Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


Скачать книгу
sonrió al visitante.

      —Mal… O bien, según se mire. Preparado, en todo caso, para emprender el viaje. Ya no tardaré en encontrarme con nuestro Señor allá arriba… —Su esquelético dedo señaló hacia el alto techo artesonado. La madera oscura embellecía la estancia.

      —Tenemos todavía tantas cosas que tratar, eminencia…

      —Tarde llegáis, fray Bartolomé. Pero contadme, ¿qué noticias traéis de las Indias? ¿Se pudo solucionar todo?

      —No, eminencia.

      —¿Cómo es eso? —El rostro del regente se contrajo en una mueca de dolor. Sus ojos claros se fijaron en su visitante. La voluntad le insuflaba nueva vida—. ¿No eran suficientes los documentos que envié? ¿No fueron claros e inteligibles?

      —Más claro, agua.

      —¿Entonces?

      —Son los españoles, eminencia. Cuando recibieron vuestras órdenes, las entendieron como quisieron. Las distorsionaron como se corrompe la voz en una taberna ruidosa. Los españoles son demonios vociferantes…

      —No, fray Bartolomé. Son hombres. Solo hombres —el cardenal pugnaba por interesarse por los asuntos terrenales. Su mano huesuda asomaba por encima de la manta. Hizo un gesto tembloroso antes de volver a posarse—. Pero explicadme. ¿No liberaron a los indios? ¿No entendieron que el Nuevo Mundo, por su propia juventud, puede tener aún arreglo con los remedios necesarios?

      —A los indios los liberaron en un principio, eminencia. Pero enseguida los encomenderos, que son bichos que obedecen menos a la razón que al palo, se ganaron a los padres jerónimos que enviasteis a gobernar las islas.

      »Ya sabéis que el mundo es un mercado donde unos compran y otros son comprados. Entre halagos y amenazas les hicieron ver que resulta imposible cambiar las cosas. ¡Como si no existiera la mudanza en el mundo! Argumentan que sin indios se vendría abajo la sociedad. Han conseguido acogerse a la cláusula mínima de los documentos, aquello que dice «si no se pudiera, entonces…».

      Dos años atrás, Las Casas había convivido durante meses con Cisneros y su corte en Madrid. Allí pudo tratar la cuestión de los indios en profundidad y consiguió que se enmendasen las leyes de Burgos. Era imprescindible remediar la situación de las colonias.

      —Ah, los seres humanos, qué empecinados siempre en el mal —murmuró el cardenal, entristecido—. Pasan los siglos y el corazón del hombre permanece inmutable… Nada es nuevo en este mundo, lo dice el Eclesiastés.

      —Aun así, aunque no fuese más que por un solo justo, el mundo merecería ser creado. Por eso, eminencia, necesitaba veros.

      —¿Para que os otorgue mayores poderes?

      El cardenal respiraba con dificultad. Era como un viejo fuelle. Cada palabra le costaba.

      —Es demasiado tarde, fray Bartolomé. Ya veis cómo estoy… No puedo retener mucho el aliento. El cuerpo me falla. Y el rey Carlos viene de camino… Se dice que ha desembarcado en Villaviciosa, y avanza camino de Valladolid… Pero no acaba de llegar. Yo le previne de mi estado, le urgí a apresurar el paso. Y ya veis…

      —Pero eso es algo monstruoso, eminencia.

      —¡Los hombres, fray Bartolomé! No les conviene llegar demasiado pronto, porque si acaso muero antes eso facilitará las cosas. El tiempo que yo pensaba pasar con el rey, orientándolo en los asuntos del reino, ejerciendo de necesario tutor, ya no es posible… Sus consejeros, como extranjeros que son, sin duda lo prefieren así… Y mal hacen, porque errar en el consejo de los príncipes es errar contra toda la especie…

      —Estoy indignado.

      —Yo ya no llegaré… La ingratitud florece rápido en esta corte… Y todo lo que he hecho se olvidará muy pronto…

      Cisneros había luchado por que se respetasen los derechos de Carlos y no se transmitiera el poder a Fernando, su hermano menor, como pretendía el rey Católico. Encariñado con él, y en vista de que Carlos se criaba en Flandes, mientras que Fernando se educaba como infante español, el aragonés había considerado si no convendría coronar a su nieto más pequeño.

