La princesa de papel. Erin Watt

La princesa de papel - Erin Watt


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Una vez, mamá volvió del trabajo y me dijo que nos mudaríamos a un sitio mejor. Un hombre alto y delgado vino a ayudarnos a recoger nuestras pertenencias, y varias horas más tarde estábamos en su diminuta casa. Era adorable, con cortinas de tela a cuadros en la ventana, y, a pesar de que era pequeña, tenía mi propia habitación.

      Esa misma noche, unos gritos y el sonido de cristales haciéndose añicos me despertaron. Mamá vino corriendo a mi habitación, me sacó de la cama y abandonamos la casa en un abrir y cerrar de ojos. Hasta que no estábamos a un par de manzanas de la casa y nos detuvimos no vi el cardenal que se formaba en su mejilla.

      Así que las cosas buenas no equivalen a personas buenas.

      Me incorporo en la cama y miro mi alrededor. Toda la habitación está diseñada para una princesa, una muy joven. Hay tantas cosas rosas y volantes que me dan arcadas. Solo faltan los pósteres de Disney, aunque estoy segura de que los pósteres son demasiado ordinarios para esta casa, igual que mi mochila, colocada en el suelo cerca de la puerta.

      De repente, recuerdo todo lo que sucedió el día anterior y me detengo en el fajo de billetes de cien. Salto de la cama y cojo la mochila. La abro y suspiro aliviada cuando veo la cara de Benjamin Franklin impresa en los billetes. Hojeo los billetes y escucho el delicioso sonido del papel que reemplaza el silencio de la habitación. Ahora mismo podría cogerlo e irme. Podría vivir con diez mil durante un buen tiempo.

      Pero… Callum Royal me ha prometido mucho más si me quedo. La cama, la habitación, diez mil dólares al mes hasta graduarme… ¿solo por ir al instituto? ¿Por vivir en esta mansión? ¿Por conducir mi propio coche?

      Guardo el dinero en un bolsillo secreto al fondo de la mochila. Le daré un día. Nada me impide irme mañana, el próximo mes o el siguiente. En cuanto las cosas vayan mal, me piraré.

      Con el dinero en un sitio seguro, tiro el resto de cosas que tengo dentro de la mochila sobre la cama y hago inventario. Tengo dos pares de vaqueros pitillos, los vaqueros holgados que me puse al volver del local nocturno para no llamar la atención, cinco camisetas, cinco bragas, un sujetador, el corsé con el que bailé anoche, un tanga, un par de zapatos de stripper y un vestido bonito que en su día fue de mi madre. Es negro, corto y hace que parezca que tengo más delantera que la que Dios me ha dado. Hay un maletín de maquillaje (de nuevo, cosas que mamá usaba), pero también restos de varias bailarinas de striptease que conocimos por el camino. El kit vale por lo menos mil dólares.

      También tengo mi libro de poesía de Auden, el objeto más romántico e innecesario de mis pertenencias, a mi parecer, pero lo encontré en la mesa de una cafetería y la inscripción coincidía con la de mi reloj. No lo podía dejar allí. Fue el destino, aunque tiendo a no creer en esas cosas. El destino es para los débiles, aquellos que no tienen suficiente poder o voluntad para encauzar su vida como necesitan. Yo todavía no lo he conseguido. No tengo bastante poder, pero lo tendré algún día.

      Paso la mano por la cubierta del libro. Quizá podría encontrar trabajo de camarera a media jornada en algún sitio. Un asador estaría bien. Eso me proporcionaría algo de dinero para no tener que utilizar los diez mil, que considero intocables.

      De repente, me sobresalto al oír un golpe en la puerta.

      —¿Callum? —pregunto.

      —No, soy Reed. Abre.

      Miro mi camiseta extragrande. Era de uno de los antiguos novios de mi madre, y me cubre bastante, pero no voy a enfrentarme a la mirada enfadada y acusadora de uno de los chicos Royal sin estar bien preparada. Lo que significa estar vestida y llevar una capa de maquillaje.

      —No estoy arreglada.

      —Me importa una mierda. Te doy cinco segundos antes de entrar —responde con contundencia y en un tono apagado.

      Capullo. Con los músculos que tiene, no me cabe duda de que podría tirar la puerta abajo si quisiera.

