Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas
de Narváez suspiró. Era un hombre grande y colérico, especialmente cuando sus órdenes no se cumplían. Entendía el enviado de Diego Velázquez que cualquier cosa que dijera había de cumplirse sin discusión y perdía la paciencia cuando su voluntad no se traducía prontamente en realidades.
El problema era que desde su desembarco con una armada de dieciocho navíos en la costa, no lejos de la rebelde Veracruz, hacía casi dos meses que tropezaba con una realidad singularmente tozuda.
Quien razonaba con él era el padre Olmedo, fraile de la Merced y embajador de Cortesillo, como lo llamaba Narváez. Olmedo intentaba mediar y volvía en segunda embajada con noticias más favorables, sugiriéndole que había muchos seguidores de Cortés deseosos de desertar, algo que agradaba especialmente a Narváez.
Que la gente quisiera pasarse a sus filas le parecía natural: contaba con más del triple de hombres y falconetes. Por eso esperaba que Cortés se entregase. Pero el de Medellín se resistía a soltar el mando. Y no solo eso, sino que prácticamente desde que empezó el cruce de embajadores, avanzaba en su dirección con trescientos hombres, obligándolo a prepararse para un combate absurdo, dada la disparidad de fuerzas.
—No es posible, en una situación así, teniendo enfrente una fuerza como la nuestra, que siga resistiendo. Es ridículo —exclamó, sin esconder su malhumor. En un principio había creído que, con que llegaran a Tenochtitlán noticias de su desembarco con tamaña tropa, la cosa estaba hecha. Contaba con que Moctezuma matase a Cortesillo. O que se le entregara el rebelde sin más. Lo que no esperaba era que Cortés hubiera decidido avanzar a su encuentro por veredas para no encontrarse en campo abierto con él, y que estuviese tan cerca de Zempoala, como decía el padre Olmedo.
—Está claro, señor capitán, que Cortés os tiene mucho respeto.
—Entonces, ¿por qué diablos no se entrega?
—Mi opinión es que lo está sopesando, porque empieza a dudar de la fidelidad de sus hombres —dijo Olmedo, que practicaba, como mediador, un complicado juego—. Pero necesita veros para negociar una salida digna que le permita salvar la cara delante de los suyos. Y yo, si fuera vos, se la daría. Ya sabéis lo que se dice, a enemigo que huye, puente de plata.
—¡Ca! ¡Habrase visto desvergüenza semejante! ¡Osar rebelarse contra la autoridad del gobernador de Cuba, ser traidor al representante legítimo de su majestad, subordinar con dádivas a mis hombres y aun así pretender negociar conmigo!
Porque, mal que le pesara a Narváez, Cortés había conseguido que sus mensajeros volviesen admirados, tras ver lo grande que era la ciudad de Tenochtitlán, que dominaba, y la riqueza que repartía entre sus capitanes.
2
Estaban el barbudo Narváez y el padre Olmedo en una suerte de mesón que les habían dispuesto los de Zempoala. No había mesas altas y faltaban las jarras de vino, ringlas de ajo y el olor a guiso castellano, pero el Cacique Gordo, para halagarlos, había hecho acondicionar el lugar con sillas y mesas improvisadas sobre borriquetas. Y a una de estas mesas se sentaban.
Narváez, como el resto de los hombres, llevaba siempre su coraza y casco puestos. Al igual que los de Cortés, ninguno se desembarazaba de las armas a pesar de su incomodidad. Aunque ellos aún no habían tenido que luchar en ninguna batalla. Hacía dos meses que transitaban por las provincias ya conquistadas donde imponían su orden, eso sí, sobre las guarniciones dejadas por el de Medellín.
En Zempoala, Narváez se impuso por la fuerza y sin mayores explicaciones al Cacique Gordo. Pero Xicomecóatl demostraba una fidelidad sin fallas hacia Malinche, que había prometido que bajo su mando los totonecas serían un pueblo libre y de quien decía que volvería para matarlos a todos. «Tú no eres ni la mitad de hombre», había mascullado con desprecio. Resultaba extraño ver aquellas facciones orondas contraerse con furia. Disgustado por eso y por las costumbres sexuales que le habían desvelado de aquel obeso salvaje, Narváez lo apresó.
