Adolfo Hitler. Adolfo Meinhardt

Adolfo Hitler - Adolfo Meinhardt


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carácter áspero y desabrido, una mente en continuo proceso de radicalización, un corazón agostado por el odio y muy pocas ganas de trabajar, Hitler abandonó Viena. Los muchos años de fracaso no impidieron, sin embargo, que se siguiera considerando superior a cualquiera de sus semejantes. Incendiaba hábilmente el ambiente donde quiera que estuviera, con su verborrea radical; asustaba con sus espantosos accesos de ira cuando alguien le contradecía o impugnaba sus ideas, y físicamente la gente lo seguía viendo como un ente estrafalario y fuera de lugar.

      Abstracción hecha de que en Mein Kampf adultera la fecha de su salida de Viena, asegurando haberse marchado en 1912, lo cierto es que la versión oficial de la policía vienesa todavía lo identifica en el Albergue de Hombres en la primavera de 1913, que fue cuando recogió sus pocos bártulos y se marchó a Múnich. Seguramente lo retuvo un tiempo más en Viena —la “odiada ciudad”— la herencia que le correspondía de lo que había dejado su padre, legado que no recibió hasta el 20 de abril de 1913, cumplidos ya sus 24 años. A sus contertulios habituales en el refugio, por supuesto, nada les dijo de esto. Les argumentó que seguía pensando en la Academia de Arte y en sus posibilidades como pintor y es posible que así fuese, pues seguía llevando en sus carnes la llaga psicológica de sus dos fracasos y todavía soñaba con ser un pintor famoso o un arquitecto de postín.

      Se marchaba de Austria, donde había nacido y de dónde eran sus ancestros, despreciando el Imperio-Austrohúngaro, según decía, pero lo hacía, realmente, porque sabía que la policía le investigaba muy de cerca por cuestiones administrativas relacionadas con su incumplimiento del servicio militar. Quería poner tierra de por medio. Odiaba a los Habsburgo y su inacabable reinado y no se veía sirviendo en su ejército con checos, rutenos, serbios, croatas y demás sujetos del mismo apestoso pelaje. Tenía el convencimiento, además, de que mientras Francisco José durmiera en el Palacio Imperial de Hofburg, donde ya llevaba instalado 56 años, el germanismo en Austria no tendría ninguna posibilidad.

      “Mi antipatía contra el Estado de los Habsburgo creció cada vez más en aquella época. Estaba convencido de que este Estado tenía que oprimir y poner obstáculo a todo representante verdaderamente eminente del germanismo y sabía también que, inversamente, favorecía toda manifestación anti-alemana.”

      “Repugnante me era el conglomerado de razas reunidas en la capital de la monarquía austriaca; repugnante esa promiscuidad de checos, polacos, húngaros, rutenos, serbios, croatas, etc. Y, en medio de todos, a .manera de eterno bacilo disociador de la humanidad, el judío y siempre el judío.” Mi lucha. Ibid. p. 81

      8.

      Hitler diría más tarde, que los meses de su vida pasados en la capital bávara, antes de la guerra, habían sido los más placenteros de su vida. Y era completamente sincero al hacer tal afirmación. Ya hemos visto que estaba convencido que la cultura alemana en su país de origen era maltratada, y su acendrado nacionalismo germano no aceptaba esa situación. Además, eludiendo el ingreso en el ejército austriaco también dejaba bien claro que nunca lucharía por los Habsburgo en una guerra, y fue este el motivo por el que alegó, más tarde, razones políticas para justificar su deserción del servicio militar austriaco.

      Múnich era posiblemente, con Paris y Berlín, el centro más importante de la revolución cultural que se desarrollaba, con diferentes matices, en todo el Viejo Continente. Pero a Hitler tal cosa no le impactó. Las vanguardias culturales le traían al pairo. Se había quedado anclado en el siglo xix. Le llamaron la atención las mismas cosas que lo habían impresionado en Viena y nada más: las grandes obras arquitectónicas, los grandes bulevares, las galerías de arte y todas aquellas que tenían reminiscencias de Federico el Grande y Otto von Bismarck.

