La princesa de papel. Erin Watt
siento. —Entra en la habitación con una hoja de cuaderno gastada—. Tu carta.
Lo miro a los ojos, sorprendida.
—Eh… esto… gracias.
—Pensabas que no te la daría, ¿no?
Yo hago una mueca.
—La verdad es que no estaba segura de que existiera.
—No te mentiré, Ella. Tengo muchos defectos. Las travesuras de mis hijos podrían llenar un libro más largo que Guerra y paz, pero no miento. Tan solo voy a pedirte que me des una oportunidad. —Posa el papel en mi mano—. Cuando hayas terminado, baja y desayuna. Al final del pasillo hay unas escaleras que conducen a la cocina. Ven cuando estés lista.
—Gracias, lo haré.
Sonríe de forma amable.
—Me alegro mucho de que estés aquí. Durante un tiempo pensé que nunca te encontraría.
—No… no sé qué decir. —Si solo estuviésemos Callum y yo creo que me aliviaría estar aquí, quizá incluso me sentiría agradecida, pero después del encuentro con Reed siento una mezcla de miedo y terror.
—No pasa nada. Te acostumbrarás a todo esto. Lo prometo. —Me guiña el ojo en un intento de asegurármelo y se va.
Entonces, me dejo caer en la cama y desdoblo la carta con dedos temblorosos.
Querido Steve:
No sé si esta carta te llegará alguna vez o si creerás lo que te cuento en ella cuando la leas. La enviaré a la base naval de Little Creek con tu número de identificación. Te dejaste aquí un trozo de papel en el que aparecía, junto con tu reloj. Yo me quedé el reloj. De algún modo recordé tu maldito número.
Bueno, al grano, me dejaste embarazada en el frenesí que vivimos aquel mes antes de que te destinasen a Dios sabe dónde. Para cuando me di cuenta de que estaba preñada, tú ya te habías ido. Los chicos de la base no estaban interesados en escuchar mi historia. Sospecho que ahora tú tampoco lo estarás.
Pero si lo estás, deberías venir. Tengo cáncer. Esta acabando con mi colon. Juro que lo siento dentro de mí, como si fuese un parásito. Mi pequeña va a quedarse sola. Es fuerte. Dura. Más dura que yo. La adoro. Y, aunque no tengo miedo a la muerte, temo que se quede sola.
Sé que no fuimos más que dos cálidos cuerpos que se acostaron juntos, pero te juro que hemos creado lo mejor del mundo. Te odiarás a ti mismo si no llegas al menos a conocerla.
Ella Harper. La llamé así por esa caja de música tan cursi que ganaste para mí en Atlantic City. Pensé que te gustaría.
Bueno, espero que esta carta te llegue a tiempo. Ella no sabe que existes, pero tiene tu reloj y tus ojos. Sabrás que es ella la primera vez que la veas.
Atentamente,
Maggie Harper.
Me meto en el baño privado, también de rosa chicle, para ponerme un paño en la cara. No llores, Ella. No sirve de nada. Me inclino sobre el lavabo y me echo agua en la cara, fingiendo que las gotas que caen sobre la porcelana son de agua y no lágrimas.
Cuando lo tengo todo controlado, me peino el pelo con un cepillo y me hago una coleta alta. Me echo algo de hidratante con color para cubrirme los ojos rojos y lo doy por terminado.
Antes de irme, guardo todo en la mochila y me la echo al hombro. Me la llevaré adonde vaya hasta que encuentre un lugar donde esconderla.
Paso por delante de cuatro puertas hasta que llego a la escalera trasera. El pasillo que hay junto a mi habitación es tan amplio que podría conducir uno de los coches de Callum por él. Vale, este sitio tiene que haber sido un hotel alguna vez, porque es ridículo que una casa familiar sea tan grande.
La cocina, al final de las escaleras, es enorme. Hay dos cocinas, una isla con una encimera de mármol y muchos armarios blancos. Veo un fregadero, pero no encuentro la nevera ni el lavavajillas. Quizá haya otra cocina en las entrañas de la casa y me manden fregar el suelo de allí, a pesar de lo que Callum dijo. Lo que, de hecho, me parecería bien. Me sentiría más cómoda si me diesen dinero por trabajar de verdad que simplemente por ir al instituto y ser una chica normal, porque ¿a quién le pagan por ser normal? A nadie.
En el extremo más lejano de la cocina hay una mesa enorme y unos ventanales con vistas al mar. Los hermanos Royal están sentados en cuatro de las dieciséis sillas. Todos llevan uniforme: una camisa blanca con el faldón sobre unos pantalones caqui. Hay americanas azules sobre el respaldo de algunas sillas. Y, de alguna forma, cada chico consigue parecer atractivo y tener un toque salvaje.
Este sitio es como el jardín del Edén. Hermoso pero lleno de peligros.
—¿Qué tipo de huevos prefieres? —pregunta Callum. Se encuentra frente a la cocina con una espátula en la mano y dos huevos en la otra. No parece estar cómodo. Un breve vistazo a los chicos confirma mis sospechas. Callum cocina pocas veces.
—Me gustan revueltos. —Nadie puede cocinar mal unos huevos revueltos. Callum asiente y después señala con la espátula la gran puerta de un armario que hay junto a él—. Hay fruta y yogur en el frigorífico, y bollos detrás de mí.
Me dirijo al armario y lo abro mientras los cuatro chicos observan mis movimientos con una mirada taciturna y enfadada. Es como cuando el primer día en un colegio nuevo todos deciden odiar a la chica nueva porque sí. Se enciende una luz y el aire frío me golpea en la cara. Una nevera escondida. ¿Por qué querría alguien ver que tienes una nevera? Qué raro.
Saco un envase con fresas y lo dejo en la encimera.
Reed tira su servilleta a la mesa.
—He terminado. ¿Quién quiere que lo lleve?
Los gemelos echan sus sillas para atrás, pero el otro, creo que es Easton, niega con la cabeza.
—Yo voy a recoger a Claire.
—Chicos —dice su padre en tono de advertencia.
—No pasa nada. —No quiero empezar una pelea o ser motivo de tensión entre Callum y sus hijos.
—No pasa nada, papá —responde Reed a modo de burla. Se gira hacia sus hermanos—. Salimos en diez minutos.
Todos le siguen como crías de pato. Aunque quizá sería mejor compararlos con soldados.
—Lo siento —dice Callum. Suspira y continúa—: No sé por qué están tan molestos. Tenía pensado llevarte yo al instituto de todas formas. Simplemente tenía la esperanza de que fuesen más… amables contigo.
El olor a huevo quemado hace que ambos nos giremos hacia los fogones.
—Mierda —maldice. Me pongo a su lado y veo un revoltijo oscuro solidificado. Callum sonríe arrepentido—. Nunca cocino, pero pensé que no podría preparar unos huevos mal. Supongo que me equivocaba.
¿Así que nunca cocina para sus hijos, pero sí para una chica extraña a la que acaba de traer a casa? No es difícil adivinar por qué están resentidos.
—¿Tienes hambre? Porque yo tengo suficiente con la fruta y el yogur. —La fruta fresca es algo que no he tenido el privilegio de comer a menudo. La comida fresca es símbolo de ser privilegiado.
—De hecho, estoy famélico —contesta, con una mirada apenada.
—Puedo hacer unos huevos. —Antes de que termine de hablar, Callum ya ha sacado un paquete de beicon —. Y beicon si tienes.
Callum se apoya contra la encimera mientras cocino.
—Así que cinco hijos, ¿eh? Son unos cuantos.
—Su madre falleció