Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


Скачать книгу
Tanto lo uno como lo otro dice muy poco de este individuo al que hoy, por razones que todo el mundo entiende, me veo obligado a referirme (…)».

      IV. EL GRAN MOCTEZUMA

      Ciudad de Tenochtitlán, finales de abril de 1519

      1

      —¿Cuántos dices que son?

      —Están aquí dibujados. Los teules son cuatrocientos. Todos visten esa piel plateada que los protege de flechas y lanzas. Nada consigue atravesarla. Y cabalgan sobre unos seres monstruosos a los que, según parece, cuando guerrean les sale fuego por las narices.

      En la penumbra de sus aposentos, Moctezuma se concentró en los objetos que le traía su embajador Teuhtlilli, gobernador de la provincia más cercana a la costa.

      Hacía ya un rato que daba vuelta entre sus largos dedos a unas cuentas azules de poco valor, pero exóticas y atractivas para quien nunca las hubiera visto.

      También manoseó unas bolas de cristal con forma de margarita envueltas en algodones untados con almizcle y luego se fijó en el gorro de terciopelo carmesí y en la medalla de oro de san Jorge a caballo y el dragón.

      El caballo era lo que más le intrigaba. Durante la estancia de sus embajadores en el campamento de Malinche —así llamaban los caciques mayas y totonacas al jefe de los barbudos— este había mandado, según explicaba Teuhtlilli, que varios soldados a caballo se aparejasen para que los enviados de Moctezuma los viesen correr, con pretales de cascabeles, por la playa.

      —Dice Malinche que el tocado te lo puedes poner, tlatoani, a modo de penacho, cuando venga a visitarte…

      Moctezuma se colocó el bonete encima de su largo cabello negro y una esclava le trajo una piedra pulida a modo de espejo. El tlatoani vio su rostro de hombre maduro, de color bronceado y expresión adusta, y frunció el ceño.

      —Póntelo tú.

      Teuhtlilli, el primero de sus caciques que había osado acercarse al campamento de Malinche, obedeció.

      Moctezuma meneó la cabeza, poco convencido, antes de detenerse en la silla con entalladuras de taracea no tan diferente a las que hacían sus artesanos, aunque rara…

      Tocando las entalladuras le dio vueltas. Se sentó en ella y mandó a los sirvientes que le volviesen a acercar los dibujos en papel amate hechos al natural por los tlacuilos que habían acompañado a sus embajadores.

      Moctezuma observó el retrato de cuerpo entero de Malinche, y luego los de otros barbudos, cubiertos con las mismas amenazadoras pieles metálicas.

      —¿Esto que los cubre es piel de algún animal?

      —No… Es una piel muy dura que llevan por encima.

      —¿Pero por dentro son hombres?

      —Sí, porque sabemos que se emparejan con las mujeres que les regalan como esclavas. Entre ellas hay una nahua a la que los totonacas llaman la Malinche, por ir siempre con Malinche…

      El embajador apuntó a una mujer en primer término. Llevaba un sencillo huipil blanco.

      —Es la única que habla nuestra lengua. Nos ayudó a comunicar.

      ¡Una esclava! Moctezuma no le prestó atención y se concentró en las corazas metálicas de aquellos teules, como llamaba su pueblo a los hombres de Malinche.

      ¿Sería posible que fueran realmente dioses? Algo en su interior le decía que no.

      —Por debajo de ese pelaje, si les clavan una flecha, sangran y mueren por la ponzoña como cualquiera de nosotros —aclaró Teuhtlilli.

      Moctezuma no contestó, aunque resultaba evidente por dónde discurría su pensamiento.

      Si los extranjeros morían, no eran teules.

      Y si no eran teules, podían ser vencidos.

      Todo era cuestión de conocerlos bien y de entender cómo funcionaban sus armas.

      2

      Moctezuma no apartaba la vista del retrato de Malinche. Un hombre de poco más de treinta años, cuerpo trabajado por las armas, barba corta y cerrada, frente alta y ojos extremadamente abiertos que sorprendían, decía Teuhtlilli, por su vivacidad. El dibujante había hecho un buen trabajo y Moctezuma tuvo la sensación de que se parecía a uno de sus caciques.

      —Parece que son humanos cuando duermen —prosiguió Teuhtlilli—. Pero durante el día, con la piel reluciente y montados sobre sus demonios, con esos palos que escupen fuego, son capaces de matar a un hombre a mucha distancia… Y el palo escupe fuego con estruendo, y el hombre cae abatido. Así matan.

      —Los lobos nunca se muerden. Los hombres, siempre —dijo Moctezuma. Era un dicho ancestral mexica.

      En un rincón del dibujo, el tlacuilo había esbozado un montón de pelotas como las que los castellanos metían en las lombardas. Durante la estancia de Teuhtlilli y su mano derecha, Cuitlalpitoc, en el campamento, Malinche los había recibido vestido con sus mejores atavíos y sentado en una silla que, a modo de improvisado trono, le habían aderezado en la parte más alta de su casa de madera, que fue donde después alojó a los embajadores.

      Al día siguiente los invitó a ver correr a los caballos por la playa y, de paso, disparó aquellos troncos de fuego que habían provocado el desmayo de uno de los sirvientes, a quien los teules reanimaron con esa bebida que llamaban vino. El artista representaba el estallido con un rayo saliendo del cañón. El propio Teuhtlilli quedó grandemente impresionado.

      —Estas bolas las meten en lo que llaman tiros o cañones, con un polvo mágico… Y con ellas hacen ruido de trueno.

      Para más inri, después de disparar una lombarda desde la nave capitana, uno de los barbudos descargó un arcabuz sobre un perro enfermo. Moctezuma volvía a mirar los retratos que habían hecho sus tlacuilos del pequeño ejército de teules. Algunos en detalle, otros apenas esbozados. No llegaban al medio millar. Dos de sus mujeres ahora le acariciaban la espalda, canturreando suavemente.

      —¿Todos estos teules vienen de las islas?

      —De ellas llegan, tlatoani… De Cuba y Ayti.

      Ya hacía unos años que los naturales de las islas huían a causa de los extranjeros. Se contaban todo tipo de horrores sobre los demonios de piel blanca que se estaban adueñando de Cuba.

      No obstante, hasta el momento nadie pensó nunca que se atreverían a cruzar el mar.

      —¿Y aceptaron los presentes que les envié?

      —Los aceptaron, dieron estos para Moctezuma, y preguntaron mucho sobre el país… Esa esclava maya habla nuestro idioma: preguntó sobre el gran Moctezuma y sobre la ciudad donde vive… Malinche quería saber qué distancia hay entre ellos y Tenochtitlán, y si hay mar o grandes montañas a este lado de la tierra.

      —No parecen saber mucho, para ser teules.

      —Y nuestros colgantes y adornos hicieron brillar sus ojos con codicia.

      Eso era importante saberlo.

      Moctezuma dejó que su vista cayera sobre la estatuilla de oro de Huitzilopochtli, en un rincón de la estancia. Si se les podía comprar con oro, se podía negociar…

      Casi involuntariamente, buscó, en el dibujo, las grandes casas flotantes de los teules representadas al fondo.

      No era la primera vez que aparecían. Pero en otras ocasiones los barbudos llegaban, estaban unos días, y al final desplegaban velas y desaparecían mar adentro.

      —Si, como dices, insisten en venir a verme, que vengan. Por mucha piel metálica que tengan, contamos con buenos guerreros. Y si pueden morir, morirán… Esto no es una isla, ni somos un pueblo bárbaro. Somos mexicas, y haremos frente a cualquier amenaza.

      Teuhtlilli, con


Скачать книгу