La princesa de papel. Erin Watt

La princesa de papel - Erin Watt


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de enseñarme ella misma. Veía vídeos o se colaba en clases del centro comunitario hasta que la echaban, y después volvía a casa para enseñarme.

      Adoro bailar y se me da bien, pero no soy tan estúpida como para pensar que será mi profesión, no a menos que quiera dedicarme a desnudarme. No, tendré una profesión práctica. Relacionada con el mundo de los negocios o el derecho, algo con lo que viva bien. Bailar no es más que un estúpido sueño de niña.

      Royal gime cuando me paso las manos por encima del corsé. No es el gemido que estoy acostumbrada a oír. No parece excitado. Parece… triste.

      —Ahora mismo se está revolviendo en su tumba —dice Royal con voz ronca.

      Yo lo ignoro. No existe para mí.

      —Esto no está bien —añade en un tono ahogado.

      Me echo el pelo hacia atrás y me aprieto los pechos. Noto como Bruno tiene la mirada fija en mí entre las sombras.

      Cien pavos por un baile de diez minutos y ya han pasado dos. Quedan ocho. Puedo hacerlo.

      Pero es evidente que Royal no. Un movimiento más y me agarra la cintura con las manos.

      —No —gruñe—. Steve no querría esto para ti.

      No tengo tiempo para parpadear, para digerir sus palabras. Se pone de pie, me alza y mi torso choca contra su ancha espalda.

      —¡Suélteme! —grito.

      No me escucha. Me lleva sobre su espalda como si fuese una muñeca de trapo, y ni siquiera la aparición de Bruno lo detiene.

      —¡Apártate de mi camino! —grita Royal cuando Bruno da un paso más—. ¡Esta chica tiene diecisiete años! Es una menor, y yo soy su tutor. Juro por Dios que si das un solo paso más haré que todos los policías de Kirkwood se presenten aquí, y tú y todos estos pervertidos iréis a la cárcel por poner en peligro a una menor.

      Puede que Bruno sea corpulento, pero no es tonto. Se quita de en medio con una expresión afligida.

      Yo no coopero tanto. Le doy puñetazos en la espalda y clavo las uñas en su cara chaqueta de traje.

      —¡Bájeme! —chillo.

      No lo hace. Y nadie lo detiene cuando se dirige a la salida. Los hombres del club están demasiado ocupados vitoreando y mirando lascivamente al escenario. Veo cierto movimiento: George llega hasta donde está Bruno, que le susurra algo al oído enfadado, pero después los pierdo de vista y una ráfaga de aire frío me golpea.

      Estamos fuera, pero Callum Royal sigue sin soltarme. Veo como sus elegantes zapatos taconean contra la acera agrietada del aparcamiento. Oigo un tintineo de llaves, un pitido alto y, después, vuelo por los aires hasta aterrizar en un asiento de cuero. Estoy en la parte trasera de un coche. Se cierra una puerta. Se enciende un motor.

      Dios mío. Este hombre está secuestrándome.

      Capítulo 3

      ¡Mi mochila!

      ¡Mi dinero y mi reloj están dentro! El asiento trasero del mastodonte que Callum Royal llama coche es lo más lujoso en lo que me he sentado en toda mi vida. Una pena que no tenga tiempo para apreciarlo. Tiro de la manilla, pero no consigo abrir la maldita puerta.

      Desvío la mirada hacia el conductor. Es muy imprudente, pero no tengo otra opción; me impulso hacia delante y agarro el hombro del conductor. Tiene el cuello del tamaño de mi muslo.

      —¡Dé la vuelta! ¡Tengo que volver!

      Él ni siquiera se encoge. Tiro unas cuantas veces más, pero estoy bastante segura de que, a menos que lo apuñale, y quizá ni siquiera entonces, no hará nada a no ser que Royal se lo ordene.

      Callum no se ha movido ni un centímetro de su sitio tras el asiento del copiloto, y yo me hago a la idea de que no saldré del coche hasta que él lo autorice. Pruebo con la ventana para asegurarme. No se baja.

      —¿Seguro infantil? —murmuro, aunque estoy segura de la respuesta.

