Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas
los conventos españoles.
La voz susurrante de Marina acompañaba a Cortés, y Jerónimo tradujo para los demás capitanes.
—Esta plaza es más grande que la de Constantinopla o que la de Roma —observó un veterano de las guerras de Italia. Estaban todos impresionado por la grandeza incontestable de Tenochtitlán. Era lo que pretendía Moctezuma.
El viento que llegaba de la laguna era frío y el tlatoani se encogió en su manta, mientras los barbudos permanecían absortos en la contemplación de aquellas construcciones dispuestas según un orden cuyo significado profundo se les escapaba. Marina era la única que no daba muestras de tener frío. Vestía el mismo modesto huipil tanto en verano como en invierno.
Cortés bajó los ojos hasta el palacio de Axayácatl, hacia el oeste, a contraluz, y luego a la explanada a los pies de la pirámide. Los criados que esperaban se veían diminutos junto a la litera y los caballos. Aunque apagado, subía hasta ellos el zumbido de las voces del gentío. Se sintió como si estuviera en el interior de un avispero y comprendió que lo que le ponía la carne de gallina no era el frío.
Pero escondió sus temores bajo una sonrisa burlona.
6
—Muy gran señor es Moctezuma, mucho nos complace ver sus ciudades, pero ya que estamos aquí nos complacería más ver a sus teules.
Aquello no entusiasmó a Moctezuma. Ya durante la víspera Cortés le había insistido en que quería subir al cu y visitar las capillas, algo a lo que Moctezuma no se mostraba receptivo.
—Primero debo hablar con el principal de mis papas…
Se refería al más robusto de los sacerdotes, que al ver llegar a los barbudos les había dado la espalda ostensiblemente. Tenía una cicatriz tremenda en la espalda. Tres servidores armados de grandes macanas dentadas se movían en torno a los braseros.
El sacerdote penetró con algunos acólitos en el interior de uno de los adoratorios. Moctezuma desapareció tras él un momento y al poco se asomó para indicarles que entrasen. «Vayamos con tiento…», dijo Alvarado. Miraba de reojo el enorme tambor ceremonial, cerca de las escalinatas, con dos gruesas mazas encima. Cada vez que lo tañían su sonido triste y grave se oía a dos leguas a la redonda. Sus cueros eran de serpientes gigantes y cerca estaban las bocinas y trompetillas que también se escuchaban cada anochecer por el lago.
En el adoratorio había dos altares cubiertos con ricos tablazones, y encima de cada uno una gigantesca estatua. La de la derecha representaba a Huitzilopochtli o Huichilobos, como le llamaban los españoles. Tenía la cara ancha, ojos saltones, el cuerpo con muchas perlas, pedrería pegada con engrudo de resina. Sostenía en una mano el arco, en otra las flechas. A su vera se veía una estatuilla con lanza larga y escudo redondo de oro.
—Es su paje —murmuró Moctezuma, en la penumbra.
Huitzilopochtli tenía al cuello un collar de corazones renegridos y, delante, junto a un pequeño brasero con incienso, una copa con corazones recién quemados. Las paredes estaban cubiertas de costras negras de sangre. Olía como en un matadero. A mano izquierda había otra estatua de idénticas dimensiones: rostro de oso, ojos formados con espejos, el cuerpo revestido con la misma pedrería y otro collar de corazones resecos alrededor del cuello.
—Es su hermano Tezcatlipoca. El dios de los infiernos, que tiene a su cargo las almas de los hombres…
En una concavidad en la pared, también con madera ricamente labrada, había una tercera imagen, mitad hombre, mitad lagarto. Estaba rodeado de semillas. Era, como explicó Moctezuma, el dios de las sementeras y las cosechas.
