Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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      Pero no había voluntad de festejo.

      Ni tapices en los balcones. Ni demasiadas damas asomadas.

      Tampoco en las calles había preparativos más allá de algún pobre arco de triunfo levantado para la ocasión.

      Pero había inquietud y, cuando después de comer repicaron las campanas de San Pablo y La Antigua, la gente dejó sus labores y se llenó poco a poco la corredera.

      A la puerta de La Antigua aguardaban las autoridades, con sus mejores galas.

      Entre las personas más elegantes se decía por lo bajinis que el retraso había sido una maniobra de monsieur Chièvres, ayo de Carlos, para no toparse con el cardenal Cisneros, el único capaz de imponerle su autoridad.

      —¡Habladurías sin fundamento! —exclamó fray Bartolomé—. Es lógico que se detenga a conocer a sus nuevos súbditos, y que procure que los habitantes de las ciudades se sientan honrados…

      2

      Hasta el momento, la parada más comentada era la de Tordesillas. Desde el principio Carlos había expresado su deseo de ver a Juana, su madre y reina legítima, enclaustrada por el rey Católico.

      Aunque no se sabía de qué trataron, el gesto gustó a los castellanos.

      El que el heredero visitara a su madre y buscase su consentimiento para reinar en su nombre —algo que la Loca había aceptado sin problemas: nunca le había interesado el poder a doña Juana— acercaba a este extranjero, un poquito más, por lo menos, al corazón del pueblo.

      También se comentaba que a Carlos le había impresionado Catalina, la hija asilvestrada de Juana, criada en el convento. El contraste entre él y Leonor, recién llegados de Flandes, con las pompas de aquella tierra, y la chiquilla despeluciada y vestida como una aldeana era tan grande que, preocupado, había debatido si convenía dejarla o llevarla consigo.

      Después, en Mojados, tocó conocer a su hermano Fernando, también hijo de Felipe el Hermoso y Juana, y nieto preferido del viejo rey Católico. Había sido un encuentro cordial y desde entonces avanzaban juntos, con el mismo ritmo lento, camino de Valladolid.

      Tras detenerse a comer en el convento del Abrojo, para reponer fuerzas y organizarse, el cortejo por fin entraba por el puente de la puerta del Campo en la ciudad.

      ¡Y menudo cortejo era!

      Los flamencos no descuidaban ni el más mínimo detalle.

      Valladolid era la primera ciudad principal a que llegaban, el corazón del reino. Hasta aquí solo habían visto villas menores, y hoy entraban en la que estaba previsto fuera sede de las primeras Cortes, en la propia iglesia de San Pablo.

      El pueblo se arremolinaba por el arranque de la corredera y en torno a La Antigua: ya abrían la marcha las tropas enviadas por Cisneros para recibir a Carlos. A las formaciones de infantería y los monteros de Espinosa, muy solemnes, picas en alto, les seguía la caballería real, con la misma ceremoniosidad. En medio del silencio de la rúa se oían los cascos de los caballos, mientras pasaban por el puente. Y a continuación fueron haciendo su aparición los grandes señores de Castilla que habían salido al encuentro del rey por el camino, todos muy conscientes de la importancia del momento.

      Pero lo que la gente quería era ver a los príncipes: Carlos, Fernando y Leonor llegaban uno detrás de otro, escalonados según la jerarquía.

      El primero en cruzar el puente, Fernando, era un mozalbete de catorce años, con el mismo pelo de su abuelo y cierta tensión en la mirada, que no revelaba precisamente felicidad: él sabía mejor que nadie que su posibilidad de reinar había sido sacrificada en aras de la concordia.

      A su diestra cabalgaban el cardenal Adriano y el arzobispo de Zaragoza…

      Y después, a una conveniente distancia, Carlos, nuevo rey de Castilla y Aragón, de Nápoles, Sicilia y Cerdeña, y señor de las Indias Occidentales; con sus diecisiete años y aspecto ausente, era en quien se detenían todas las miradas.