      El regente de Castilla manifestó su más firme oposición: romper las reglas de la sucesión podría generar una guerra civil entre carlistas y fernandistas. No era momento de un nuevo conflicto fratricida.

      —En fin, lo importante, conmigo o sin mí, es que Castilla tiene rey legítimo. Fray Bartolomé, es a él a quien debéis dirigiros. Id a Valladolid… Yo más no puedo hacer. Pero el nuevo rey es joven y de carácter noble, y seguro que el relato de todo lo sucedido en las Indias lo conmoverá… y velará por tomar los remedios necesarios.

      —Así lo haré, eminencia —murmuró el padre Las Casas.

      Y se inclinó para besarle la mano.

      1 A rey muerto rey puesto

      Tras veinte años de colonización en las islas del Caribe, los españoles han dado el salto al continente del Nuevo Mundo, donde constatan que hay civilizaciones más poderosas y desarrolladas y con mayores riquezas de lo que nunca creyeron.

      Mientras todo esto ocurre, y tras haber asistido a la agonía del cardenal Cisneros, fray Bartolomé de las Casas se presenta en la corte de Valladolid con la firme intención de denunciar los excesos de sus compatriotas…

      «Prosiguiendo el hilo de este año de 17, conviene decir el discurso de las cosas que al clérigo Bartolomé de las Casas, después que habló al cardenal en la villa de Aranda de Duero, sucedieron. El cual, visto que el cardenal estaba muy enfermo y que de negociar con él se podía sacar poco fruto, deliberó irse a Valladolid, y porque la fama de la venida del rey don Carlos era frecuentísima, esperar allí (…) y dar cuenta de todo lo pasado y presente destas Indias al Rey».

      Historia de las Indias, Bartolomé de las Casas

      I. LLEGADA DE CARLOS PRIMERO

      Valladolid, noviembre de 1517

      1

      Asentada entre el Pisuerga y el Esgueva o las Esguevas, Valladolid, con sus treinta mil almas, era la sede habitual, desde hacía muchos años, de la corte. Las casas de la aristocracia proliferaban en un recinto urbano rodeado de huertas, almendrales, manzanares y viñedos que se extendían por los cerros y llanos cercanos.

      Hacia poniente se podían vislumbrar, en la margen izquierda del Duero, multitud de pinares, austeros y acordes con el paisaje mesetario. Por el norte, allende las primeras colinas, una ancha franja de cereal plantado enlazaba el valle con el páramo, lleno de pastos y encinares.

      La villa formaba un bullicioso rectángulo al que se accedía por la sureña puerta del Campo, o por la de Tudela al este, o por la del Puente Mayor al norte, o la de la Rinconada al oeste.

      Aunque bien empedrada, resultaba polvorienta y árida en verano, fría en invierno, y tan sucia a lo largo del año como cualquier otra ciudad. Y sin embargo, la vista se recreaba ante las iglesias de San Pablo, La Antigua o Santa Cruz, sus calles con soportales, sus casas de tres pisos sin balcones, sus comercios, sus tallercitos gremiales, su trasiego incesante de carruajes y mulos.

      Tras presenciar la agonía del cardenal Cisneros, fray Bartolomé no había dudado en presentarse junto con fray Reginaldo Montesinos y esperar la llegada del rey en un ambiente, cuando menos, poco caluroso.

      Los vallisoletanos desconfiaban de aquel Carlos criado en Flandes.

      Como buenos castellanos, ellos hubieran preferido que reinase Fernando, quien acompañaba a su abuelo durante los últimos años y que una vez desaparecido el aragonés crecía a la vera del cardenal Cisneros, familiarizándose con las cosas de la gobernanza.

      Desde por la mañana se sabía que ese día llegaba el nuevo rey y se notaba cierta inquietud por la corredera de San Pablo. Unos se preguntaban dónde andaría. Otros lanzaban miradas


Скачать книгу