Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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¡Tomarlos desprevenidos! ¡Sabíamos que sus caciques los excitaban contra nosotros! —se exaltó Alvarado. Y en tono más contenido, casi lastimoso, añadió—: Amedrentarlos era la única manera de garantizar nuestra seguridad.

      —Es evidente que no dio los resultados deseados.

      —¡A los indios los enardeció la matanza! A partir de ahí no pararon de sonar tambores y nos hicieron la guerra. Rodearon el palacio y nos flecharon… De no haberse sabido de tu victoria, no habrían parado hasta matarnos.

      En realidad, el asedio finalizó cuando Moctezuma se asomó a la azotea a hablar a los atacantes. Sus palabras convencieron a su pueblo, acostumbrado a obedecerle, de retirarse a cierta distancia del palacio. A partir de ese momento cambiaron de táctica. Levantaron barricadas esperando que la sed y el hambre forzaran a los teules a capitular. El asalto se transformó en sitio.

      —Pues parece que has errado de medio a medio. Esta acción ha sido un tremendo desatino.

      Los ojos de Cortés, tan vivos y de expresión alegre por lo general, se fijaron con dureza en Alvarado, que con toda su envergadura humillaba la cabeza.

      —¡Hemos defendido la posición durante un mes, capitán! ¡Hemos estado a punto de morir todos nosotros, visto el gran número de guerreros que pretendían quemar el palacio!

      »De no ser por el tiro de los falconetes, que destrozó a muchos indios, no salimos vivos. Sin este pozo abierto en el patio, habríamos muerto de sed. Y menos mal que antes de irte ordenaste traer de Tlaxcala maíz, guajolotes y alimentos para las tropas…

      En el interior del palacio, soldados y capitanes se distribuían por los aposentos.

      —O sea, que esto era el gran recibimiento que nos esperaba —dijo Andrés de Duero.

      Cortés volvió la cabeza. Durante unos años habían sido los dos secretarios de Diego Velázquez. Andrés de Duero, pequeño, cuerdo, callado, escribía bien. Pero Cortés le llevaba ventaja en ser latino, en haber estudiado leyes en Salamanca. Además, decía gracias y era más dado a comunicar. Que antes hubieran sido pares no facilitaba su relación.

      —¿Hay alguien que quiera decir algo más?

      —Quiero recordaros que nos asegurasteis que en Tenochtitlán nos recibirían con grandes muestras de cariño y presentes de oro.

      Había enfado y decepción a partes iguales entre los hombres de Narváez. Alguno incluso se atrevió a murmurar a espaldas de Cortés. Pero la situación era demasiado grave para perder el tiempo con recriminaciones. Aparte de que, si algo había aprendido en sus años de mando el de Medellín, era que intentar sujetar las lenguas maledicentes es como querer poner puertas al campo.

      —Todo lo que dije se cumplirá cuando restablezcamos la situación. Y ahora, id a instalaros con los demás.

      6

      Ya ni siquiera aparecían por palacio los criados cargados de alimentos que antes eran habituales. Durante su ausencia, la mayoría de los servidores de Moctezuma habían sido ejecutados por traición o habían huido. Los únicos que quedaban estaban prisioneros junto con algunos caciques cercanos a Moctezuma, encadenados en una de las estancias.

      Preocupado, Cortés envió a algunos soldados a requisar provisiones en el mercado de Tlatelolco.

      Por desgracia, los hombres regresaron con las manos vacías: en la plaza no quedaban comerciantes. Estaba totalmente desierta. Igual que la mayoría de las casas de los alrededores.

      Mientras Cortés descansaba bebiendo un xocolatl con Marina en una mesa baja, se le acercaron dos servidores a transmitir un mensaje de Moctezuma. El tlatoani pedía verle en privado.

      —Que espere el muy perro, que ni siquiera nos da de comer.

      Eso no gustó a los capitanes.

