Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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con vosotros, maldicen de mí. Ellos os habrán dicho que poseo casas con paredes de oro y que me tengo por un dios. Las casas ya veis que son de cal y canto, y yo…

      Moctezuma se abrió las vestiduras. Mostró su pecho desnudo.

      —Bien comprendéis que soy de carne y hueso, mortal como vosotros. Es cierto que recibí oro en herencia de mis abuelos, y de ello podéis disponer cuando lo deseéis. Aquí os proveeremos de lo necesario para vuestra gente.

      Cortés escuchó con atención las palabras que le susurraba Marina al oído. Por fin, Moctezuma preguntó si eran todos hermanos y vasallos del gran emperador Carlos.

      El asentimiento de Cortés pareció tranquilizar al soberano.

      Antes de retirarse, Moctezuma hizo que sus servidores trajeran maíz, frutas y guajolotes para ellos, y hierba para los caballos. Les dijo que eran libres de andar por donde quisieran en la ciudad y que volvería a verlos al día siguiente. Tenían, insistió, él y Malinche, mucho sobre lo que hablar, pues podían aprender mucho el uno del otro.

      II. LAS TRETAS DE MOCTEZUMA

      Tenochtitlán, noviembre de 1519

      1

      Tras fortificar sus aposentos, los primeros días de los barbudos pasaron entre visitas matutinas de Moctezuma, paseos por los jardines y huertos que rodeaban el palacio de Axayácatl y alguna discreta excursión en grupo por la calzada de Tacuba y los alrededores del vecino centro ceremonial, donde comprobaron que los mexicas los miraban con indiferencia.

      La vida cotidiana continuaba.

      No hubo señas de que se preparase nada contra ellos hasta el cuarto día, cuando notaron que sus servidores tenochcas no se mostraban tan solícitos. El cambio coincidió con una carta que recibió Cortés, quien nada más leerla fue en busca de sus capitanes, con expresión preocupada.

      —Me traen dos indios de Tlaxcala noticias aciagas de Veracruz y la costa…

      En Veracruz había dejado como alguacil a su amigo Juan de Escalante, al mando de medio centenar de españoles, para imponer orden en la región. La carta explicaba que algunas guarniciones mexicas reclamaban de nuevo tributos a los pueblos de la costa. Al saberlo, el capitán español juntó a los totonocas amigos que le enviaba el Cacique Gordo, para atacar a los rebeldes. En la batalla, los mexicas habían capturado un soldado, muerto a un caballo y dañado gravemente al propio alguacil y a otros seis castellanos que fallecieron a causa de las heridas.

      —Le atacaron capitanes de Moctezuma. Han muerto muchos indios de Zempoala. Los mexicas capturados dicen que actúan según órdenes llegadas de Tenochtitlán. Aseguran que los que estamos aquí no regresaremos y que a otros españoles, allá donde se encuentren, los asesinarán.

      —Han visto que no somos invencibles —observó Alvarado—. Ahora entiendo por qué insiste tanto, el Moctezuma, en que somos, como él, de carne y hueso…

      Los que habían conocido a los caídos se santiguaron y murmuraron un rezo. Al cabo, Gonzalo de Sandoval tomó la palabra. Era de los capitanes que con mayor firmeza se habían opuesto a entrar en Tenochtitlán.

      Había una irritación evidente en su voz.

      —Lo que nos temíamos ha ocurrido. Y ahora, ¿cómo demonios lo remediamos?

      —Debemos ajusticiar a los responsables y castigar a Moctezuma —dijo Alvarado—. Esta gente solo responde por temor. O nos vengamos de inmediato o nos perderán el respeto.

      Algunos asintieron. El resto callaba.

      Cortés se llevó la mano derecha a la oreja como pidiendo que escucharan. Fuera seguía el incesante trajín de la vecina calzada de Tacuba. Y también, hacia el otro lado, el ruido del concurrido centro ceremonial. Allí se celebraba un juego de pelota esa misma mañana.

      —¿Tenéis idea de cuántos indios hay en esta ciudad?

