Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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la calzada hasta la capital de Moctezuma. Abrían la marcha cuatro jinetes y luego, bien destacado delante del resto, un soldado que hacía ondear el estandarte carmesí de Castilla, trazando un círculo e inclinándolo de un lado a otro.

      A sus espaldas, reverberaban al sol los morriones y corazas de los piqueros. Y detrás llegaban ballesteros y arcabuceros, los de a caballo, los indios de guerra de Tlaxcala, los únicos que lanzaban voces retadoras, el resto de españoles y ya después caciques que se les habían ido uniendo y muchos indios de Zempoala enviados por el Cacique Gordo y desde otras provincias amigas, que servían de porteadores, cargando con los fardos de aquel medio millar escaso de barbudos que avanzaban con la preocupación pintada en el semblante.

      Ese día, frío y soleado, la bruma que cubría el lago de Texcoco por la mañana iba desapareciendo. Era como si quisiese desvelar sus secretos. Cada vez se apreciaba mejor la capital de Moctezuma. «Vamos directos a la boca del lobo», observó un soldado.

      Aquella era la ciudad más próspera de todo el Nuevo Mundo. Grandes torres y pirámides parecían surgir del agua. El resto eran edificios encalados, palacios con cantería de primera, bien labrados, con carpintería de cedro, jardines arbolados, vergeles en las azoteas.

      Centenares de casas blancas se erguían, rodeadas por canales repletos de las canoas en que se movían los lugareños. Y alrededor había verdes huertas, las chinampas, balsas rellenas de tierra donde se cultivaban flores y verduras.

      A los barbudos aquello les parecía un sueño o un encantamiento como los que contaban en los libros de caballerías. Así lo describiría más tarde Bernal Díaz del Castillo en su crónica. Era una ciudad de más de cien mil habitantes. Ninguno había visto nunca nada parecido.

      La calzada, ancha de ocho pasos, se iba llenando de gente que entraba y salía de Tenochtitlán. Al ver pasar a los hombres del estandarte carmesí, se paraban espantados por los caballos. Cada poco había un puente levadizo que servía de compuerta, con un mecanismo para graduar o cerrar el paso del agua. Los capitanes tomaron buena nota.

      —Va a ser verdad que es tan difícil de tomar como fácil de defender… —dijo Cortés a Marina, que, subida a la grupa de su caballo, mantenía su compostura.

      Muchos tenían en mente las reiteradas advertencias de los caciques de la Sierra Nevada. Y sin embargo allí estaban, desfilando a pie por la calzada principal, mirando a los indios en las canoas a uno y otro lado. No se sabía quién maravillaba más a quién en aquel encuentro entre dos mundos.

      7

      La calzada se cruzaba con una más pequeña que iba a Coyoacán, otra población de la laguna. En el punto donde se juntaban había unas torres que guardaban los primeros guerreros.

      Allí les salieron al paso más caciques. Bajaron de sus literas con gran dignidad. Tras preguntar en su lengua por el jefe de los teules, se presentaron ante Cortés y saludaron tocando el suelo.

      Marina les dijo que eran bienvenidos. Cortés, destacándose de entre sus hombres, bajó del caballo para saludarlos con un abrazo castellano. Mientras tanto, su pequeño ejército permaneció expectante. Enseguida comprobaron que los caciques se apartaban para dejar paso a otro dignatario que apareció con un séquito aún más lujoso.

      —Él es Moctezuma —dijo Marina.

      La importancia del recién llegado se notó por el silencio reverencial que se había hecho. Su manta no era más rica que la de sus caciques, pero el fastuoso penacho que adornaba su frente, verde y en abanico como la cola de un pavo real, lo señalaba en medio de sus súbditos.

      Moctezuma descendió de la litera. Caminó bajo un palio adornado con plumas, plata y oro y bordados de gran belleza. El palio lo portaban caciques descalzos que al frente del séquito del tlatoani se ocupaban de que no le diera el sol.

      Moctezuma era el único calzado con cotaras, una suerte de sandalias, adornadas con pedrería.

