente las organizaciones marxistas y socialistas dominaban y empleaban con maestría. Pronto debí darme cuenta de que la conveniente aplicación