Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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del rey Fernando había viajado a Flandes, una vez muerto el Católico, y había tenido la fortuna de que el señor de Chièvres, quizá porque ambos hablaban francés, le cogiese aprecio.

      Por ello volvía a Castilla acompañando a los nuevos señores del reino y, ya como principal consejero del de Chièvres en asuntos españoles, estaba desbancando a quienes habían servido con el cardenal Cisneros.

      Al venir de su mano, los personajes principales se alojaron en el palacio de sus amigos los Rivadavia, un palacete renacentista en la plaza de San Pablo, enfrente de la magnífica fachada plateresca de la iglesia donde pronto se convocarían Cortes.

      En el patio se habían llenado las dos fuentes que había, con el vino blanco y tinto que amenizaría la estancia de quienes se alojaban en la ciudad. Cabe decir que algunos nobles se negaban a hospedar a los miembros del séquito en señal de protesta al conocer que se entregaban cargos de importancia a extranjeros, una protesta que se animaba desde los púlpitos.

      Después del convite habría toros y cañas en la plazuela de la Chancillería, pero nuestros frailes, que tenían quehaceres, se alejaron en cuanto Carlos desapareció en el interior del edificio. Y no fue sino dos días después cuando fray Bartolomé se presentó en palacio y logró que el canciller Savage lo recibiese en una sala principal.

      Pese a que Savage no hablaba castellano ni Las Casas flamenco o francés, el latín más o menos aromatizado de cada cual les permitió comunicarse.

      —Ah, fray Bartolomé… —Savage le cogió las dos manos con afecto—. Mucho me han hablado de vos mis amigos españoles. Ya he sabido que se empiezan a leer en Europa vuestros tratados… Vuestra fama os precede.

      En las estanterías había colocado sus libros latinos. Entre ellos alguno de Erasmo de Rotterdam, a quien trató personalmente en su tierra. Al ver que su visitante se fijaba, hizo el elogio de él y de Tomás Moro.

      —Doy por supuesto que conocéis su obra —añadió en un magnífico latín.

      Se sentaron a uno y otro lado del gran escritorio. El fuego en la chimenea ardía y Savage se mostró interesado mientras el fraile le exponía los motivos de su visita.

      —Excelencia, si vengo a esta corte por segunda vez en cuatro años es porque la primera, con el cardenal Cisneros, que en paz descanse, no fue posible darle remedio a la grave situación en que se encuentran las colonias…

      —¿No atendió el cardenal a sus peticiones? —preguntó, precavido, el canciller.

      —Al contrario. Las atendió, y de manera prolija. Hablamos largo y tendido de una situación que mereció toda su atención durante mi estancia en la villa de Madrid, antes de regresar a las Indias. El cardenal tomó las disposiciones necesarias que desde entonces procuro en vano aplicar. Aquí se las traigo a vuestra señoría, para que las lea con tranquilidad y se vaya familiarizando con el asunto…

      5

      —El cardenal Cisneros ordenó de manera específica que se liberase a todos los indios, que se acabasen las encomiendas, y envió conmigo a tres padres jerónimos para gobernar las islas, además de una comunidad de bernardinos con la misión de arreglar las cosas de aquellas tierras.

      —¿Y qué ocurrió?

      Los claros ojos de Savage se clavaron en fray Bartolomé. La chimenea a sus espaldas estaba encendida. No había más calor en esas brasas que en los ojos grisáceos del canciller. Tras la amabilidad primera, aparecía la reserva del hombre principal.

      —Que el mundo es malvado, bien sabe vuestra excelencia. Los padres jerónimos y esos bernardinos no soportaron las presiones de los indianos. Han cedido hasta tal punto que me veo obligado a regresar para reclamar en la corte que se preste atención a estos temas tan fundamentales —dijo fray Bartolomé, que sabía que en la corte nada se obtiene con apocamiento.

      —¿Eso, en definitiva, me venís a pedir?

