Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson. Vincent Bugliosi

Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson - Vincent  Bugliosi


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distrito, Los Ángeles, California. Nacido en Hibbing, en Minnesota. Bachillerato en el Instituto Hollywood. Asistió a la Universidad de Miami gracias a una beca de tenis. Licenciado en Filosofía y Letras, y Empresariales. Tras decidirse por el ejercicio del Derecho, asistió a la Universidad de California en Los Ángeles, licenciado en Derecho, delegado de la promoción de 1964. El mismo año entró en la Oficina del Fiscal del Distrito de Los Ángeles. Ha llevado varios casos muy divulgados —Floyd-Milton, Perveler-Cromwell, entre otros— y ha obtenido condenas en todos ellos. Ha llevado ciento cuatro juicios por jurado por delitos graves, y solo ha perdido uno. Además de sus responsabilidades como ayudante del fiscal del distrito, Bugliosi es profesor de Derecho Penal en la Facultad de Derecho de Beverly, en Los Ángeles. Trabajó de asesor técnico y corrigió los guiones de dos episodios piloto de The D.A., la serie de televisión de Jack Webb. Robert Conrad, estrella de la serie, tomó como modelo al joven fiscal para su papel. Casado. Dos hijos.

      Probablemente sería más o menos lo que pondría. Sin embargo, esto no dice nada de cómo veo mi profesión, que es incluso más importante.

      «El deber principal del fiscal no es condenar, sino procurar que se haga justicia (…)»

      Son palabras del viejo código ético del Colegio de Abogados de Estados Unidos. Pensaba a menudo en ellas durante los cinco años que llevaba de ayudante del fiscal del distrito. Se habían convertido en un sentido muy real en mi credo personal. Si, en un caso determinado, una condena es justicia, que así sea. Pero si no, no quiero tener nada que ver.

      Durante demasiados años la imagen estereotipada del fiscal ha sido o bien la de la típica persona de derechas partidaria de las leyes estrictas, decidida a obtener condenas a toda costa, o la de un Hamilton Burger torpe e incompetente, que siempre procesa a personas inocentes, las cuales, por suerte, se salvan en el último suspiro gracias a las astutas maniobras de un Perry Mason.

      Nunca he pensado que el abogado defensor tenga el monopolio de la preocupación por la inocencia, la imparcialidad y la justicia. Tras entrar en la Oficina del Fiscal del Distrito, llevé cerca de mil casos. En muchísimos pedí y obtuve condenas, porque creí que las pruebas las justificaban. En muchísimos otros, en los que me pareció que las pruebas eran insuficientes, me puse en pie en el tribunal y pedí la desestimación de los cargos, o solicité una rebaja, bien de los cargos, bien de la sentencia.

      Estos últimos casos muy pocas veces son noticia. Los ciudadanos raramente se enteran de ellos. De este modo, el estereotipo perdura. No obstante, es mucho más importante darse cuenta de que se ha impuesto la imparcialidad y la justicia.

      Igual que nunca sentí el menor reparo en ajustarme a ese estereotipo, del mismo modo me rebelé contra otro. Tradicionalmente, el papel del fiscal ha sido doble: llevar los aspectos legales del caso y presentar en el tribunal las pruebas reunidas por los cuerpos policiales. Yo nunca acepté esas limitaciones. En los casos anteriores a este siempre participé en la investigación: hablé con los testigos yo mismo, encontré y desarrollé nuevas pistas, y a menudo di con pruebas que normalmente se pasaban por alto. En algunas ocasiones, eso llevó a la puesta en libertad de un sospechoso. En otras, a una condena que en otras circunstancias quizás no se habría obtenido.

      Para un abogado, no hacer todo lo posible es, estoy totalmente convencido, traicionar al cliente. Aunque en los procesos penales uno tiende a centrarse en el abogado defensor y su cliente —el acusado—, el fiscal también es abogado, y también tiene un cliente: el Pueblo. Y el Pueblo también tiene derecho a defenderse, a un proceso limpio e imparcial, y a la justicia.

      El caso Tate-LaBianca era en lo último que pensaba la tarde del 18 de noviembre de 1969. Acababa de terminar un proceso largo y estaba volviendo al despacho de la Sala de Justicia cuando Aaron Stovitz, jefe de la Sección de Juicios de la Oficina del Fiscal del Distrito, uno de los mejores abogados litigantes de una oficina de cuatrocientos cincuenta ayudantes del fiscal del distrito, me cogió de un brazo y, sin ninguna explicación, me llevó a toda prisa por el pasillo al despacho de J. Miller Leavy, director de Operaciones Centrales.

