La princesa de papel. Erin Watt

La princesa de papel - Erin Watt


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rel="nofollow" href="#litres_trial_promo">Capítulo 35

       Agradecimientos

       Sobre la autora

      Capítulo 1

      —Ella, te esperan en el despacho del director —dice la señora Weir antes de poner un pie en la clase de Introducción al cálculo.

      Echo un vistazo al reloj para comprobar qué hora es.

      —Pero si no he llegado tarde.

      Falta un minuto para las nueve y este reloj nunca falla. Lo más seguro es que sea el objeto más caro que poseo. Mi madre dijo que era de mi padre. Es lo único que dejó antes de marcharse, además de su esperma.

      —No, no es por llegar tarde… en esta ocasión. —Dulcifica su habitual severa mirada y mi instinto lanza una señal de alerta a mi lento cerebro adormilado. La señora Weir es dura de roer, y por eso me cae bien. Trata a los alumnos como si estuvieran aquí para estudiar Matemáticas de verdad en lugar de alguna lección vital sobre amar al prójimo y chorradas de esas. Así que su mirada compasiva significa que algo malo se cuece en el despacho del director.

      —Vale.

      No me encuentro en la situación de poder responder otra cosa. Asiento y me dirijo a las oficinas del instituto.

      —Te mandaré los deberes por correo —responde la señora Weir. Supongo que piensa que no volveré a clase, pero estoy segura de que el director Thompson no puede decirme nada que sea peor que a lo que ya me he enfrentado.

      Cuando me matriculé en el instituto George Washington para cursar mi penúltimo año, ya había perdido todo lo que me importaba. Aunque el señor Thompson haya descubierto de alguna manera que técnicamente no vivo en el distrito escolar del George Washington, puedo mentir para ganar algo de tiempo. Y si tengo que cambiar de instituto, que es lo peor que podría ocurrirme hoy, no pasa nada. Lo haré.

      —¿Qué tal, Darlene?

      La secretaria del instituto con peinado de madre apenas levanta los ojos de su revista del corazón.

      —Siéntate, Ella. El señor Thompson te atenderá enseguida.

      Sí, Darlene y yo nos tuteamos y nos llamamos por nuestro nombre de pila. Solo llevo un mes en el instituto George Washington, pero ya he pasado demasiado tiempo en esta oficina gracias a la creciente pila de avisos por llegar tarde a clase. Eso es lo que pasa cuando trabajas por la noche y no te acuestas hasta las tres de la madrugada.

      Estiro el cuello para echar un vistazo a través de las persianas abiertas de la oficina del señor Thompson. Hay alguien sentado en la silla para las visitas, pero lo único que veo es una mandíbula prominente y pelo castaño oscuro. Todo lo contrario a mí. Soy lo más rubia que se puede ser y tengo los ojos más azules del mundo. Cortesía de mi donante de esperma, según mi madre.

      El hombre sentado en el despacho de Thompson me recuerda a los empresarios de fuera que daban una generosa propina a mi madre para fingir ser su novia por la noche. Algunos hombres disfrutaban más con eso que con el sexo. Ese era el caso de mi madre, claro. Yo no he tenido que tomar ese camino… todavía. Y espero no hacerlo nunca. Por eso necesito terminar el instituto, para ir a la universidad, graduarme y ser una persona normal y corriente.

      Algunos jóvenes sueñan con viajar por el mundo y tener coches rápidos y casas grandes. ¿Y yo? Solo quiero mi propio apartamento, un frigorífico lleno de comida y un trabajo estable, a poder ser, uno tan interesante como secar pegamento.

      Los dos hombres hablan sin parar durante quince minutos. Entonces digo:

      —Oye, Darlene. Me estoy perdiendo Introducción al cálculo por estar aquí. ¿Te importa si vuelvo cuando el señor Thompson no esté ocupado?

      Intento parecer lo más simpática posible, pero al no haber tenido una figura adulta en mi vida durante años (mi inconstante y querida madre no cuenta), se me hace difícil ser todo lo obediente que los adultos esperan de alguien a quien legalmente no se le permite beber.

      —No, Ella. El señor Thompson acabará enseguida.

      Esta vez está en lo cierto, porque la puerta se abre y el director sale de su despacho. El señor Thompson mide aproximadamente un metro setenta y cinco y parece que hubiera acabado el instituto el año pasado. De algún modo, da la sensación de ser responsable.

      Me hace gestos para que me acerque.

      —Señorita Harper, pase por favor.

      ¿Que pase? ¿Mientras don Juan sigue dentro?

      —Todavía hay alguien en su despacho. —Puntualizo lo evidente. Todo esto parece sospechoso y mi instinto me dice que me vaya. Pero si escapo, dejaré atrás la vida que he planeado al detalle durante meses.

      Thompson se gira y mira a don Juan, que se levanta de su asiento y me saluda con una enorme mano.

      —Sí, bueno, él es la razón por la que está aquí. Entre, por favor.

      En contra de mi buen juicio, paso por delante del señor Thompson y me quedo de pie en el interior del despacho. Thompson cierra la puerta y baja las persianas. Ahora sí que estoy nerviosa de verdad.

      —Señorita Harper, siéntese, por favor. —Thompson señala la silla que don Juan acaba de dejar libre.

      De mala gana, me cruzo de brazos y miro a ambos. Ni en un millón de años voy a sentarme.

      Thompson suspira y se acomoda en su propia silla, pues reconoce una causa perdida cuando la tiene delante. Esto me hace sentir todavía más incómoda, porque el hecho de que se rinda ahora significa que hay una pelea más importante a la vista.

      El director recoge un par de papeles de su escritorio.

      —Ella Harper, este es Callum Royal —dice, y se detiene como si eso significase algo para mí.

      Mientras tanto, Royal me observa como si nunca hubiera visto a una chica. Me doy cuenta de que, al estar cruzada de brazos, tengo el pecho estrujado, así que dejo caer las manos a los costados con torpeza.

      —Encantada de conocerlo, señor Royal. —Queda claro para todos los que estamos en la habitación que pienso justo lo contrario.

      Mi voz lo saca de su aturdimiento. Camina hacia delante y, antes de moverme, me sostiene la mano derecha entre las suyas.

      —Dios mío, eres igual que él —susurra, de forma casi imperceptible. Entonces, como si recordara dónde está, me da un apretón de manos—. Por favor, llámame Callum.

      Percibo un tono extraño en sus palabras. Como si le costara pronunciarlas. Tiro de la mano y tengo que esforzarme, porque el tipo raro este no quiere soltarme. Hasta que el señor Thompson no carraspea, Royal no me suelta la mano.

      —¿De qué va todo esto? —pregunto. Al ser una chica de diecisiete años en una sala llena de adultos, mi tono está fuera de lugar, pero nadie pestañea.

      El señor Thompson se pasa una mano por el pelo. Es evidente que está nervioso.

      —No sé cómo decirle esto, así que seré directo. El señor Royal me ha contado que sus padres fallecieron y que ahora él es su tutor legal.

      Titubeo. Solo durante un segundo. Lo suficiente como para que la sorpresa se convierta en indignación.

      —¡Y una mierda! —digo antes de poder detenerme—. Mi madre me matriculó en el instituto. Tienen su firma en los formularios de ingreso.

      El corazón me late a toda velocidad, porque en realidad esa firma es mía. La falsifiqué para mantener el control de mi propia vida. Aunque sea menor de edad, he tenido que ser la adulta de la familia desde los quince años.

      Hay que decir a favor del señor Thompson que no me reprende por la palabrota.

      —Este


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