Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas
desde lo alto del Templo Mayor, anunciaba la hora del sacrificio.
El sol estaba a punto de ponerse sobre Tenochtitlán y entraba, como un ladrón, por los ventanucos velados del aposento.
3
El tiempo empezaba a correr rápido y apenas un par de meses después, a muchas millas de Tenochtitlán, el capitán Hernán Cortés, después de haber obtenido la amistad de los totonacas, con quienes selló su primera gran alianza, se relajaba en un aposento del palacio principal de Zempoala. Allí llevaba unos días instalado. A los totonacas se los había ganado desde su llegada a Veracruz con gestos tan atrevidos como ordenar la expulsión de los recaudadores de impuestos de Moctezuma.
Aquello había gustado mucho al Cacique Gordo, el señor totonaca de Zempoala, ciudad vecina de Veracruz. Este, tras comprobar cuán bravamente luchaban los barbudos con sus palos de fuego y sus caballos, había preferido, en señal de paz, entregarles mujeres y obsequios…, y desde entonces, entre veras y burlas, orientaba a Cortés en la complicada política local.
Además de hacerle saber que había muchas naciones descontentas con el yugo mexica, puso especial énfasis en señalar que, de entre ellas, la más importante era la de Tlaxcala…
Quien facilitaba la comunicación era aquella esclava que los acompañaba desde su primera victoria en tierra firme, en territorio maya. La habían bautizado como doña Marina.
En un principio Cortés se la entregó a uno de sus capitanes, Alonso Hernández Portocarrero. Pero cambió de idea nada más constatarse, con la llegada de los embajadores de Moctezuma, que Jerónimo, lengua de la expedición, no hablaba náhuatl y Marina sí.
La cuestión la resolvió enviando a Portocarrero a España como procurador ante la corte.
Y Marina había pasado a compartir oficialmente su lecho.
De Cortés se sabía que antes de llegar a Indias salió de España por problemas con un par de maridos indignados con quienes cruzó estocadas. Esa fama de mujeriego lo acompañaba.
—Ven aquí…
—¿Por qué?
—He dicho que vengas…
Era la primera vez que se deshacía de la coraza: para celebrar la alianza con los totonacas estaba dispuesto a aprovechar la intimidad de las puertas cerradas. Al otro lado se oían las voces de sus guardias.
Sin ganas de repetirlo, agarró por la mano a Marina y la tumbó junto a él en el lecho. La atrajo hacia sí. Marina era una muchacha inteligente, que aprendía con rapidez los rudimentos del castellano: ya apenas necesitaba a Jerónimo y cada vez con mayor frecuencia le acompañaba sola en sus encuentros con los caciques… Eso facilitaba bastantes momentos de intimidad.
Cortés le levantó su huipil: sus delgadas y morenas piernas quedaron al descubierto.
—¿Siempre quieres lo que no puedes tener? —preguntó Marina.
Sintiendo su aliento y la caricia de su barba en el rostro, ya se desvestía en el borde del lecho.
—Siempre… —respondió Cortés.
Y era cierto que siempre había sentido ese anhelo furioso hacia lo imposible…, y también hacia las mujeres prohibidas.
4
Por una cuestión de faldas había llegado su primer desencuentro con Diego Velázquez. Ocurría que el granadino Juan Juárez desembarcaba en Cuba con tres hermanas suyas casaderas y muy bonitas.
Cortés cortejó a la más joven, Catalina, haciéndole vagas promesas de matrimonio.
Como Juárez era hombre de Velázquez, el asunto llegó a oídos del gobernador, coincidiendo además con una serie de rumores que ponían, como secretario suyo, a Cortés a la cabeza de una supuesta conspiración. Lo uno con lo otro decidió al gobernador a prenderlo y quedó en la fortaleza bajo vigilancia.
Por suerte, Cortés consiguió huir y se refugió en el recinto de una iglesia. Pero la situación se complicó cuando Velázquez envió a la enamorada a las proximidades de su refugio.
Como esperaba el gobernador, Cortés no resistió la tentación: salió de la iglesia y cayó en la trampa.
Esa vez se le encerró en la bodega de un barco fondeado en la bahía de donde el prisionero logró escapar a nado, aprovechando la noche.
Solo que, consciente de que la situación se le iba de las manos, por la mañana se presentó en casa de Juárez, para proponerle la única salida razonable al embrollo. Teniendo decidido ejecutarle, el Gordo Velázquez cambió de idea cuando Cortés se manifestó dispuesto a casarse, y finalmente le perdonó y apadrinó la boda.
—Pero tú estás casado, Malinche —dijo Marina, sin dejar de sentirse halagada. Ya estaba desnuda y, empujándolo suavemente, se puso a horcajadas sobre él. Era la postura que prefería.
La mano de ella manipulaba su sexo cada vez más erecto.
—Eso es en el Viejo Mundo. Esto es el Nuevo Mundo…
—¿Las reglas cambian de tu mundo a este?
A Cortés se le escapó una risita burlona.
—Nuevo mundo, nuevas reglas… y viejos vicios.
—¿Y cuándo pensáis decírselo al capitán Alonso? —preguntó Marina, moviéndose con un balanceo suave y procurando no hacer ruido…
A orillas del río Tabasco, tras ganar su primera batalla, Cortés se la había entregado, recién bautizada, a Hernández Portocarrero. Fue un visto y no visto. El español llevaba tiempo sin catar hembra y, nada más quedarse solos la primera noche en su tienda, pudo notar Marina los ojos con que la miraba.
Aunque no entendiese el castellano, no le fue difícil comprender su gesto cuando palmeó el lecho.
No era mal hombre, pero Marina no había lamentado que partiese como uno de los dos procuradores que Cortés enviaba a Castilla en el único navío que no había destruido, el mismo en el que había recibido a los embajadores de Moctezuma, para que lo defendieran de las acusaciones de Diego Velázquez.
—¿Por qué había de decírselo? —dijo Cortés—. Ojos que no ven, corazón que no siente… Es un refrán de mi tierra.
—Hay otro en la mía que dice: si eres verdad, selo del todo. El amor se ahoga en el pozo de la mentira —dijo Marina, ya totalmente desnuda salvo por sus collares de obsidiana, brillantes entre sus pechos—. Bien sé yo que engañáis a todos con las palabras, Malinche… Pero no importa. No os quiero por vuestras palabras. No me importa sino que estéis aquí conmigo.
Y se besaron largamente.
El lecho estaba duro, pero no todo podía ser perfecto en el Nuevo Mundo.
V. HABLA EL FISCAL DE LA CORONA
Valladolid, enero de 1524 (cuarto pleito colombino)
«(…) Después de lo dicho por don Hernando Colón, me veo obligado a explicitar por enésima vez los términos exactos de este litigio que se disputa desde hace quince años ante los magistrados de Castilla. Una vez más constato, como fiscal de la Corona, que no se entienden las motivaciones de don Carlos, señor legítimo de aquellos reinos, y que se tergiversa el sentido de este pleito. Nadie puso nunca en duda la conquista de Cuba se realizase a instancias del almirante Diego Colón. Todos sabemos que Cuba es hoy uno de los dominios más preciadas bajo el yugo de su majestad gracias a la iniciativa de don Diego, que fue hasta ayer mismo gobernador de La Española por designación real. Pero no es eso lo que se cuestiona. Nadie niega que llevase a cabo de forma exitosa la población de Cuba. Lo que cuestiona la Corona es el estatus legal del segundo almirante de Indias. Y ese estatus siempre estuvo, desde el momento en que don Diego juró su cargo como gobernador de La Española, claramente sometido a la autoridad de don Fernando el Católico,