Rumbo a Tartaria. Robert D. Kaplan

Rumbo a Tartaria - Robert D.  Kaplan


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de seguridad occidental.

      Después de una larga jornada de entrevistas, en las que escuché las preocupaciones búlgaras por los gitanos, la OTAN, los conflictos en Bosnia y Kosovo, y la infiltración rusa a través del crimen organizado, vi con toda claridad la distancia que existía entre Washington y Sofía. Aquel día regresé al hotel y, una vez en mi habitación, encendí el televisor en el momento en el que Chris Matthews, comentarista de Washington, vociferaba en el programa Larry King Live sobre Monica Lewinsky y decía que «Clinton es como O. J. Simpson en su Ford Bronco...». A pesar de la ilusión de proximidad que crea la televisión vía satélite, los problemas de 8,8 millones de personas que hay en Bulgaria podrían haber sido un producto de mi imaginación, a juzgar por lo que los medios de comunicación de Washington consideraban importante. Rumania y Bulgaria no tenían cabida en las noticias ni siquiera durante la primavera de 1998, cuando el debate sobre la primera fase de ampliación de la OTAN se encontraba en su apogeo. En consecuencia, probablemente cualquier periodista estadounidense que se tomara la molestia de venir aquí iba a recibir una atención tan constante como inmerecida. En el curso de una reunión que mantuve con una docena de analistas políticos en casa del embajador de Estados Unidos, uno de ellos, Avis Bohlen, dijo:

      —Bueno, ¿cuáles son realmente sus opiniones sobre Bulgaria, señor Kaplan? Los que estamos en esta sala no nos llamamos a engaño. Lo que usted escribe podría muy bien afectar a la política de Estados Unidos para con nuestro país.

      De hecho, el presidente Petar Stoyanov, jefe de Estado de Bulgaria, me dio las gracias por dedicar parte de mi tiempo a escribir sobre su país. Después de haber visitado muchos países cuyos gobernantes querían que me marchara, quedé impresionado por el convencimiento del presidente de que la publicidad, fuera del tipo que fuese, sería buena para Bulgaria. El auténtico miedo era a quedar olvidados.

      Me reuní con Stoyanov en el ambiente fúnebre de la antigua sede del partido comunista, con sus alfombras marrones y su mármol color ceniza. De unos cuarenta y cinco años, moreno, con un traje de corte excelente, gafas con montura de alambre, Stoyanov parecía el agresivo abogado que era antes de ser elegido presidente en diciembre de 1996. La diferencia entre él y el presidente Constantinescu de Rumania era fundamental. Mientras que Constantinescu, profesor de universidad, exponía sus ideas elocuente y tortuosamente, Stoyanov entró rápidamente en la habitación, me saludó sin presentaciones ni formalismos, se quitó la chaqueta y fue derecho al asunto.

      —Al expresar nuestro deseo de ingresar en la OTAN, hemos hecho una elección entre civilizaciones. No queremos ser víctimas de un canje político como ocurrió en Yalta. Durante cuarenta años fuimos como un enfermo que ha sido operado de la vista pero al que aún no le han quitado la venda de los ojos. Durante el comunismo vivimos con una tecnología perpetuamente deficitaria, sin acceso a los productos modernos, sin posibilidades de viajar. Y no hablemos de la devastación psicológica. El comunismo era una religión nefasta provista de un moderno aparato de seguridad. A causa del telón de acero, los inversores sabían más de Sri Lanka que de Europa central y oriental.

      —¿Le preocupa a usted Kosovo? —pregunté.

      —«Preocupación» es una palabra suave en este caso. Estoy angustiado, en una gran tensión. Si la situación tomara un curso negativo, nosotros nos veríamos gravísimamente perjudicados. Un nuevo embargo contra Serbia sería nocivo para la economía búlgara. Somos el único país balcánico sin conexión con Europa central como no sea a través de Yugoslavia. Si Occidente sigue una línea política de debilidad en Kosovo, quedaremos geográficamente marginados.

      A diferencia de Rumania, Bulgaria estaba profunda y estratégicamente implicada en los problemas históricos de la antigua Yugoslavia. El tratado de San Stefano, en 1878, producto de la victoria rusa sobre los turcos en los Balcanes, había entregado a Bulgaria lo que es hoy la antigua República Yugoslava de Macedonia. Aunque ese tratado fue abolido por el Congreso de Berlín meses después, los búlgaros siempre han creído que los eslavos de Macedonia son en realidad búlgaros occidentales que hablan un dialecto de su misma lengua. De hecho, la Macedonia histórica se adentra en Bulgaria y la parte meridional de este país es conocida como Pirin Macedonia. Si un día los desórdenes de Kosovo desestabilizaran a la vecina Macedonia, podría reaparecer el problema centenario que surgió tras la desintegración del Imperio otomano en los Balcanes —en torno a temas como las fronteras de Macedonia y si Macedonia era realmente un país—, y ello socavaría el Estado búlgaro.

