Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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pues veníamos en son de paz. Y cada vez los mayas respondían que si poníamos un pie en la orilla nos harían la guerra. Entonces era yo el lengua de la expedición. Con mi cabello largo y trenzado y mi aspecto a medio camino entre indio y español, era quien le permitía a Cortés entenderse con los nativos. Como había tomado órdenes en su día en España, también procuraba hacer inteligible a los caciques amistosos los conceptos de la fe y les hablaba del Cristo y sus parábolas, allí donde Olmedo intentaba explicar el misterio de la santísima trinidad y la inmaculada concepción. El caso es que ese día dimos nuestra primera batalla en el Yucatán. Y pese a ser muchos los mayas, al tener armaduras y arcabuces conseguimos ponerlos en fuga gracias a la veintena de caballos que traíamos y que Cortés mandó llevar a tierra. Al principio los animales estaban torpes y temerosos en el correr del largo encierro en el navío. Pero poco a poco cogieron confianza. El día de la batalla, al aparecer de improviso en la lucha, sembraron el terror entre los mayas, que pensaron que jinete y montura eran un solo animal. Todos huyeron, dejándonos victoriosos cuando podíamos haber sido muertos. Como resultado, esa noche se reunieron sus caciques para ofrecernos paz, y el capitán Cortés bien sabéis que mostró su habilidad diplomática cuando, al presentarse en el campamento los caciques con sus mantas e inciensos, los halagó y convenció de que debíamos ser hermanos. Pero al mismo tiempo, por si acaso, como todos temían tanto a los caballos, pidió que trajeran del navío una yegua recién parida junto con un macho muy rijoso, de tal manera que, mientras parlamentaba, al oler el caballo a la yegua se puso a relinchar violentamente, consiguiendo que los caciques creyesen con espanto que bramaba por ellos. Eso y un lombardazo desde los navíos logró convencerlos de que estaban mejor en paz con nosotros. El palo y la zanahoria. Así funcionaba el capitán. Y a modo de tributo, al día siguiente volvieron aquellos mayas con una veintena de mujeres y entre ellas doña Marina, quien ya dije fue vendida por su familia a los de Tabasco, que a su vez nos la entregaron a nosotros. Y nunca se lo agradeceremos lo suficiente. Eran todas igual de jóvenes y la Malinche venía vestida con el huipil maya. Tenía como adornos un par de pendientes dorados y un collar de cuentas de obsidiana enrollado dos veces en torno a su cuello. No era ni más guapa ni más fea que las demás, y el capitán Cortés, sin fijarse, se la cedió a uno de sus hombres de confianza, Alonso Hernández de Portocarrero. Yo tampoco, lo reconozco, me fijé en ella hasta que unos días después llegaron los embajadores mexicanos. Para entonces sabíamos que había muchas tribus sometidas a un Moctezuma que vivía lejos y al que pagaban tributos a través de unos cobradores a los que Cortés, para regocijo de los caciques locales, había echado con cajas destempladas. Las noticias llegaron a Tenochtitlán y no tardaron en aparecer los embajadores de Moctezuma. Fue un momento delicado para mí, puesto que Cortés comprendió que no hablaba el náhuatl. Y estando en plena faena me di cuenta de que la jovencísima doña Marina reía de algo que le decía el criado de Teuhtlilli, gran señor con el que intentábamos comunicar por señas. Viéndolo, me acerqué rápidamente a preguntarle en maya dónde había aprendido la lengua. “Es la lengua de mis padres. El maya lo aprendí como esclava en Tabasco”. Agarrándola por el brazo, la llevé hasta al capitán, que para impresionar a los emisarios de Moctezuma se había puesto sus mejores atavíos y se había sentado, a modo de trono, sobre una silla en la popa del alcázar de la mayor de nuestras naves. Allí interpuse a la Malinche entre nosotros y Teuhtlilli, que se mostró inmediatamente complacido. Ese día ella tradujo del náhuatl al maya y yo del maya al castellano. Y así, cuando terminamos, Teuhtlilli, que como buen señor mexicano apenas hablaba a las mujeres, la congració con una sonrisa. Cortés la felicitó y a partir de ese momento la percepción que todos tuvimos de doña Marina, nombre con el que la había bautizado el padre Olmedo, cambió por completo. “¿Cómo te llamas en náhuatl?”. “Malinalli”. “¿Viene del octavo signo?”. Ella asintió: “Los que nacemos bajo ese signo se supone que tenemos mala ventura. Prosperamos un tiempo y luego caemos en desgracia”. Tenía una voz suave, con un timbre natural agradable, y canturreaba cuando estaba a solas canciones ancestrales de su pueblo. Pero tuvo que aprender, haciéndose violencia y a instancias nuestras, a elevar la voz y a endurecerla, para hacerse respetar. Entendiendo que era la única bilingüe entre nuestras indias, el capitán fue como si la descubriera por primera vez. Y de lo que pasó entre ellos da cuenta su hijo Martín Cortés, aquí presente (…)».

