Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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      »De modo, señores, que todo lo pongo en las manos de Dios y en las vuestras. Mañana habremos de vencer o morir, y solo venciendo recuperaremos la honra.

      El plan era acercarnos con sigilo a Zempoala, donde no se nos esperaba, tomar los dieciocho cañones asentados delante de los aposentos de Narváez, en uno de los cúes, y, si se podía, prender a Narváez con sesenta hombres.

      Para dar gravedad al momento, leyó la orden:

      —Gonzalo de Sandoval, alguacil mayor de la Nueva España por su majestad, yo mando que prendáis a Pánfilo de Narváez y, si se defendiese, matadle, pues así conviene al servicio de Dios y de su majestad.

      El documento lo firmaron él y el escribano, y Cortés prometió tres mil pesos al que ayudara a prender a Narváez. A mí me ordenó que prendiese al otro Diego Velázquez, nuestro común pariente y tocayo vuestro. Con él bregaba en el campamento de Narváez, como emisario. Para ello me dio sesenta soldados.

      —Bien sé que los de Narváez son más que nosotros. Pero ellos no están acostumbrados a las armas y no están a buenas con su capitán. Les tomaremos por sorpresa. Y Dios nos dará la victoria, porque más hacemos nosotros por Él que no Narváez. Por ello, señores, os pido que recordéis que más vale morir por buenos que vivir afrentados.

      Una vez convenido que nuestro santo y seña en la batalla sería «Espíritu Santo», nos retiramos. Nos metimos bajo las mantas y pasada la medianoche nos despertamos y anduvimos bajo la lluvia sin tocar pífano ni tambor hasta que, llegados hasta el río, cogimos a los vigías de Narváez tan descuidados que los prendimos a todos menos a uno, que se fue al real, dando voz:

      —¡Al arma, al arma, que viene Cortés!

      Nadie se esperaba que osásemos atacarlos. Como seguía la lluvia, el río estaba hondo. Las piedras resbalaban. Era costoso pasar con armas. Aun así lo conseguimos con la suficiente celeridad y cargamos hacia la posición de artillería con tal ardor que los narvaecinos no tuvieron tiempo de dar sino cuatro tiros.

      Las pelotas pasaron por encima de nuestras cabezas sin herir a nadie.

      Sonaban tambores y aparecieron capitanes de Narváez a caballo, mal preparados y cansados de habernos esperado todo el día. Batallamos en torno a la artillería mientras los arcabuceros de Narváez disparaban desde sus aposentos en lo alto del cu. Ganados los falconetes, se los dimos a nuestros artilleros. Ellos los volvieron contra los guardias de Narváez. Mientras tanto, los narvaecinos echaron a Sandoval dos gradas abajo, pero los demás llegamos con nuestras picas en su ayuda.

      Muy pronto se oyeron las voces que daba Narváez en la oscuridad:

      —¡Santa María, Santa María, valedme, que me han quitado un ojo!

      —¡Victoria, victoria, para los del Espíritu Santo, que Narváez está muerto!

      Aun así no pudimos entrar en el adoratorio del cu hasta que a uno de los nuestros se le ocurrió poner en fuego las pajas por lo alto. Con el incendio salieron del templo gradas abajo los de Narváez. Y antes de que amaneciera, cuando la noche aún se disipaba, por fin prendimos a Narváez, entre grandes gritos.

      —¡Viva el rey y, en su real nombre, Hernán Cortés! ¡Victoria, que Narváez ya está apresado!

      3 La noche triste

      Tras volver a Tenochtitlán, una vez derrotado Narváez, Cortés debe lidiar con las intrigas de Moctezuma y la rebelión general de los tenochcas.

      «En este desbarato se halló por copia que murieron ciento y cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos y más de dos mil indios que servían a los españoles, entre los cuales mataron al hijo e hijas de Moctezuma y a todos los otros señores que traíamos presos. Y aquella noche, a media noche, creyendo no ser sentidos, salimos del dicho aposento muy calladamente, dejando en él hecho muchos fuegos, sin saber camino ninguno ni para donde íbamos…».