      En la puerta de La Antigua sonó algún tímido vítor, aunque la mayoría se contentó con contemplar en silencio.

      3

      Según se postraban ante el nuevo rey las autoridades de la ciudad, fray Bartolomé, poniéndose de puntillas entre el gentío, tuvo la impresión de que Carlos se sentía abrumado por tanta reverencia.

      No era agraciado de rostro y tenía la cara alargada y el prognatismo de los Austria: se le notaba mucho la ascendencia paterna. Pero su expresión era noble.

      Vestido a la moda extranjera, con el pelo en redondo y el lujo de los paños flamencos, se notaba la tremenda responsabilidad que portaba sobre sus hombros.

      También quiso percibir nuestro fraile cierta espiritualidad en su mirada melancólica, una clara distancia con quienes le besaban la mano y como un aire de no estar del todo cómodo en actos mundanales.

      En comparación con el venial Francisco, rey de Francia, llamado a ser su rival en Europa, o el libidinoso Enrique, su par inglés, se comentaba entre los eclesiásticos que Carlos era un joven de miras elevadas, cosa que era vista con buenos ojos, ya que hacía un tiempo que un amplio sector del clero español deseaba ver instaurada en Europa la monarquía católica universal.

      Pero por el momento era un jovenzuelo recién llegado a Valladolid, eso sí, acompañado por los embajadores del papa y del Sacro Imperio, las mayores autoridades europeas.

      A su paso ya sí hubo vítores a ambas orillas del Esgueva por su ramal norte (tan cercanas que a los flamencos, acostumbrados a otros ríos, les producía cierta vergüenza ajena), aunque inducidos por los dignatarios que esperaban.

      Algunos soldados intentaron animar al gentío:

      —¡Viva el rey!

      —¡Viva la casa de Austria!

      Pero el eco era tímido.

      Mientras el cortejo entraba en La Antigua, donde esperaba el arzobispo de la diócesis, fuera, fray Bartolomé y fray Reginaldo no dejaron de ponerse de puntillas.

      Al rato, una vez terminada la misa, vieron pasar a muy pocos palmos a Fernando y Carlos, pero también a la delicada y tímida doña Leonor, acompañada a respetuosa distancia por Guillermo de Croy, señor de Chièvres, ayo y consejero de Carlos por designación de su abuelo el emperador Maximiliano.

      Con Leonor iban el resto de las damas, escoltadas por caballeros flamencos. Y cerraban la comitiva soldados en formación militar y los arqueros de la guardia real.

      Todos vestían a una moda tan distinta que Fernando, al uso de Castilla, era el único en quien se reconocían los espectadores.

      —¿Y a nosotros qué se nos da esta gente?

      —Pues que Carlos es hijo de Felipe y de la Loca…

      —Pues si es como el padre…

      Castilla aún guardaba recuerdo de los excesos del arrogante Felipe el Hermoso. Pese a que Carlos no parecía tener el mismo carácter, no se podía negar que era muy joven, barruntó fray Bartolomé.

      —¿Y cuál era el problema? —observó Reginaldo mientras se dirigían calle arriba camino del palacio de los Rivadavia. A él le parecía que, como enfermedad, se curaba rápido.

      —Pues que Castilla está acostumbrada a gobernantes maduros: Isabel, Fernando, Cisneros. Con ellos al frente hemos salido de nuestro aislamiento y culminado las hazañas que nos han convertido en una potencia temible. Y ahora todo eso pasa a manos de un joven borgoñés…

      Un joven desconocido del que se decía tenía la voluntad ganada por el ufano señor de Chièvres, que cabalgaba a su lado y con quien se encaminaba, a la cabeza de los suyos, hasta el palacio de la familia Rivadavia, amigos de don Francisco de Cobos, en medio del repiqueteo de campanas de San Pablo.

      4


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