      VI. CARTA DE JUAN VELÁZQUEZ DE LEÓN A DIEGO VELÁZQUEZ, GOBERNADOR DE CUBA

      Veracruz, 2 de julio de 1520

      Muy magnífico señor y pariente:

      Ya estará vuestra excelencia al tanto de la lucha librada en Zempoala entre el capitán Cortés y Pánfilo de Narváez. Ha sido la primera gran batalla entre españoles del Nuevo Mundo.

      Querría, por ser vuestra excelencia quien es y por ser yo de su misma familia, que tengáis la versión mía de los hechos, por si esto pudiera llevaros a ser comprensivo con Cortés, y por si pudiese mediar entre vuestra excelencia y el capitán. Teniendo mi corazón desgarrado entre ambas lealtades, sería para mí una gran alegría ayudar a poner fin a esta enemistad que tanto daño hace a España.

      Yo, excelencia, fui uno de los cuatrocientos soldados que acompañaban a Cortés. Sabiendo de la llegada de dieciocho navíos, en un principio los hombres se mostraron exultantes, por el efecto desmoralizador que provocaba sobre Moctezuma y los indios de Tenochtitlán, que no sabían cómo librarse de nuestra compañía. No escondo que Cortés alargaba la estancia, so pretexto de estar construyendo en la laguna nuestros bergantines.

      El capitán Cortés, por el contrario, andaba preocupado. Él sospechaba las intenciones que podía traer vuestro servidor. Y aquello lo confirmó cuando supo que Pánfilo Narváez, hombre de total confianza de vuestra excelencia, se cruzaba mensajes con Moctezuma, desvelando que llegaba con intención de prenderle.

      De inmediato, con la viveza que conoce vuestra excelencia, el capitán tomó la decisión de salir al encuentro de Narváez. Bien que, para evitar confrontaciones prematuras en campo abierto, avanzamos por veredas poco frecuentadas donde, cada poco, recibíamos embajadores de Narváez, a quienes se trataba con generosidad.

      Al cabo, por mediación mía, quedó concertado un encuentro entre las dos tropas para el día veintinueve del mes pasado.

      Para entonces acampábamos junto a un riachuelo a una legua de Zempoala, entre los prados y una vaquería donde ya se nos juntaba la gente de Veracruz dirigida por Gonzalo de Sandoval, que ya había tenido sus más y sus menos con Narváez.

      Después de comprobar por nuestros corredores de campo que no había hombres de Narváez cerca, el capitán, que para irritación de aquel no quiso presentarse en el lugar de la cita, que era ese mismo día, nos reunió a última hora de la tarde y anunció que atacaríamos por sorpresa antes del amanecer.

      De tanto que llovía, muchos nos alegramos.

      Cortés, para tranquilizar a los inquietos, nos arengó.

      —Estáis al corriente, señores, de que yo quería volver a Cuba a dar cuenta a Diego Velázquez del cargo que me disteis para poblar esta tierra en nombre de su majestad y que he rogado a don Carlos, con nuestras cartas, que deje estas tierras en gobernación a quienes las hemos pacificado. Tampoco ignoráis la poca amistad que nos tiene el obispo Fonseca, padrino de Diego Velázquez, de quien sabíamos había de darle esta merced a él o a algún incondicional suyo, como así ha ocurrido.

      El padre Olmedo, a su lado, asentía a todo.

      —Señores. Cincuenta de nuestros compañeros han quedado por el camino y tenemos numerosos heridos. Incontables veces nos han intentado quitar la vida. Mucho es el peligro afrontado, mucha el hambre y la sed, y más el dinero invertido en esta expedición. Y ahora Pánfilo de Narváez nos llama traidores y envía a decir a Moctezuma palabras que lo incitan a rebelarse.

      Hubo mueras para Narváez.

      Aquello tocaba la fibra belicosa de los hombres.

      —¡Viva el rey don Carlos! ¡Muera Diego de Velázquez! ¡Muera Fonseca!

      —Pero hoy no peleamos por la gloria o la conquista, sino por salvar nuestras vidas y la honra, pues nos vienen a prender, a robar nuestras haciendas.


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