      Juan Velázquez, que andaba preparando su lecho cerca, observó:

      —Señor capitán, temple su humor y recupere la magnanimidad. Piense que de no haber intervenido Moctezuma, como dice Alvarado, no estaría vivo para contarlo ningún español en Tenochtitlán. No olvide vuestra merced que aplacó a los tenochcas, cuando los papas les decían que, aprovechando que luchábamos con Narváez, debían matarlos a todos.

      —¡Qué cortesía merece un perro que se conchaba secretamente con Narváez a mis espaldas!

      Era la primera vez que Cortés se mostraba tan vengativo. Los afanes de la guerra hacían que sus nervios, hasta entonces de hierro, se resintiesen.

      —Solo os digo lo que me parece el mejor consejo. No olvide vuestra merced que la soberbia, como dice la Biblia, es preludio de ruina. Piense que de no haber sido por la aparición de Narváez, de quien Moctezuma esperaba que os venciera, se habrían rebelado antes. Lo que está ocurriendo iba a ocurrir tarde o temprano. Ningún pueblo se entrega sin resistencia.

      Los dos cortesanos de Moctezuma, que habían entendido perfectamente el sentido de estas palabras, fueron a contárselo a su señor. A Cortés no le importó.

      —¡Que sepa de mi enojo ese indio! Mejor. Que le digan que o abre el mercado mañana mismo o que se atenga a las consecuencias. Díselo, Marina.

      7

      La Malinche volvió al rato: Moctezuma enviaba a decir que le resultaba imposible cumplir los deseos de Cortés, dado que su condición de prisionero le impedía desde hacía meses abandonar el palacio.

      Si se quería reanudar la actividad del mercado, lo que correspondía era liberar a alguno de los caciques prisioneros, que saliera a hablar con el pueblo y se encargase de ello.

      —Está ofendido y no conseguirás nada de él en esas condiciones.

      A aquellos caciques los habían apresado en su día como represalia por lo sucedido en Veracruz junto con los jefes responsables, a quienes Moctezuma mandó traer a su presencia y a quienes se quemó en público, a modo de advertencia. La medida había producido el efecto contrario y había preparado la ciudad para la rebelión.

      Tras considerar las palabras de su capitán, Cortés ordenó liberar a Cuitláhuac, hermano de Moctezuma y en tiempos señor de Iztapalapa.

      Resultó ser un tremendo error: en cuanto el prisionero salió de Tenochtitlán, no tardó ni una hora en aparecer un soldado mal herido. Venía a la carrera de Tacuba, uno de los pueblos de la laguna donde se guardaban las indias que Moctezuma había entregado en su día a los españoles, entre ellas sus hijas.

      —¡Está Tacuba llena de hombre en pie de guerra! ¡Vienen por la calzada gritando contra nosotros!

      —¿Y la hija de Moctezuma? ¿Y el resto de las mujeres?

      Al soldado le temblaba la voz.

      —Me las quitaron. A todas… Me dieron heridas. Me tenían ya asido para meterme en una canoa, cuando logré soltarme…

      Frente a su vida, las hijas de Moctezuma parecían poca cosa.

      La Malinche no dijo nada, pero su mirada lo decía todo…

      Cortés se volvió al capitán más cercano.

      —Ve tú, Ordaz, con cuatrocientos soldados a Tacuba. Llévate ballesteros y escopeteros. Y procura pacificarlos sin guerrear lo más rápidamente posible.

      Ordaz, que era tartaja y más de letras que de palabras, asintió en silencio. Salió de la estancia. Ya se levantaban voces por el edificio. Muchos recién llegados que contaban con descansar y se echaban en sus lechos tuvieron que prepararse para la lucha.

      Ordaz salió a la calle con sus soldados.

      Al traspasar la puerta vio que por la calzada de Tacuba llegaban centenares de tenochcas, lanza en ristre. En ese momento sonó, desde lo alto del Templo Mayor, el tambor del gran cu, con su tañido grave y fúnebre.

      8

      Había


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