      Al ver que se apeaba, los caciques más cercanos se precipitaron a ayudarle.

      Al mediodía subía la temperatura. Los barbudos ya no temblaban de frío, como en la sierra.

      Por todas partes, los sirvientes echaban flores al suelo, para adornar el encuentro.

      —Deteneos —dijo Moctezuma.

      Los caciques lo seguían, con el palio, y un par de sirvientes barrían a su paso y echaban mantas al suelo justo por delante. Los españoles no perdían detalle. De los mexicas, ninguno osaba mirar al tlatoani. El portador del penacho imperial ya había reconocido a Malinche, por los retratos de sus embajadores, y Cortés se acercó hasta él.

      —Os doy la bienvenida a mi ciudad, teules.

      Cortés traía consigo un collar de cuentas de vidrio en forma de margaritas, con muchas labores, ensartadas en unos cordones de oro perfumados con almizcle. En medio del corro expectante, se lo puso al cuello. Ya le iba a abrazar a la usanza castellana, cuando dos caciques lo detuvieron sujetándole el brazo. Marina le explicó que aquel gesto, entre mexicas, era un menosprecio.

      8

      ¡De modo que este era Moctezuma!

      Cortés no apartaba la mirada. Procuraba grabar en su mente las facciones de aquel hombre bien proporcionado y algo seco de carnes, en la cuarentena, con cabellos ni largos ni cortos cubriéndole las orejas por debajo del penacho. El gesto serio, sin sonrisa ni agresividad, atento a cada palabra, mantenía la dignidad en todo momento.

      En el peñote fortificado se había hecho un silencio absoluto. De lo que ocurría más allá, ningún español podía dar cuenta, de tan concentrados que estaban.

      —Dile que un abrazo se lo dan en mi tierra dos iguales.

      Cortés observó con satisfacción el collar de margaritas que le había puesto al cuello. Moctezuma parecía indiferente. Marina tradujo, pero el tlatoani, ignorando su presencia, solo tenía ojos para Cortés. Él y el barbudo extranjero se miraron con fijeza, como desentrañándose uno al otro.

      Los ojos inteligentes de Cortés brillaban divertidos en medio de su cara poblada.

      —Dice que, ante los ojos de sus dioses y su gente, no sois iguales…

      —Dile que, según mi dios Jesucristo, el único verdadero, todos los hombres son iguales.

      Esta vez, al barbilampiño Moctezuma se le escapó un ligero rictus de ironía.

      —El tlatoani dice que no entiende qué poder tiene ese palo ante el cual os humilláis los teules.

      Cortés comprendió que aquello no iba a ser fácil. Involuntariamente, buscó por el rabillo del ojo a Alvarado, Sandoval, Cristóbal de Olid, Juan Velázquez. Sus capitanes ya bajaban de sus caballos y esperaban con la mano cerca de la espada.

      El de Medellín no perdía la sonrisa.

      —Dile que no he recorrido ochocientas leguas para discutir sobre nuestros dioses.

      —El tlatoani dice que ya os advirtió que no merecía la pena el viaje ni las penalidades que habéis pasado. No hay más que lo que veis: una ciudad en mitad del agua, donde vive el gran Moctezuma rodeado de sus servidores…

      Moctezuma subrayó sus palabras paseando la mirada a su alrededor. A medida que se volvía a uno y otro lado, todos bajaban los ojos.

      —Dile que he atravesado mares y remotas tierras y que sus súbditos me han hecho la guerra, han intentado burlarme, desanimarme, asesinarme… Aun así, aquí estoy gracias a ese palo, como él lo llama, que representa al verdadero y único hijo de Dios. Dile que lo sucedido justificaría mi enfado. Pero explícale que nuestro Dios enseña paciencia y misericordia, y que por eso renuncio a la venganza. Solo quiero la concordia entre nuestros pueblos.

      —Dice que eso le complace. Si esto es lo que queréis, no tenéis más que aceptar sus ofrendas y partir.

      9


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