      Leavy estaba hablando con dos tenientes del LAPD con los que yo había trabajado en casos anteriores, Bob Helder y Paul LePage. Escuché un momento y oí la palabra «Tate». Me volví hacia Aaron y le pregunté: «¿Vamos a llevarlo nosotros?».

      Asintió con la cabeza.

      Mi único comentario fue un débil silbido.

      Helder y LePage nos esbozaron un resumen de lo que habían dicho Ronnie Howard. Como continuación de la visita de Mossman y Brown de la noche anterior, otros dos agentes habían ido a Sybil Brand aquella mañana y hablado con Ronnie un par de horas. Habían conseguido bastante más información, pero seguía habiendo unas lagunas tremendas.

      Decir que a esas alturas los casos Tate y LaBianca estaban «resueltos» habría sido una burda exageración. Como es lógico, en cualquier caso de asesinato dar con el asesino es importantísimo. Pero solo es un primer paso. Ni encontrar ni detener ni imputar a un acusado tiene valor probatorio, ni demuestra la culpabilidad. Una vez identificado el asesino, queda el difícil (y a veces insalvable) problema de vincularlo con el crimen mediante pruebas sólidas y admisibles, y luego demostrar la culpabilidad más allá de la duda razonable, ya sea ante un juez o un jurado.

      Y todavía no habíamos dado siquiera el primer paso, mucho menos el segundo. Al hablar con Ronnie Howard, Susan Atkins se implicó a sí misma e implicó a «Charles», se suponía que refiriéndose a Charles Manson. Pero Susan también dijo que había otros implicados, y nos faltaban sus identidades. Eso sobre el caso Tate. Sobre el caso LaBianca no había casi información.

      Una de las primeras cosas que quise hacer, tras examinar las declaraciones de Howard y DeCarlo, fue ir al rancho Spahn. Se arregló que viajara a la mañana siguiente con varios inspectores. Pregunté a Aaron si quería acompañarme, pero no podía55.

      Cuando volví a casa a última hora de la tarde y le dije a mi esposa, Gail, que nos habían asignado el caso Tate a Aaron y a mí, ella compartió mi entusiasmo. Pero con reservas. Estaba esperando que nos cogiéramos unas vacaciones. Yo llevaba meses sin tomarme un día libre. Incluso en casa, por la noche, leía transcripciones o investigaba jurisprudencia o preparaba exposiciones. Aunque todos los días me aseguraba de pasar algo de tiempo con nuestros dos hijos —Vince hijo, de tres años, y Wendy, de cinco—, cuando llevaba un caso importante me sumergía en él por completo. Prometí a Gail que intentaría librar algunos días, pero hube de admitir con toda sinceridad que podría tardar un tiempo en hacerlo.

      Por entonces, por suerte, no sabíamos que viviría con los casos Tate-LaBianca durante casi dos años, invirtiendo de promedio cien horas a la semana, acostándome pocas veces, si es que alguna, antes de las dos de la mañana, todos los días de la semana. Ni que los escasos momentos que Gail, los niños y yo íbamos a pasar juntos carecerían de privacidad, pues nuestro hogar iba a convertirse en un fortín y un guardaespaldas no solo iba a vivir con nosotros, sino que iba a acompañarme a todas partes, tras la amenaza de Charles Manson de que «mataría a Bugliosi».

      DEL 19 AL 21 DE NOVIEMBRE DE 1969

      Menudo día escogimos para el registro. Hacía un viento increíble. Cuando llegamos a Chatsworth, casi nos zarandeaba fuera de la carretera.

      No fue un viaje largo, tardamos bastante menos de una hora. Desde la Sala de Justicia, en el centro de Los Ángeles, hasta Chatsworth hay algo menos de cuarenta kilómetros. Subiendo al norte por Topanga Canyon Boulevard, unos tres kilómetros más allá de Devonshire, dimos un giro brusco a la izquierda, hacia la carretera del Paso de Santa Susana. Esta carretera de dos carriles, antes muy transitada, ha perdido los últimos años el tráfico en beneficio de una autopista, más rápida, y serpentea hacia arriba dos o tres kilómetros. Luego, de repente, al lado de una curva, a la izquierda, allí estaba, el rancho de cine Spahn.

      La maltrecha calle Mayor estaba a menos de veinte metros de la carretera, a la vista. La zona estaba llena de carrocerías destrozadas de automóviles y camiones. No había señal de vida.

      El lugar tenía un toque irreal, acentuado por el estruendo del viento y el aspecto de total abandono,


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