La princesa de papel. Erin Watt
El local está lleno. Supongo que la noche de la escuela católica es una gran atracción en Daddy G’s. Las mesas y los reservados de la zona principal están todos ocupados, pero la planta superior que acoge la sala vip está desierta. No me sorprende. No hay muchos vips en Kirkwood, un pueblo de Tennessee a las afueras de Knoxville. Es un pueblo de gente trabajadora, la mayoría de clase baja. Si ganas más de cuarenta mil dólares al año se te considera asquerosamente rico. Por eso lo elegí. Los alquileres están baratos y el sistema de educación pública es decente.
El vestuario está en la parte de atrás. Está abarrotado. Mujeres medio desnudas me miran al pasar por la puerta. Algunas asienten, un par sonríen y después vuelven a centrarse en ajustarse los ligueros o maquillarse con lo que tienen en sus tocadores.
Solo una se acerca rápidamente a mí.
—¿Cenicienta? —me pregunta.
Yo asiento. Es el nombre artístico que he estado usando en Miss Candy’s. Parecía apropiado en su momento, ya que en inglés es Cinderella, y yo me llamo Ella.
—Soy Rose. George me ha pedido que te enseñe todo esta noche.
Siempre hay una mamá gallina en cada club, una mujer mayor que se ha dado cuenta de que está perdiendo la lucha contra la gravedad y decide hacerse útil de otra forma. En Miss Candy’s era Tina, la madura rubia teñida que me acogió bajo su ala desde el primer momento. Aquí es la madura pelirroja Rose, que cacarea mientras me guía hacia el perchero de metal con los trajes.
Extiendo la mano hacia el uniforme de colegiala, pero ella la intercepta.
—No, eso es para después. Ponte esto.
Antes de que me dé cuenta, me está ayudando a ponerme un corsé negro con lazos entrecruzados y un tanga negro de encaje.
—¿Voy a bailar con esto? —Apenas puedo respirar con el corsé, por no hablar de llegar adonde se desata.
—Olvídate de lo de arriba. —Rose ríe cuando percibe mi respiración entrecortada—. Limítate a menear ese trasero y a bailar en la barra del tipo rico y todo irá bien.
La miro perpleja.
—Pensé que estaría en el escenario.
—¿George no te lo ha dicho? Ahora vas a hacer un baile privado en la sala vip.
¿Qué? Pero si acabo de llegar. Según mi experiencia en Miss Candy’s, normalmente se baila en el escenario varias veces antes de que alguno de los clientes pida un espectáculo privado.
—Debe de ser uno de los clientes habituales de tu antiguo club —sugiere Rose cuando observa mi confusión—. El tipo rico ha entrado como si fuese el dueño del local, le ha dado a George quinientos pavos y le ha dicho que te lleve. —Me guiña un ojo—. Juega bien tus cartas y le sacarás más billetes.
Después se va. Fija su atención de una bailarina a otra mientras yo debato conmigo misma si todo esto ha sido un error.
Me gusta fingir que soy dura, y sí, lo soy, hasta cierto punto. He sido pobre y he pasado hambre. Me ha criado una stripper. Sé pegar un puñetazo si tengo que hacerlo. Pero solo tengo diecisiete años. A veces parece demasiado poco para vivir lo que yo he vivido. A veces, miro a mi alrededor y pienso «No debería estar aquí».
Pero estoy aquí. Estoy aquí, sin blanca, y si quiero ser la chica normal que intento ser con todas mis fuerzas necesito salir de este vestuario y bailar en la barra del señor vip, tal y como ha señalado Rose con tanta dulzura.
George aparece cuando salgo al vestíbulo. Es un hombre fornido con barba abundante y ojos amables
—¿Te ha hablado Rose del cliente? Está esperándote.
Asiento y trago saliva, incómoda.
—No tengo que hacer nada sofisticado, ¿no? ¿Solo es un baile privado normal?
Él ríe.
—Haz todos los movimientos sofisticados que quieras, pero si te toca, Bruno lo sacará a rastras a la calle.
Me alivia oír que en Daddy G’s se impone la regla de no tocar la mercancía. Bailar para hombres babosos es más fácil de digerir cuando no acercan sus pegajosas manos a tu cuerpo.
—Lo harás bien, chica. —George me da una palmadita en el brazo—. Y si pregunta, tienes veinticuatro, ¿vale? Nadie mayor de treinta trabaja aquí, ¿recuerdas?
«¿Y menor de veinte?», estoy a punto de preguntar. Pero mantengo la boca cerrada. Debe saber que miento sobre mi edad. La mitad de las chicas de aquí lo hacen. Y puede que haya sufrido mucho, pero no hay duda de que no aparento treinta y cuatro. El maquillaje me ayuda a fingir que tengo veintiuno. Por los pelos.
George desaparece en el vestuario y yo tomo aire antes de encaminarme por el vestíbulo.
La sensual música de fondo me da la bienvenida cuando llego a la sala principal. La bailarina del escenario acaba de desabrocharse la camisa blanca del uniforme, y los hombres se vuelven locos en cuanto ven su sujetador transparente. Llueven billetes en el escenario. Me concentro en eso. En el dinero. Que le den a todo lo demás.
Aun así, me da tanta rabia pensar en dejar el instituto y a todos esos profesores que parece que se preocupan por lo que enseñan de verdad. Pero encontraré otro instituto en otra ciudad. Una ciudad donde Callum Royal no sea capaz de encontrarme…
Me detengo en seco. Después me doy la vuelta, asustada.
Es demasiado tarde. Royal ya ha cruzado la sombría sala vip y me agarra del brazo con su fuerte mano.
—Ella —dice en voz baja.
—Suélteme —contesto con toda la indiferencia con la que soy capaz de hacerlo, pero me tiembla la mano mientras intento liberarme.
Él no me suelta, no hasta que otra figura aparece de entre las sombras, un hombre ataviado con un traje oscuro con los hombros de un defensa de fútbol americano.
—No se toca —dice el segurata en tono amenazador.
Royal me suelta el brazo como si estuviese hecho de lava. Frunce el ceño y mira a Bruno, el guardia de seguridad. Entonces, se da la vuelta hacia mí. Tiene los ojos fijos en mi cara, como si se esforzara por no echar un vistazo a mi revelador conjunto de ropa.
—Tenemos que hablar.
—No tengo nada que decirle —respondo con frialdad—. No lo conozco.
—Soy tu tutor.
—Es un desconocido. —Ahora me muestro arrogante—. Y no me está dejando trabajar.
Abre y cierra la boca. Después dice:
—De acuerdo. Empieza a trabajar entonces.
¿Qué?
Ofrece una mirada burlona mientras toma asiento en los lujosos sofás. Se sienta, abre las piernas ligeramente y continúa con la burla.
—Dame lo que he pagado.
Se me acelera el corazón. No puede ser. No puedo bailar para este hombre.
Por el rabillo del ojo, veo que George se aproxima a las escaleras de la sala. Mi nuevo jefe me mira, expectante.
Trago saliva. Quiero llorar, pero no lo hago. En lugar de ello, me dirijo hacia Royal con una seguridad que no siento.
—Está bien. ¿Quieres que baile para ti, papi? Bailaré para ti.
Las lágrimas se agolpan en el interior de mis párpados, pero sé que no caerán. Me he entrenado a mí misma para no llorar en público. La última vez que lloré fue en el lecho de muerte de mi madre, y sucedió cuando las enfermeras y los doctores abandonaron la habitación.
Percibo un rastro de dolor en los ojos de Callum Royal mientras bailo delante de él. Muevo las caderas al ritmo de la música, como por instinto. De hecho, lo hago