Helter Skelter: La verdadera historia de los crÃmenes de la Familia Manson. Vincent Bugliosi
60048
de Terminal Annex
Los Ángeles, California 90069.
Las personas que deseen permanecer en el anonimato deben proporcionar medios de identificación posterior suficientes, uno de los cuales es partir por la mitad esta página de periódico, enviar una mitad con la información presentada y guardar la otra para cotejarla después. En caso de que más de una persona tenga derecho a la recompensa, esta se dividirá a partes iguales.
Al anunciar la recompensa, Peter Sellers, que había puesto una parte del dinero, junto con Warren Beatty, Yul Brynner y otros, dijo: «Alguien debe de saber o sospechar algo que oculta o a lo mejor teme revelar. Alguien debe de haber visto la ropa empapada en sangre, el cuchillo, el arma, el coche que usaron para la fuga. Alguien debe de poder ayudar».
Aunque la prensa no lo anunció, otros ya habían empezado a indagar de forma extraoficial. El coronel Paul Tate, padre de Sharon, se retiró del ejército en agosto. Tras dejarse crecer la barba y el pelo, el antiguo oficial de inteligencia empezó a frecuentar Sunset Strip, casas de hippies y sitios donde se vendían drogas en busca de alguna pista sobre la o las personas que habían asesinado a su hija y a los demás.
La policía temía que la investigación privada del coronel Tate se convirtiera en una guerra privada, porque se decía que no hacía sus incursiones desarmado.
Tampoco estaba contenta la policía con la recompensa. Aparte de que daba a entender que el LAPD no era capaz de resolver el caso por su cuenta, un anuncio de ese tipo por lo general solo aporta llamadas de chiflados, de las que ya tenían de sobra.
La policía recibió la mayoría de ellas después de la puesta en libertad de Garretson. Los autores de las llamadas culpaban a cualquiera, desde el movimiento Black Power hasta la Policía Secreta Polaca. Las fuentes eran la imaginación, los rumores, hasta la propia Sharon, aparecida en una sesión de espiritismo. Una esposa telefoneó a la policía para acusar a su marido: «Aquella noche contestó con evasivas cuando le pregunté dónde había estado».
Buscavidas, peluqueros, actores, actrices, videntes, psicóticos, todos se apuntaron al carro. Las llamadas revelaron no tanto el lado oculto de Hollywood como de la naturaleza humana. Las víctimas fueron acusadas de aberraciones sexuales tan extrañas como las mentes de las personas que informaron sobre ellas. Para complicar la tarea del LAPD, hubo muchas personas —a menudo no anónimas, y en algunos casos muy conocidas— que parecieron deseosas de implicar a sus «amigos», si no relacionándolos directamente con los asesinatos, al menos involucrándolos con el mundo de la droga.
Hubo defensores de cualquier teoría posible. Fue la mafia. La mafia no pudo ser porque los asesinatos fueron muy poco profesionales. Los asesinatos fueron poco profesionales a propósito para que no se sospechara de la mafia.
Una de las personas que con más insistencia llamó fue Steve Brandt, antiguo cronista de sociedad. Como era amigo de cuatro de las cinco víctimas del caso Tate —fue testigo en la boda de Sharon y Roman—, la policía al principio se lo tomó en serio, y Brandt proporcionó bastante información sobre Wilson, Pickett y sus cómplices. Pero a medida que las llamadas se hicieron cada vez más frecuentes, y los nombres cada vez más importantes, resultó evidente que Brandt estaba obsesionado con los asesinatos. Convencido de que había una lista de personas que iban a ser asesinadas y de que él era el siguiente, Brandt intentó suicidarse dos veces. La primera vez, en Los Ángeles, un amigo llegó a tiempo. La segunda vez, en Nueva York, abandonó un concierto de los Rolling Stones para volver al hotel. Cuando la actriz Ultra Violet telefoneó para asegurarse de que estaba bien, le dijo que había tomado pastillas para dormir. Ella llamó inmediatamente al recepcionista del hotel, pero para cuando llegó a la habitación Brandt ya estaba muerto.
Siendo un crimen tan divulgado, resultaba sorprendente que hubiera tan pocas «confesiones». Como si los asesinatos fueran tan horribles que ni siquiera los confesantes crónicos quisieran involucrarse. Un delincuente condenado hacía poco, deseoso de «hacer un trato», sí que aseguró que otro hombre había alardeado de participar en los asesinatos, pero, después de una investigación, la historia resultó ser falsa.