      En Múnich se creyó a salvo, pero poco tiempo después fue localizado por la policía y se le exigió presentarse en Linz para rendir cuentas. Haber huido de Austria para burlar el servicio militar lo convertía en desertor y era un delito que lo exponía a ser encarcelado. Ripostó haciendo gala de sus pocos recursos y suplicó presentarse en Salzburgo, por estar más cercano a Múnich que Linz. Conocer el carácter altanero de Hitler y leer su carta, fechada el 23 de enero de 1914, indica que estaba muy asustado. Su tono era conciliador, casi suplicante y esto rebajó la presión de las autoridades. Cedieron a su petición e hizo acto de presencia en Salzburgo para el examen de rigor. Tenía la suerte de cara, para su fortuna. Fue rechazado para el servicio militar y también para el auxiliar el 5 de febrero de 1914 debido a su mal estado de salud. Se cerró así un episodio muy incómodo de su vida. Josef Greiner, que lo conoció personalmente, en su libro “El fin del mito Hitler” abunda en detalles sobre este asunto, añadiendo que cuando los nazis invadieron Austria en 1938 pusieron en marcha una investigación minuciosa del affaire y el ya Führer de todos los alemanes (incluidos los ya también los austriacos) cogió una rabieta impresionante ante la impotencia de la Gestapo para hacerse con los papeles que lo incriminaban.

      Nuestro hombre no tardó mucho en encontrar una habitación amueblada en un tercer piso en un barrio humilde del norte de la ciudad, no lejos de la zona militar. Pero su existencia y su mala costumbre de vivir sin trabajar no cambiaron. Su haraganería era un hábito enquistado en sus genes. Hacía bosquejos, siempre copias mediocres de paisajes ya existentes y en algún momento diversificó su actividad hacia los anuncios y carteles comerciales. Sus eternas obsesiones artísticas no avanzaron un solo paso desde los días de sus fracasos vieneses. Se entusiasmaba con la pintura que contemplaba en las galerías de Múnich y con la monumentalidad de sus construcciones, y seguía soñando con hacerse arquitecto, pero de la contemplación gratuita y el ensueño no le pasó la cosa.

      Los recuerdos de algunos que lo conocieron son muy vagos; pero todos coinciden en que persistía en su mundo de fantasías, seguía creyéndose un coloso, seguía explayando sus oníricas teorías sobre los problemas raciales, sobre la religión, sobre el marxismo y, por supuesto, sobre el judaísmo. Casi siempre remataba sus peroratas con diatribas feroces sobre el mundo que lo rodeaba y sus habitantes. Para mucha gente seguía pareciendo un bicho raro, y cuando desaparecía de la vista de los pocos que se detenían a escucharlo éstos hacían chistes y se reían de sus extravagancias. Frecuentaba los cafés y las cervecerías para leer sin coste los periódicos y disputar de política, pero fue este hábito el que lo mantuvo relativamente cercano al trato normal con seres de su propia especie.

      Alguna vez llegó a hablar con el corazón en la mano, sin duda, pero seguramente, sólo cuando confesó en un discurso, pronunciado en Múnich, en 1933, que desde la época de sus penurias en Viena había aumentado sus conocimientos básicos muy poco, y ese poco no había cambiado nada en su interior.

      “Todas estas razones provocaron en mí el deseo cada vez más fervoroso de llegar al fin allí [Alemania], adonde desde mi juventud me atraían anhelos secretos e íntimas afecciones”. Mi lucha. Ibid. p. 82

      Confiaba en hacerme más tarde un nombre como arquitecto y así ofrecerle a la nación leales servicios dentro del marco ¬pequeño o grande que el destino me reservase. Finalmente aspiraba a estar entre aquéllos que tenían la suerte de vivir y actuar allí donde debía cumplirse un día el más fervoroso de los anhelos de mi corazón: la anexión de mi querido terruño a la patria común: el Reich Alemán.” Mi lucha. Ibid. p.82.

      “En la primavera de 1912 me trasladé definitivamente a Múnich. ¡Una ciudad alemana! ¡Qué diferencia de Viena! Me descomponía la sola idea de pensar lo que era aquella Babilonia de razas.” Mi lucha. Ibid, p. 83.

      Entre tanto, un gigantesco huracán incubado en las pailas del infierno amenaza con volcarse sobre Europa. El 28 de junio de 1914, terminadas las maniobras militares, el heredero del trono austriaco, archiduque Francisco Fernando (1863-1914), acompañado de su esposa Sofía llega a Sarajevo. Son las diez de la mañana y ya están tras sus pasos los seis conjurados que van a atentar contra él. Los subalternos del archiduque organizan el cortejo de cuatro automóviles que ha de llevarlos a la alcaldía, donde se celebrara la recepción oficial de los regios visitantes. Siguiendo al alcalde, que va en el primer automóvil viajan el archiduque y su mujer, siempre acompañados por el General gobernador. En el momento de atravesar el puente, Chabrinovitch lanza una bomba contra ellos, pero el chofer, que le ha adivinado la intención


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