      Camino hacia la puerta dando pisotones y la abro.

      —¿Qué quieres?

      Me mira de arriba abajo con grosería, y, aunque la camiseta cae lo suficiente como para cubrir cualquier cosa atrevida, me hace sentir como si estuviese desnuda por completo. Odio eso, y la desconfianza que nació anoche se convierte en antipatía genuina.

      —Quiero saber a qué juegas. —dice, y da un paso adelante. Sé que lo dice para intimidarme. Es un tío que utiliza su físico como arma y como cebo.

      —Creo que deberías hablar con tu padre. Él es quien me secuestró y me trajo aquí.

      Reed da un paso más hasta que estamos tan cerca que, cada vez que respiramos, nuestros cuerpos se tocan.

      Es lo suficientemente guapo para que se me seque la boca y empiece a sentir un hormigueo en zonas que no creía que un gilipollas como él pudiese despertar. Pero otra lección que aprendí de mi madre es que a tu cuerpo pueden gustarle cosas que tu cabeza odie. Tu cabeza tiene que ser la que mande. Esa fue una de sus reprimendas que seguían con un «haz lo que digo, no lo que hago».

      Es un capullo y quiere hacerte daño, le grito a mi cuerpo. Mis pezones se endurecen a pesar de la advertencia.

      —Y tú te resististe con todas tus fuerzas, ¿verdad? —Mira con desdén las elevaciones que se han formado bajo mi delgada camiseta.

      Yo solo puedo fingir que siempre tengo los pezones así.

      —Te lo repito, deberías hablar con tu padre.

      Me doy la vuelta y finjo que Reed Royal no ataca cada terminación nerviosa de mi cuerpo. Camino hacia la cama y cojo un par de bragas básicas. Como si nada me importara, me quito las que llevo y las dejo en la alfombra color crema.

      Oigo una respiración agitada a mis espaldas. Un punto para el equipo visitante.

      Me pongo la ropa interior limpia lo más tranquilamente posible, la subo por las piernas hasta llegar a la camiseta, con cuidado. Noto como me recorre el cuerpo con la mirada, como si me tocara.

      —Que sepas que, sea cual sea tu juego, no vas a ganar. No contra todos nosotros. —Su voz se ha vuelto más profunda y áspera. Mi espectáculo le afecta. Otro punto para mí. Me alegra mucho estar de espaldas a él para que no vea que su voz y su mirada me afectan—. Si te vas ahora, no te haremos daño. Dejaremos que te quedes lo que papá te ha dado, y ninguno de nosotros te molestará. Si te quedas, te destrozaremos de tal manera que no tendrás más remedio que marcharte a rastras.

      Me pongo los vaqueros y entonces, todavía de espaldas, empiezo a quitarme la camiseta.

      Entonces oigo una risa fuerte y unas rápidas pisadas. Reed me agarra el hombro con la mano, aunque mantiene mi camiseta en su sitio. Me da la vuelta para ponerme frente a él. Después, se inclina sobre mí y, con sus labios a escasos centímetros de mi oído, me dice:

      —Noticia de última hora, nena: puedes desnudarte delante de mí todos los días, y aun así, no me acostaría contigo, ¿lo pillas? Puede que tengas a mí padre comiendo de tu mano, pero el resto sabemos de qué vas.

      La cálida respiración de Reed baja por mi cuello y tengo que controlarme con todas mis fuerzas para no temblar. ¿Estoy asustada? ¿Excitada? A saber. Mi cuerpo está muy confundido. Mierda. ¿Soy la hija de mi madre? Porque sentir debilidad por los tíos que tratan mal a una chica o una mujer es… era, joder, la tarjeta de visita de Maggie Harper.

      —Suéltame —contesto con frialdad.

      Me aprieta el hombro con los dedos durante un momento antes de distanciarse de mí. Yo tropiezo hacia delante y me agarro al borde de la cama.

      —Estaremos vigilándote —añade en un tono misterioso, y después se marcha.

      Las manos me tiemblan mientras me termino de vestir. A partir de ahora siempre voy a ir vestida en casa, incluso dentro de mi habitación. Ese idiota de Reed no volverá a pillarme con la guardia baja jamás.

      —¿Ella?

      Pego un bote, sobresaltada, y


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