      —¿Qué importa eso? Muchos miles —se irritó Alvarado.

      —¿Sabes cuántos somos nosotros?

      —Cuatrocientos. Más o menos.

      —Y si esos muchos miles de súbditos de Moctezuma que ahora están tranquilos porque nos ven convivir con su señor se dan cuenta de que le prendemos o matamos, se rebelarán. Y por muy buenos guerreros que seamos, con arcabuces y falconetes o sin ellos, nos será imposible salir con vida.

      —Entonces, ahora mismo, a todos los efectos, somos sus prisioneros —concluyó, con un suspiro, Cristóbal de Olid, el tercer capitán después de Pedro de Alvarado y Sandoval.

      —¿No os habíais dado cuenta?

      Cortés casi se mofaba. Disfrutaba del desconcierto de sus capitanes.

      —Pero todavía se puede hacer algo.

      —¿El qué?

      —Arrestar a Moctezuma sin que los tenochcas se den cuenta de que lo hacemos.

      —Y eso, ¿cómo se guisa?

      Cortés, cuando decía algo, raro era que no lo trajera bien meditado. El extremeño tenía maña para dirigir a su gente. No gustaba de pensar en voz alta delante de nadie. Por eso iba siempre varios pasos por delante.

      —Le invitaremos a nuestros aposentos. Mientras sus servidores vean que no se le humilla ni se le ataca, estarán tranquilos. No osarán nada contra nosotros. Y él, cuando entienda que en cualquier momento le podemos atravesar con la daga, se cuidará también de no intentar nada.

      Los capitanes no parecían convencidos.

      —¿Y si es verdad que ha ordenado matar a todos los españoles? —preguntó Juan de Velázquez y León, velazquista en un principio, por ser sobrino nada menos que del gobernador de Cuba, al que Cortés había transformado a lo largo de la campaña en uno de sus hombres más leales—. Porque yo ya no me siento seguro. Está claro que el plan de Moctezuma es familiarizarse con nosotros, ver lo que puede aprender, esperar a que nos relajemos, y entonces matarnos.

      Sus palabras quedaron flotando en el aire.

      —Se le puede arrestar hasta que sepamos si está detrás de lo sucedido. Hoy he quedado en acercarme al Templo Mayor, después de visitar la plaza de Tlatelolco. Acompañadme todos con una decena de hombres… Iremos a caballo.

      2

      Hasta entonces se habían conformado con salir a deambular por los jardines y los alrededores, pero hoy tenían previsto visitar a caballo la plaza de Tlatelolco, hacia el noroeste.

      Aunque Tlatelolco originariamente era una isla diferenciada de Tenochtitlán, hacía muchos años que ambas formaban parte de la misma ciudad, separadas solo por la acequia de Tezontlale, que hacía de demarcación natural.

      En el gigantesco mercado, convergían dos calzadas menores, provenientes del norte. Muy cerca había un centro ceremonial con templos piramidales, cúes casi tan grandes como los de Tenochtitlán, y en lo alto adoratorios y braseros humeantes.

      La plaza era como dos veces la de Salamanca. Había en ella tal multitud que, pese a aparecer Cortés y sus capitanes a caballo, pasaron prácticamente inadvertidos. Sin bajarse, dieron una vuelta y ojearon con curiosidad la actividad frenética.

      Podía haber allí aquella mañana más de veinte mil almas.

      Se vendía de todo: oro, piedras preciosas, ropa, algodón, plumas, mantas, esclavos y esclavas, tantos como los que los portugueses traían de Guinea, unos con collarines de cuero, otros sueltos. La plaza estaba dividida en largos pasillos, cada cual con su especialidad.

      En uno se vendían mazorcas de maíz, hongos que llamaban huitlacoche, frijoles y verduras y legumbres del valle. En otro guajolotes, venados, patos y perros xólotl, con orejas largas y puntiagudas, que iban examinando cuidadosamente los compradores. Si alguien lo pedía, ahí mismo se lo mataban y desollaban,


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