Mujeres y educación en la España contemporánea. Raquel Vázquez Ramil
señora de Riaño contribuyó a la revalorización de bordados, telas y objetos de artesanía popular; el Museo Pedagógico Nacional inició su colección de bordados con una importante donación de doña Emilia. Según Elvira Ontañón: «El fin de esta colección de bordados, que llegó a ser realmente valiosa, era que las futuras maestras aprendiesen a conocer y valorar los tesoros del arte popular, especialmente el español, y lo transmitieran después en las escuelas»[38].
La relación de Giner con la penalista gallega Concepción Arenal[39] tiene un carácter intelectual y entrañable a la vez. La amistad entre ambos comenzó, «si no recuerdo mal, el año de 1868; era entonces don Francisco un profesor muy joven, muy inteligente, con el carácter abierto y cariñoso que ha conservado hasta su muerte. Mi madre tenía 48 años, pero sus achaques la habían envejecido y representaba muy bien 60»[40].
Concepción Arenal mantuvo estrechos vínculos con los intelectuales krausistas; admiradora de la obra en pro de la educación de la mujer llevada a cabo por Fernando de Castro, fue miembro de la Junta Directiva del Ateneo Artístico y Literario de Señoras y siguió los progresos realizados por la Asociación para la Enseñanza de la Mujer; años después colaborará asiduamente en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza con artículos sobre temas penales y feministas. Con Francisco Giner mantuvo una relación afable y de mutuo respeto intelectual. «Había […] de común en ambos una gran bondad y una gran inteligencia, y sobre estas bases se cimentó la amistad», como observa el profesor Porto Ucha[41]. Cuando Giner es desterrado a raíz de la segunda cuestión universitaria, Concepción Arenal le escribe unas sentidas palabras:
Yo supe del atropello cuando y como podía hacerme más daño y, por una extraña combinación, al recibir la noticia temí hasta por la vida de usted. Con esto y otras cosas mi cabeza ha estado muy mal […]. Usted habrá estado y estará sereno, nadie me lo ha dicho, pero lo sé; usted debe saber también que sus amigos no pueden estarlo; yo tengo lágrimas de mujer y cólera de hombre[42].
Concepción Arenal no era persona dada a las efusiones sentimentales ni a la exageración, sino todo lo contrario; la preocupación por Giner nacía de una sincera preocupación y del cariño. Años después Concepción Arenal invita a Giner a la casa de su hijo Fernando, en Pontevedra, y le describe el ambiente con una gracia y una ironía que denota gran complicidad entre ambos:
Condiciones materiales. Un cuarto reducido y modesto como conviene a un filósofo; una cocinera no clasificada bajo el punto de vista antropológico, pero higiénica, porque no excita el paladar con artificios y no se come más que lo necesario fisiológicamente. (No se le habrá a usted escapado que la humanidad se divide en dos grandes grupos, uno que padece en vida y muere antes de tiempo por comer demasiado, y otro por no comer bastante). Ruido de llantos, cantos y risas de niño […].
Condiciones morales, lujo y buen gusto.
Condiciones intelectuales, un decente pasar, aquí todavía no tenemos sentido común[43].
Giner, quien en esa época padecía una enfermedad nerviosa, no aceptó la invitación, pero el tono de Concepción Arenal, desenfadado y abierto, refleja la familiaridad que había entre ambos y que continuó, tras la muerte de la penalista, con su hijo Fernando García-Arenal y posteriormente con las hijas de éste, especialmente Pilar García-Arenal Winter, quien colaboró en el Instituto-Escuela.
Otra notable amistad femenina de don Francisco fue Emilia Pardo Bazán[44], la obra de la escritora gallega le interesó desde el primer momento y ese interés fue el germen de una comunicación intelectual frecuente plasmada en una abundante correspondencia[45]. Giner sufragó la edición de Jaime (1881), colección de poemas que la condesa de Pardo Bazán dedicó a su primer hijo, y le dio a conocer las obras feministas de John Stuart Mill. Aunque ambos eran de temperamento muy diferente y sus actitudes vitales no coincidían en absoluto, acertaron en encontrar un punto común basado en el respeto mutuo; doña Emilia contó siempre con el consejo amable de Giner; mujer apasionada y visceral, muy apegada a Augusto González de Linares, describió en una carta el ideal de mujer que convenía a los krausistas y que tan difícil era de encontrar en España (de ahí la frecuencia de matrimonios con extranjeras o el elevado número de krausistas solteros):
Declaro que no conozco –no digo media docena– ¡ni una! mujer útil para él. V. sabe de sobra lo que Augusto tiene derecho á exijir [sic] de su compañera. La necesita joven, para poder formarla, simpática, para amarla, distinguida, porque eso, si no nace con la mujer, ¿quién lo infunde? Además, requiere la mujer de Augusto ser muy poeta, para asociarse a las grandes aspiraciones de Augusto: y muy práctica, porque como él tiene en ciertas materias la inocencia bautismal, importaría que ella fuese un espíritu positivo en el buen sentido de la palabra. ¡Cuántas cosas! y otras mil que me callo porque V. las sabe mejor que yo. Pues entre las niñas casaderas que conozco lo dicho! ni una. –Ésta por fría y helada, por casquivana aquélla, la de más allá porque quiere marido rico, la otra porque es poco discreta […] y muchas porque, siendo quizás muy buenas, carecen de todo encanto– […][46].
Fuera del selecto círculo institucionista, era difícil encontrar una joya como la que deseaba doña Emilia, no sin cierta malicia, para el joven González de Linares. La condesa no encajaba en el sobrio ambiente krausista, pero a Giner le interesaba su obra y era persona profundamente tolerante con las ideas y actitudes ajenas.
Emilia Pardo Bazán, al igual que Galdós, con quien mantuvo una apasionada relación en la década de los ochenta del siglo XIX, no sólo observó a los krausistas, sino que los llevó a sus obras literarias. La piedra de toque es la publicación en 1878 de La familia de León Roch, de Benito Pérez Galdós[47], en la que un intelectual de filiación krausista acaba aplastado por el fanatismo de una esposa católica a machamartillo con una familia de rancio abolengo, en el peor sentido del adjetivo. Galdós toca el tema de refilón en otra novela, El amigo manso, de 1882, y Emilia Pardo Bazán lo incluye en La madre naturaleza (1886), obra que en su momento fue considerada máximo exponente del naturalismo en España y duramente criticada. El protagonista de La madre naturaleza, Gabriel Pardo, es un joven a la búsqueda de su propia identidad que, como tantos de su generación, pasa por una fase krausista en la que reza «al Dios impersonal y sin entrañas», pero acaba vencido por el peso de un ambiente mediocre, que todo lo puede.
A pesar de la divergencia de caracteres, Emilia Pardo Bazán siempre estimó los consejos amables de Giner:
[…] a menudo sus palabras o sus renglones, llenos de efusión y de sinceridad, me consolaron de la crítica incomprensiva, del bárbaro palo o del elogio superficial y yerto[48].
Durante sus estancias en Madrid frecuentaba la casa de la Institución, causando la admiración de los que la veían con su exuberancia y peculiar personalidad.
Algunas veces venía doña Emilia Pardo Bazán, cuyo primer libro publicó don Francisco. Era una persona que de niña me fascinaba con sus cadenas, collares, impertinentes, plumas, su gordura, y su conversación tan parecida a la de un hombre[49].
Giner mantuvo una fructífera relación intelectual con dos de las mujeres más notables de su época, ambas gallegas, y no dejó de admirar en otras, generalmente extranjeras, de su entorno el talento, el buen gusto y el encanto