      A raíz de la desmembración de Yugoslavia en 1991, la soberanía de Macedonia provocó largas y airadas protestas en Grecia, ya que Macedonia también ocupa una parte de su territorio histórico. En cambio, los búlgaros, abrumados por un colapso económico debido a décadas de comunismo, permanecieron apáticos, como si hubieran dejado atrás sus querellas históricas. Desgraciadamente, no era del todo así.

      —Los albaneses ocuparán Macedonia dentro de veinte años. Ya lo verá usted, es una mera cuestión demográfica. Es un principio de la naturaleza que los animales que se hallan en una fase inferior de evolución sean más prolíficos —me dijo Stoyan Boyadjiev, presidente de la Unión Cultural Macedonia en Bulgaria.

      Después de entrar en un edificio de apariencia mediocre, yo había subido en ascensor para acceder a una oficina ostentosa y amplia, llena de teléfonos móviles, en la que media docena de ancianos formaron un semicírculo a mi alrededor y empezaron a hablar de su patria. A su entender, ésta debería ser «la provincia búlgara de Macedonia» que los serbios y Tito les habían arrebatado y habían incorporado a Yugoslavia. Después de la desintegración de Yugoslavia, esta parte de Macedonia ganó la independencia; pero ellos pensaban que habría podido volver a Bulgaria. Al mismo tiempo que iban exponiendo sus quejas me decían que fuera tomando nota. Describieron a Kiro Gligorov, actual presidente de Macedonia —un hombre de ochenta y un años que había arrastrado un intento de asesinato en su lucha por mantener la paz en un país dividido en el que los albaneses musulmanes eran incitados a luchar contra los macedonios, que son eslavos—, como «un estalinista sin ambages y el más acérrimo enemigo de Estados Unidos».

      —Usted tiene que decir a los que toman las grandes decisiones en su país que se deshagan de ese estalinista, Gligorov y su Estado bolchevique de Macedonia, porque hay auténticos demócratas preparados para asumir el poder —me dijo Boyadjiev.

      Al hablar de demócratas se refería a la Organización Revolucionaria en el Interior de Macedonia (ORIM), en cuya oficina búlgara me encontraba en ese momento. La ORIM había aportado los primeros terroristas del siglo XX cuando, con el apoyo búlgaro, sus sicarios trataron de desestabilizar las partes de Macedonia «robadas» a Bulgaria por Serbia y Grecia tras la segunda guerra de los Balcanes en 1913. La ORIM reapareció después de la desintegración de la Yugoslavia comunista y se había convertido en un partido político francamente moderado en Skoplie, capital de Macedonia. Sin embargo, sus extremistas estaban en Sofía: un puñado de hombres de edad con amargos recuerdos:

      «Yo estuve tres veces en un campo de concentración titoísta en Bitola [en el sur de Macedonia], y todo porque me atreví a decir que me sentía orgulloso de ser búlgaro. ¿Cómo puede uno ser un hombre cabal sin sentirse orgulloso de su nacionalidad?...».

      «Mi padre y yo pasamos doce años en una cárcel serbia porque luchamos por una Bulgaria macedonia democrática. ¿Quiere usted que lo olvide? ¡Jamás!»

      «No existe una lengua macedonia. Lo que hablan en Skoplie es simplemente un dialecto serbio creado por la Komintern. La verdadera lengua de Macedonia es el búlgaro...»

      Mientras ellos hablaban, varios jóvenes de aspecto duro vestidos con blazers iban de allá para acá haciendo llamadas telefónicas, sirviendo café turco y escuchando con atención. Los más mayores estaban llenos de odio, pero los jóvenes sólo querían luchar, al menos así me pareció. Era una mezcla explosiva: ancianos dominados por el rencor y jóvenes gorilas fáciles de impresionar, la misma mezcla que había originado el fascismo rumano. En 1923, A. C. Cuza, un profesor de cierta edad de la Universidad de Iaşi, en la provincia rumana de Moldavia, había fundado la Liga Antisemita de la Defensa Nacional Cristiana. El protegido de Cuza era un estudiante joven llamado Corneliu Zelea Codeanu, que en 1927 fundó la Legión del Arcángel


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