Se verificaron las pistas, una detrás de otra, y luego se descartaron. La policía siguió sin estar más cerca de la solución que cuando se hallaron los cadáveres.
Aunque durante un tiempo casi se olvidaron, a mediados de septiembre, las gafas graduadas que se encontraron al lado de los baúles, en el salón del domicilio de Tate, se convirtieron en una de las pistas más importantes, simplemente porque cada vez iban quedando menos.
A principios de ese mes los inspectores enseñaron las gafas a varios agentes comerciales de empresas ópticas. Lo que supieron fue en parte desalentador. La montura era de un modelo muy común, el estilo «Manhattan», fácil de encontrar, en tanto que las lentes graduadas también eran de serie, es decir, no había que esmerilarlas a medida. Pero, en el lado positivo, también se enteraron de varias cosas de la persona que las llevaba.
Probablemente eran de un hombre. Tenía la cabeza pequeña, casi con la forma de una pelota de voleibol. Y los ojos muy separados. Tenía la oreja izquierda aproximadamente entre 0,6 y 1,2 centímetros más arriba que la derecha. Y era muy miope: si no poseía unas gafas de repuesto, probablemente tendría que comprarse otras pronto.
¿Una descripción parcial de uno de los asesinos del caso Tate? Podía ser. También era posible que las gafas fueran de alguien sin relación alguna con el crimen, o que las dejaran como pista falsa.
Al menos era algo en que basarse. Otro folleto, con las especificaciones exactas de la graduación, se envió a todos los miembros de la Asociación Americana de Optometría, la Asociación Californiana de Optometría, la Asociación de Optometría del Condado de Los Ángeles y de los Oftalmólogos del Sur de California, con la esperanza de que arrojara más resultados que el folleto sobre el arma.
De los ciento treinta y un revólveres Hi Standard Longhorn vendidos en California, las unidades policiales fueron capaces de localizar y descartar ciento cinco, un porcentaje sorprendentemente alto, dado que muchos de los dueños se habían trasladado a otras jurisdicciones. La búsqueda proseguía, pero hasta entonces no había arrojado un solo sospechoso bueno. Se envió una segunda carta relacionada con el revólver a trece armerías de Estados Unidos que, durante los meses anteriores, habían pedido empuñaduras de repuesto para el modelo Longhorn. Aunque las respuestas no se recibirían hasta mucho después, tampoco dieron ningún resultado.
Los inspectores del caso LaBianca no tuvieron más suerte. Hasta aquel momento habían hecho once pruebas del polígrafo, todas ellas con resultados negativos. Después de hacer una búsqueda de MO en el ordenador de la CII, se verificaron las huellas dactilares de ciento cuarenta sospechosos; la huella de la palma de la mano hallada en el recibo del depósito bancario se cotejó con la de dos mil ciento cincuenta sospechosos. Y una huella dactilar encontrada en el mueble-bar fue cotejada con las de un total de cuarenta y un mil treinta y cuatro sospechosos. Todos los resultados fueron negativos.
A finales de septiembre ni los inspectores del caso Tate ni los inspectores del caso LaBianca se molestaron en redactar un informe de los progresos.
OCTUBRE DE 1969
10 de octubre. Habían pasado dos meses desde los homicidios del caso Tate. «¿Qué pasa entre bastidores en la investigación (si es que hay tal cosa) de la policía de Los Ángeles del estrambótico asesinato de Sharon Tate y cuatro personas más?», se preguntaba el Hollywood Citizen News en un editorial de primera plana.
El LAPD guardó silencio oficialmente, como hizo desde la última conferencia de prensa sobre el caso, el 3 de septiembre, cuando el subjefe de la policía Houghton, aunque admitió que todavía no sabían quién había cometido los asesinatos, dijo que los inspectores habían hecho «unos progresos enormes».
«¿Qué progresos exactamente?», preguntaron los periodistas. La presión aumentó; siguió habiendo miedo, acrecentado si cabe por la insinuación, muy poco velada, de un comentarista de televisión conocido que afirmó que a lo mejor la policía estaba encubriendo a una persona