Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas
muy ennegrecido por el fuego, probaba, como dijera el mensajero de Alvarado, que allí se había guerreado. Junto a los braseros que apenas soltaban humo, había una piedra reluciente de sangre. Y al pie de la escalinata se veían cuerpos decapitados en medio de grandísimas manchas de sangre seca que no provenía del sacrificio. Mucha matanza había habido.
Por sus ropajes, los hombres sacrificados parecían tlaxcaltecas.
Cortés, en medio de la calma de mal agüero, mantuvo su vista en lo más alto del gran cu. No estaba la cruz de madera que había puesto antes de partir, cuando, quizá irritado por las noticias de la llegada de Narváez, lleno de rabia y armado con una barra de hierro, se había liado a golpetazos con la imagen de Huitzilopochtli.
—¡Todos preparados para cualquier eventualidad!
La Malinche lo tradujo para los capitanes tlaxcaltecas, que a su vez transmitieron la orden a sus guerreros. Las voces resonaron como un eco en el silencio de la calle.
Pasaron junto a la cancha desierta del juego de pelota (también allí había manchas de sangre seca en el suelo) e hicieron un alto para apartar de la calzada una barrera hecha de maderas, piedras y arena en medio de la calle.
Más allá, ante el palacio, no se apreciaban signos de vida.
Un soldado se acercó a la puerta y llamó varias veces con la gruesa aldaba. Solo entonces se pudieron oír voces dentro.
Al cabo, asomaron las cabezas de los vigías en la azotea. Empezaron a vocear y los de dentro salieron al patio para abrir las puertas atrancadas entre gritos de júbilo.
—¡Ha vuelto Cortés! ¡Ha vuelto el capitán Cortés!
La lluvia seguía cayendo mansamente.
Llovía mucho, cuando se acercaba el verano, en Tenochtitlán. Toda la laguna permanecía cubierta por una capa de nubes que agrisaban tanto el paisaje como el ánimo.
3
En el patio, la gente de Alvarado cogió los caballos y los fueron llevando a las caballerizas mientras Tonatiuh, como alcalde en funciones, se aprestaba a besar las manos a Cortés y a entregarle las llaves de la fortaleza, como exigía el ritual.
Los hombres se acercaron a los recién llegados entre abrazos y sonrisas aliviadas y miraban con extrañeza a los de Narváez. El tiempo iba escampando de nuevo.
Los indios que traían se reencontraban con los tlaxcaltecas que quedaron al mando de Alvarado.
Poco a poco se iban poniendo unos a otros al corriente de todo.
Cortés quiso una relación completa y detallada, y Alvarado, que ya se abalanzaba hacia él para abrazarlo, se contuvo porque aparecía Moctezuma. El tlatoani salía al patio con su séquito, ansioso como el que más por hablar con Cortés. Los españoles se apartaron.
—¡Malinche! —exclamó con una efusividad inusitada—. ¡Todos hemos oído de tu victoria! ¡Mucho me alegro de ello!
Si cuando se encontraron por primera vez era Cortés quien buscaba abrazar a Moctezuma, esta vez fue al revés. Mucho había sucedido en los meses transcurridos desde entonces y Cortés sabía que Moctezuma le había ofrecido aposento, alimento y regalos a Narváez. El tlatoani jugaba sus bazas.
—Apartaos, alteza —se deshizo del abrazo con frialdad—. No vengo con el ánimo comunicativo.
A Moctezuma se le congeló la sonrisa e hizo un intento de hablar con Marina. Los dos intercambiaron frases secas. Cortés ni se dignó a mirarlos. Ante tamaño desaire, el tlatoani dio orden a su séquito de volver con él al interior del palacio, camino de sus aposentos.
Eso complació a Alvarado.
Según se iba Moctezuma, Cortés ignoró la expresión de reproche de sus capitanes.
El extremeño se mostraba ensoberbecido por su reciente victoria, y puso su mirada en Alvarado, que, con esa cabeza que le sacaba, se inclinó para abrazarlo con una ruidosa carcajada.