      Él asiente ligeramente.

      —Entre otras cosas, pero basta decir que te quedarás en el coche durante el viaje. ¿Buscas esto?

      Mi mochila aterriza en mi regazo. Resisto el deseo de abrirla y comprobar si ha cogido mi dinero y mi carné de identidad. Sin ambos estoy completamente a su merced, pero no quiero revelar nada hasta que descubra su propósito.

      —Mire, señor, no sé lo que quiere, pero es obvio que tiene dinero. Hay muchas prostitutas por ahí que harán lo que quiera y no le causarán los problemas legales que yo sí. Déjeme en el próximo cruce y le prometo que jamás volverá a oír de mí. No iré a la policía. Le diré a George que es un viejo cliente, pero que ya hemos arreglado nuestros asuntos.

      —No busco una prostituta. Estoy aquí por ti. —Después de esa ominosa declaración, Royal se quita la chaqueta del traje y me la ofrece.

      Una parte de mí desearía ser más valiente, pero estar sentada en este lujoso coche con el hombre que he usado como barra para bailar me hace sentir incómoda y expuesta. Daría cualquier cosa por unas bragas de abuela ahora mismo. Me pongo la chaqueta a regañadientes, ignoro el dolor que me causa el corsé y aprieto las solapas contra mi pecho.

      —No tengo nada que quiera. —Está claro que la poca cantidad de dinero que tengo metida en el fondo de mi mochila es como chatarra para este tío. Podríamos cambiar este coche por todos los de Daddy G.

      Royal arquea una ceja en silencioso desacuerdo. Ahora que solo lleva la camisa, veo su reloj. Parece… igual que el mío. Sus ojos siguen mi mirada.

      —Lo has visto antes. —No es una pregunta. Acerca la muñeca a mí. El reloj tiene una correa de cuero negra, manillas de plata y una caja de oro de dieciocho quilates alrededor de la cúpula de cristal. Los números y las manecillas brillan en la oscuridad.

      —No lo he visto en mi vida —miento, con la boca seca.

      —¿De verdad? Es un reloj Oris. Suizo, hecho a mano. Me lo regalaron cuando me gradué del Entrenamiento Básico de Demolición Submarina. Mi mejor amigo, Steve O’Halloran, recibió el mismo reloj cuando también se graduó de allí. En la parte de atrás tiene grabado…

       Non sibi sed patriae.

      Busqué la frase cuando tenía nueve años, después de que mi madre me contara la historia de mi nacimiento. «Lo siento, cariño, pero me acosté con un marinero. Solo me dejó su nombre y este reloj». Y a mí, le recordaba. Ella me revolvía el pelo de broma y me dijo que era lo mejor. Mi corazón se sacude por su ausencia.

      —Significa «No por uno mismo, sino por la patria»; el reloj de Steve desapareció hace dieciocho años. Dijo que lo perdió, pero nunca lo reemplazó. Nunca se puso otro reloj. —Royal deja escapar un bufido—. Lo usaba como excusa para llegar tarde siempre.

      Me pillo a mí misma inclinada hacia delante. Quiero saber más de Steve O’Halloran, qué demonios significa lo de «Entrenamiento Básico de Demolición Submarina» y cómo se conocieron. Entonces, me doy un sopapo mental y vuelvo a apoyarme contra la puerta del coche.

      —Buena historia, tío. ¿Pero qué tiene que ver eso conmigo? —Miro al Goliat del asiento delantero y alzo la voz—. Porque ambos acaban de secuestrar a una menor y estoy bastante segura de que eso es un delito en todo el país.

      Royal es el único que responde.

      —Es delito secuestrar a una persona, sin importar la edad, pero ya que soy tu tutor y tú estabas cometiendo un acto ilegal, estoy en mi derecho de sacarte de las instalaciones.

      Fuerzo una risa burlona.

      —No sé quién se cree que es, pero tengo treinta y cuatro años. —Busco mi carné en la mochila y aparto a un lado el reloj que es idéntico al que tiene Royal en su muñeca izquierda— Mire. Margaret Harper. Edad:


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