      Carta de relación de Hernán Cortés a Carlos V

      I. REVUELTA EN TENOCHTITLÁN

      Lago de Texcoco, 24 de junio de 1520

      1

      —¿Qué más se sabe, mensajero?

      —Desde que salimos de Tenochtitlán, a Alvarado no dejan de matarle hombres. Los mexicas han atacado el palacio con una furia hasta ahora desconocida. Solo cuando han sabido de nuestra victoria sobre Narváez, han cesado de acosarle.

      Así lo había contado también en Zempoala Xicomecóatl, el Cacique Gordo, al que habían liberado entre muestras del mayor afecto. Allí se les unieron más indios totonacas, que se sumaron a la tropa de Cortés, reforzada desde su victoria sobre Narváez con los más de mil españoles que este traía para prenderle.

      A alguno de los hombres no le había sido fácil, una vez ganada la batalla, devolver las armas a los mismos que venían para ejecutarlos como traidores. La mayoría protestaba y solo las mejores razones de Cortés consiguieron convencerlos.

      El buen comportamiento desde entonces de los narvaecinos parecía dar la razón al extremeño, quien, una vez enterrados los muertos y habiendo dejado a Narváez preso, volvió a ponerse en marcha con la mayor premura camino a Tenochtitlán.

      Si los caciques de los alrededores de Zempoala, nada más saber de su victoria, le enviaron dos mil indios de guerra, a su paso por Tezcuzco, en cambio, no salió nadie a recibirlos. Pero Cortés no perdió el tiempo en represalias y por fin, el día de San Juan su pequeño ejército cruzó la larga calzada que atravesaba la laguna, entre chinampas abandonadas, entrando en la gran capital.

      —Raro es —comentó, viéndola también desierta.

      Y dio orden de avanzar con cautela.

      En las puertas de Tenochtitlán, por lo general repletas de gente, no había ni un alma.

      Lo único que se oía era la pisada de los infantes, los cascos de los caballos, las ruedas de los falconetes que arrastraban con gruesas sogas, las voces de los capitanes. Por las calles no se veían ni indios principales ni gente del común. A uno y otro lado, solo había edificios despoblados. Las canoas brillaban por su ausencia.

      —Parece una ciudad muerta —dijo Juan Velázquez receloso, cabalgando junto al padre Olmedo.

      El cielo se cubría.

      Una suave llovizna refrescaba los rostros y labios de unos hombres que, sedientos tras la marcha, abrían las bocas al aire para recibir el agua.

      —Que no se relaje nadie —dijo Cortés.

      Desde las azoteas, muchos ojos medio escondidos los espiaban.

      De cuando en cuando, un osado, apostado a un lado de la calzada, observaba, inmóvil, el paso de los barbudos.

      Era mediodía.

      2

      Seis meses atrás habían hecho el mismo trayecto en olor de multitud. Entonces los tenochcas se agolpaban en las calles y las azoteas para descubrir a las gentes llegadas de donde nacía el sol.

      Hoy estaban encerrados en sus casas los que quedaban. Cuando empezaron a llamar a las puertas entendieron que muchos habían abandonado la ciudad y se refugiaban en otras poblaciones vecinas de la laguna o estaban dispersos por el campo.

      —Esto me da muy mala espina —dijo Sandoval.

      Cortés callaba. Hasta aquí, toda su energía la había concentrado en vencer a Narváez. Lo consiguió, luchando como si fuera la última batalla. Desde entonces todo parecía casi un añadido, y le costaba reubicarse.

      Tras ordenar que se mantuvieran alertas, cruzaron las dos grandes plazas de Tenochtitlán y bordearon el centro ceremonial. Pese a que en los templos los braseros seguían ardiendo en lo alto, todo lo encontraron vacío. Los barbudos mostraban extrañeza. Los que ya conocían el lugar, por


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