—¡Capitán Cortés!
Cortés permitió el abrazo.
Sus íntimos hacían un corro a su alrededor. Destacaba Jerónimo, con su largo cabello trenzado a lo indio y sus orejas horadadas por pendientes. Alvarado, con la coraza manchada de sangre, volvió a abrazarle y lo sacudió con su fuerza de gigante.
—¡Cuánto me alegro de veros!
4
Alvarado se justificaba en medio de un corro que incluía a los indios de Zempoala que entendían algo de castellano.
Contó que todo había empezado a ir mal nada más partir Cortés.
—A los tenochcas no les gustó que colocásemos la imagen de Nuestra Señora y la cruz en lo alto del Templo Mayor. Que además destruyeses a sus ídolos tenía a los sacerdotes alborotados. Se sabía que llegaban navíos con muchos españoles enemigos nuestros y el ánimo no era bueno… Hacía tiempo que los caciques buscaban ocasión de rebelarse…
Alvarado estaba poco acostumbrado a que el de Medellín no despejase el ceño.
—Mi lengua y nuestros indios, que rondaban por los templos, nos pusieron al tanto de que, como quedábamos pocos, habían decidido matarnos. Eso lo confirmó también alguno de los criados, a los que interrogué yo mismo…
El interrogatorio consistía en poner a uno de los indios contra la pared y aplicarle brasas en el estómago mientras Tonatio, rojo de ira, le gritaba que confesase. El primero murió, pero los otros confesaron todo lo que se les sugería y más. Eso sin contar con que el lengua tenía tendencia a decir lo que los barbudos quisieran oír.
—Esa noche empezaron a sonar los tambores del gran cu. Una turba destruyó los barcos que construíamos en el embarcadero. No queda nada. Había mucha antorcha encendida y sabíamos, por los sirvientes de Moctezuma, que estaban sacrificando muchachos a Huichilobos, y vos habíais ordenado muy claramente que cesase todo eso.
Alvarado buscaba su aprobación, pero el de Medellín seguía sin pronunciarse. Los capitanes oían la lamentable explicación. Alvarado, alto y grandote como era, pese a sacarle una cabeza, parecía encogerse delante de Cortés. En el patio algunos hombres se acercaban al pozo y saciaban su sed con sus cazos de campaña.
—El caso es que al final decidimos aplicar la táctica que nos ha servido siempre: atacar nosotros primero.
—¿A quién y dónde?
—Sabíamos que los caciques rebeldes estaban en lo alto del gran cu —Alvarado volvió la cabeza. El Templo Mayor asomaba, hacia el este, por encima de los demás cúes— con los papas, bailando y preparándose para los sacrificios…
Cuando llegaron, la fiesta se hallaba en su apogeo.
En el centro de la explanada, al pie de la pirámide, los músicos se afanaban con sus flautas. Varios cientos de bailarines de ambos sexos se movían en círculos siguiendo el ritmo con las manos entrelazadas. Cerca de tres mil personas arrimadas a las paredes o sentadas en el suelo contemplaban la tlanahua, la danza del abrazo.
A una señal de Alvarado, un soldado se acercó a uno de los músicos y le cercenó las manos de un espadazo. A continuación, los barbudos se lanzaron sobre el gentío y comenzó la carnicería que intentaba justificar Alvarado con torpeza.
—Matamos a todos los que pudimos. Tanto abajo como en lo alto del cu…
Eso explicaba las enormes manchas en la explanada del centro ceremonial. Los cuerpos habían sido retirados desde entonces, pero las manchas de sangre quedaban.
—Tengo entendido que os pidieron licencia para celebrar el rito y los bailes. De modo que, si entiendo bien, lo que ha sucedido es que, después de otorgar el permiso, os presentasteis en el gran cu y os dedicasteis a matar a todo el que se os puso por delante.
Los ojos de Cortés