      —Excelencia, no pido sino vuestra atención. Quiero que su majestad don Carlos esté informado de lo ocurrido en las Indias y que, como justo monarca de aquellas tierras, tome las medidas pertinentes. No se puede permitir que continúe tanto abismal sufrimiento para provecho de los encomenderos. Por eso me permito entregaros estos documentos en los que se concreta nuestro proyecto…

      El canciller depositó sobre la mesa los pliegos que le daba y meditó un momento antes de esbozar una sonrisa benevolente.

      —Como es natural, el rey está muy interesado en todo lo que ocurre en sus dominios de ultramar. Es seguro que tomará en serio vuestra petición. Fray Bartolomé, mi buen hermano, perded cuidado. Habéis hecho llegar esto a quien correspondía…

      —Hay otra cuestión que no puedo dejar de poner en conocimiento de vuestra excelencia. Y es que el obispo de Burgos, monseñor Fonseca, como actual jefe de la Casa de Contratación, no está de acuerdo con mi percepción de la situación…

      Era evidente que al canciller no le gustaba oír críticas a monseñor Fonseca en su presencia. Pero fray Bartolomé, aunque comprendió que entraba en un terreno delicado, no estaba dispuesto a perder la ventaja de ser recibido antes que sus enemigos.

      Ya sabía que el jovencísimo rey delegaba todas las cuestiones del gobierno en Savage y en su ayo, el de Chièvres. Como ellos no conocían aún a los notables del reino, oían todo con tiento y tardaban en despachar. Temían ser engañados con falsas informaciones, pues oían versiones muy diferentes, y por eso estaban los asuntos de los reinos tan en suspenso.

      —Nunca fui amigo de hablar mal de terceros, y no disfruto haciéndolo. Creo, como dijo el Filósofo, que quien habla mal es porque no aprendió a hablar bien. Pero ha de saber vuestra excelencia que llevamos años enfrentados debido a que el obispo Fonseca es el gran defensor de los encomenderos y es a él y a su secretario Cochinillos a quienes vienen a ver los indianos con sus quejas… Y yo necesito hacer oír mi voz.

      6

      Fray Bartolomé comprendió que se la estaba jugando, y eso se apreció en la actitud de Savage. «No enciendas tanto la hoguera contra tu enemigo que alcance a quemarte», había advertido Reginaldo, según paseaban por el claustro del colegio de San Gregorio. Pero Las Casas sabía que un hombre sin enemigos es un hombre sin valor y que eran siempre peores las enemistades silenciosas y ocultas que las declaradas.

      —¿Y vos no estáis sometidos a su autoridad?

      Otra vez los ojos del canciller se fijaban en el fraile, calibrándolo.

      El sevillano, sintiendo que había causado una buena impresión, se envalentonó.

      —Lo estuve, aunque al ver la ineficacia de mis protestas concluí que debía ver a su majestad en persona. Séneca siempre dijo que los salones de los monarcas están llenos de hombres y vacíos de amigos. Sospecho que estuvo mal informado.

      —A veces, la autoridad de los reyes se destruye queriendo afirmarla demasiado…

      —Por ello bregué para que don Fernando me diera audiencia. Me parecía que un monarca viejo y prudente era lo mejor para el negocio mío, aunque al parecer me equivoqué. Y cuando murió don Fernando decidí aproximarme al cardenal Cisneros, quien, a diferencia del obispo Fonseca, sí prestó un oído atento y humano a lo que le dije y se mostró horrorizado por los crímenes que se están cometiendo en Indias…

      Meditaba el canciller y otra vez se cogía las manos, asentía con prudencia. Fuera, se oían en el patio voces de guardias. Debía de llegar una nueva comitiva. ¡Había tantos notables locales que necesitaban tratar con el nuevo rey!

      —¿Y antes no hablasteis con monseñor Fonseca?

      —Sí, excelencia, pero su respuesta fue clara. Me dijo: «Y al rey y a mí qué nos importa lo que les pueda ocurrir a los indios en esas tierras». A lo que repliqué: «Y si no es a vos, ¿a quién ha de importar?».

      »Como sabréis, el obispo es presidente del todopoderoso Consejo de Indias, y


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