Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas
barbudos que salían.
En esa primera arremetida, ocho soldados fueron muertos.
—¡Santiago, Santiago! ¡Aguantad, que ahora llegan a rescatarnos! ¡Volvemos al cuartel de manera ordenada, señores!
Otro soldado cayó atravesado por una flecha en la cara.
Mientras los españoles volvían a entrar en el patio, donde ya se les abrían las gruesas puertas, se vio que llegaban más escuadrones por la calzada de Tacuba.
Muchos irrumpían también en el centro ceremonial. Los papas, saliendo no se sabía de dónde, subían a los adoratorios. Las calles de Tenochtitlán rebosaban de guerreros enardecidos que se animaban unos a otros, entre gritos y golpes en el pecho. Eran tantos y estaban por doquier y todos pintados de guerra, que algunos de los hombres de Narváez, menos curtidos que los de Cortés, lividecieron bajo sus barbas.
—Vamos a morir…
Uno miraba fascinado a la muchedumbre que se les echaba encima.
Se organizaron en el patio, mientras llovían las primeras lanzas y flechas. Los que podían se protegían con sus rodelas. Los arcabuceros y ballesteros aprovecharon que las puertas seguían abiertas para disparar. Dado lo compacto de la multitud, todos los disparos dieron en el blanco. Pero los atacantes eran tantos que apenas se notó.
A trancas y barrancas, los de Ordaz acabaron entrando. Las puertas se cerraron. Se distribuyeron por el interior del edificio y la azotea. Allí había un falconete que, antes de que los accesos se hubieran clausurado del todo, disparó con gran estruendo, haciendo pleno impacto en la muchedumbre. Pero tampoco se dispersó nadie.
—¡Son demasiados! —exclamó Alvarado, ya al frente de sus hombres en lo alto del muro. Aquella era la guerra que llevaba días librando. Tenía los ojos desencajados—. ¡¿Veis a lo que me refería?! —dijo, viendo a Cortés a su lado—. Llevamos jornadas soportando ataques como este. Ya no tienen miedo de enfrentarse a nosotros.
»Yo creía que se habían dispersado, pero sencillamente han querido esperar a que vosotros entrarais en palacio. Dicen que se ha puesto al frente Cuitláhuac, el hermano de Moctezuma al que liberasteis, capitán —añadió, consciente de señalar el error—. Lo acaban de elegir su sucesor a toda prisa.
Fuera se oían los insultos que les lanzaban los tenochcas, provocándolos. Los mexicas les gritaban en náhuatl que eran como mujeres. Les agradecían haber liberado a Cuitláhuac.
A Cortés el desánimo se le reflejó el rostro. Sentía, por primera vez, que la situación lo superaba…
Pero se sobrepuso y empezó a dar órdenes. Gritó a Juan Velázquez y a los hombres que tenía más cerca que protegieran con barricadas los huecos en las fachadas.
Mientras tanto, fuera seguían los insultos.
Las antorchas volaban por encima de los muros y caían en el patio.
—¡Nos quieren quemar vivos! —gritó Andrés de Duero.
—¡Dios está de nuestra parte! ¡Empieza a llover!
Y era cierto: empezaba a llover, y con fuerza.
—¡Cargad y disparad a quienes se encaramen por los muros!
9
Durante horas, los escuadrones de tenochcas intentaron incendiar el palacio y quemar a unos teules que, por suerte para ellos, estaban bien atrincherados. Los arcabuceros disparaban por encima de los muros a los intrépidos que se encaramaban. Sus cuerpos caían las más veces fuera, algunas dentro.
Los atacantes empezaron a cansarse y los españoles respiraron. Para entonces el patio tenía la mitad de las losas destrozadas o levantadas de tanta pedrea. Se veían centenares de flechas y lanzas y cadáveres que se retiraban cuando era posible, para amontonarlos en el jardín o dentro. Al anochecer, los sitiados aprovecharon para curar a los heridos y reforzar puertas. Procuraban evitar, cuando salían a un espacio abierto, los proyectiles que llovían desde las azoteas vecinas.