—Señor Moctezuma —dijo Cortés medio riéndose. Se sentía seguro, con sus capitanes cerca, y evitaba los susurros—, no entiendo cómo, siendo tan sabio varón, no comprendéis que esos no son dioses sino cosas malas. Para que vuestros sacerdotes vean claro, permitidme que en lo alto de este adoratorio pongamos una cruz y que en uno de esos nichos coloquemos una imagen de Nuestra Señora la Virgen María, y veréis el temor que de ella cogen vuestros ídolos…
Por primera vez, Moctezuma no tuvo miedo de mostrar su enojo. Se volvió hacia Cortés, con gran seriedad y el mismo tono apagado.
—Señor Malinche, de haber sabido que no los respetaríais, no os habría mostrado a mis dioses. Ellos dan salud a mi pueblo, buenas cosechas, lluvia, victorias. Por eso los adoramos.
»Te ruego no digas palabras ofensivas. Me pediste permiso para levantar un altar a vuestro Dios en vuestros aposentos y os lo concedí. Bastante merced por el momento me parece.
Los tres papas se volvieron hacia los españoles con miradas abiertamente hostiles. Resultaba evidente que se sentían fuertes. Cortés, atendiendo las señas de sus capitanes, apaciguó a su anfitrión.
—Y yo os lo agradezco, señor Moctezuma. Hora es que mis hombres y yo nos retiremos. ¿Podemos acompañaros a palacio para platicar una cuestión que quiero consultaros?
—No tengo inconveniente en recibirlos después de comer. Pero ahora debo rezar para enmendar el gran pecado que he cometido al traeros aquí —murmuró Moctezuma.
Y no hubo manera de que saliera con ellos.
7
De vuelta en sus aposentos, los capitanes sintieron la misma hostilidad por parte de los servidores. Algunos tlaxcaltecas se acercaron a decir que temían se estuviera preparando algo.
—El ambiente, en palacio, es bien extraño, Malinche.
—Estad sobre aviso, por si debemos defendernos… No salgáis ninguno y manteneos juntos.
Comieron sin apetito y su humor solo cambió cuando al rondar por palacio discutiendo con el padre Olmedo sobre el mejor lugar para colocar la cruz, uno de los carpinteros reparó en una pared que parecía recién hecha, perfectamente enjabelgada, sin ninguna marca ni roce. Cortés ordenó que se hiciera salir a los sirvientes.
—Decidles que queremos debatir a solas los capitanes.
Una vez entre españoles, picaron la pared lo más secretamente que se pudo y hubo exclamaciones ahogadas cuando apareció una puerta y, al empujarla, se encontraron con una estancia repleta de objetos apilados hasta la cintura: joyas, estatuillas de oro y una enorme variedad de piedras preciosas, obsidiana, jade, jaspe.
Cortés cogió un par de esmeraldas de gran tamaño y pasó la mano por una figura dorada que representaba un ocelote.
—No hay polvo ninguno. Todo ha sido amontonado de manera precipitada poco antes de que llegásemos.
El fulgor, cuando, iluminaron el interior del escondrijo con una antorcha, fue deslumbrante. Aquel era el tesoro de Axayácatl, padre de Moctezuma.
—Enseñádselo a los hombres a lo largo de la tarde —dijo, según cerraban con el máximo cuidado la puerta—, pero con discreción. Que lo vean y luego selladlo bien antes de dejar entrar de nuevo a los servidores de Moctezuma.
El descubrimiento les insufló ánimos y durante el resto de la tarde fueron pasando uno a uno, secretamente. Ya se había corrido la voz de que los capitanes iban a prender a Moctezuma. Mientras tanto, nadie debía hablar del tesoro de Axayácatl, y menos delante de los servidores mexicas. La consigna era mantenerse alerta y ensillar los caballos.
—Esta noche puede haber jarana —dijo Alvarado, jocosamente.
La noticia de la derrota de Veracruz hacía que muchos fueran partidarios de abandonar Tenochtitlán por la noche con el mayor sigilo. Pero Cortés tenía su propia idea.
—No nos precipitemos, señores, que hay mucho que hacer. Por el momento, concentrémonos en lo que nos queda por delante, que no será fácil. Un tesoro solo se disfruta estando sanos y salvos. Es nuestro objetivo.
8
Tranquilos no estaban ninguno de los hombres a caballo que se presentaron