—El problema, capitán Narváez, ya os lo dije en su momento, es que cuando despojáis de los regalos de Cortés a vuestros emisarios, los hombres murmuran que vuestra señoría se queda con todo el oro que os entregan los indios sin hacerles partícipes en ninguna medida, y en cambio Cortés lo reparte liberalmente entre los suyos…
Viendo la mirada furibunda de Narváez, Olmedo dio un trago a su jarro. Por el momento duraban las vituallas de Castilla. Narváez se limpió el vino de la barba con el dorso de la mano.
—Ellos tienen su soldada. Es suficiente.
—Capitán Narváez, he paseado por vuestro campamento y es seguro que más de uno está considerando secretamente pasarse al campo de Cortés, porque han visto el oro que lucen sus emisarios…
—¡Que lo intenten y los colgaré por traidores!
El padre Olmedo se complacía en hacerle ver cuáles eran sus flaquezas, al compararlo con Cortés. Pero el inflexible Narváez estaba tan convencido de la superioridad de sus fuerzas, que no escuchaba.
—Yo solo quiero hacer ver a vuestra señoría que hasta el momento Cortés ha conseguido ganar el amor de sus hombres con victorias y liberalidades. Mientras que vuestra merced recién llega y por el momento estáis suscitando la hostilidad de vuestras propias tropas. Eso no puede sino reforzar a Cortés. Y no debéis permitir que se pase ninguno a sus filas, pues con ello se equilibraría la partida, si llegare a haber combate, que Dios no lo quiera, mientras que, como os digo, ahora mismo son los hombres de Cortés los que piensan pasarse a vuestro bando. Permitir que se acerque y negociar con él, como os ruego, va en provecho vuestro.
—Cortesillo lleva semanas haciendo oídos sordos a mis mensajes, y ya no cabe otra solución que enfrentarnos en campo abierto —dijo Narváez.
A un lado, en un braserillo de arcilla que figuraba al dios del fuego totonaca, quedaban, entre las cenizas, brasas de la noche anterior. Aunque la región era calurosa, durante las horas nocturnas refrescaba. Se oía a los caballos removiéndose en el patio, y en tono muy alto, como buenos españoles, las voces de los hombres que vivaqueaban en el exterior.
—Sabéis, señor capitán, que Cortés es arrojado porque no le dejáis salida. No puede dar marcha atrás. Vuestra llegada lo pone entre la espada y la pared. Ya le costó aplacar a Moctezuma diciéndole que no eran ciertas las noticias que le llegaban de vuestra merced, y por eso viene aquí a hablar con vuestra señoría
—¿Para hablar? ¡Para guerrear, querréis decir! Si no, no se acercaría por veredas y con tantas precauciones para que no lo prenda.
3
El padre Olmedo tenía una difícil papeleta. En realidad, la había tenido desde que acordó con Cortés realizar este doble juego. Halagando por una parte a Narváez y por otra repartiendo sus dádivas entre los miembros de la expedición más críticos con don Pánfilo. Entre ellos el que fuera secretario, con él, del gobernador en Cuba, Andrés de Duero, que ejercía también de mensajero de Narváez.
La estrategia de Cortés era ir ganando adeptos con sus regalos, según se acercaba con cautela a Zempoala. Y cada vez había más gente dudosa. La capacidad de Cortés para someter y mantener pacificado un vasto imperio con solo cuatrocientos hombres, contrastaba con las torpezas de Narváez…
Más allá de que a algunos les tentase la generosidad cortesiana, resultaba evidente que el carácter autoritario y nada dado al consenso de Narváez no hacía sino ofender a los caciques allí por donde pasaba, sin conciliar el amor de los suyos, y ya estaba consiguiendo que en el campamento hubiera cerca de un centenar de hombres dispuestos a cambiar de bando. Pero hasta con esas, las fuerzas de Narváez no dejaban de ser enormemente superiores.
—La pena es que Moctezuma no se haya decidido a masacrarlo en Tenochtitlán.
Con un suspiro, Narváez rellenó su jarra de vino. La complejidad de la situación, tanto ir y venir de embajadores con mensajes a veces contradictorios, le irritaba grandemente. A él le gustaba simplificar los problemas, reducirlos a amigos o enemigos,