Por fin, Cortés decidió hacer una salida. La idea era abrirse paso con un par de tiros, escopetas y ballestas. Sin embargo, los mexicas eran tantos que al cabo de pocos metros tuvieron que dar la vuelta y retroceder.
—¡Es inútil! —se lamentó Cristóbal de Olid, sudoroso, la coraza cubierta de sangre—. Les matamos treinta o cuarenta en cada arremetida, pero no se apartan. Están como poseídos. Son avispas enfurecidas.
Los tenochcas, enardecidos por el tambor del gran cu, que tañía con fuerza, y por los gritos de sus capitanes, estaban dispuestos a vencer o morir. Querían librarse de una vez por todas de los invasores que habían profanado sus ídolos, aprisionado a Moctezuma y colocado una cruz en lo alto del Templo Mayor.
En el debate que mantuvieron Cortés y sus capitanes, todos concluyeron que lo más eficaz sería incendiar Tenochtitlán.
Lo intentaron esa misma tarde, aprovechando que cesaba la lluvia. Por desgracia para ellos, las casas estaban separadas por anchos canales de trazado ortogonal y el fuego no se propagaba. Para pasar de un bloque de edificios a otro había que cruzar por encima del agua a través de un puente levadizo de madera, y cada vez que lo intentaban les caía una lluvia de flechazos desde las casas vecinas.
—Yo, que he combatido en las guerras de Italia, os puedo decir que como luchan estos salvajes no he visto luchar a nadie… Ni a franceses ni a italianos, ni siquiera a los turcos —dijo uno de los capitanes de Narváez.
Como en el patio seguía la lluvia de flechas, Cortés ordenó atrincherarse dentro del palacio. Hubo gritos jubilosos de los miles de mexicas que los rodeaban. Los tambores y trompetillas redoblaron.
10
Dos larguísimos días se mantuvo el asedio y la lluvia. Durante ese tiempo los españoles construyeron en el patio unas torres que protegieran cada cual a veinticinco hombres, con huecos y troneras para tiros, arcabuces y las ballestas. El plan era servirse de ellas y de varios hombres a caballo para hacer arremetidas y librar el camino.
—¡Venid, que os vamos a sacrificar a Huitzilopochtli! ¡Os vamos a arrancar los corazones y ofrecérselos con vuestros vicios a nuestros dioses! —gritaban desde fuera voces a las que ya apenas prestaban atención—. ¡Hace dos días que no echamos de comer a los ocelotes, para que tengan hambre cuando les arrojemos vuestros despojos!
También deseaban que les devolvieran a Moctezuma. Si lo hacían, prometían que les respetarían la vida. Pero eso no engañaba a los capitanes. «Nos quieren ver muertos a todos. Nos matarán aunque entreguemos al Moctezuma. No os hagáis ilusiones», dijo Alvarado a un grupo de hombres que dudaba.
Cortés supervisó la construcción de las torres y los carpinteros se afanaban en el patio con materiales extraídos del mobiliario de palacio y los árboles del jardín. Poco a poco iban creciendo los ingenios mientras los hombres se relevaban en la vigilancia y por la noche dormían en turnos de dos horas.
Pronto se dieron cuenta de que los mexicas habían convertido el cercano templo de Yopico en un puesto de mando estratégico desde donde Cuitláhuac y sus jefes podían vigilarlos y dirigir los ataques contra su palacio. Al amanecer del tercer día, decidieron salir con las torres, bien pertrechados de tiros y arcabuces para destruir el puesto de mando en lo alto del templo.
Esa jornada llovía como nunca.
—Es como si Dios hubiera abierto las compuertas del cielo —dijo alguien.
11
Al abrirse las puertas de palacio y dar los de a caballo la primera arremetida mientras se lanzaban ballestazos y arcabuzazos desde el interior de las torres de madera, los mexicas vacilaron y los dejaron avanzar unos metros. Pero cuando volvió a sonar con renovada potencia el tambor del gran cu, a sus espaldas, hubo gran griterío y todos atacaron a los ingenios.
Entre disparo y disparo, los de a caballo insistieron en sus arremetidas.