Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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su presencia cualquier cacique debía descalzarse, quitarse la manta rica, ponerse otra de poca valía, y entrar y salir con los ojos bajos sin cruzar su mirada y repitiendo, con tres reverencias: «Señor, mi señor, mi gran señor». Y marcharse luego andando hacia atrás sin darle nunca la espalda.

      Los españoles no gastaban tanto protocolo.

      Tras dejar los caballos con dos soldados en el patio, entraron y un criado los llevó a una sala donde Moctezuma recién almorzaba. Durante las comidas, al tlatoani se le servían una treintena de guisos con pequeños braseros de barro debajo para que no se enfriasen. A esa hora podían repartirse en palacio hasta mil platos, si se contaban los destinados a criados y guardia. El día anterior, a Cortés y a Alvarado les habían hecho escoger entre las aves que se preparaban las que más les apetecían. Los tlaxcaltecas decían que en palacio también se guisaban muchachos de corta edad, pero que ahora no lo hacían, excepcionalmente, por no disgustar a los españoles.

      —Os espera al fondo… —dijo uno de los indios que les salía al paso.

      Moctezuma estaba sobre cojines ante una mesa baja cubierta con mantel de lino. Al entrar los teules, unas mujeres les ofrecieron agua para las manos en aguamaniles. Los ancianos con quienes platicaba eran consejeros o magistrados. Permanecían de pie a un lado sin mirarle nunca a la cara. A ratos, Moctezuma les ofrecía uno u otro plato mientras los ancianos disfrutaban en jarras grandes de una bebida a base de cacao que llamaban xocolatl.

      El tlatoani había terminado de comer, pero seguía sentado a la mesa. Mientras se retiraban los platos, inhaló el humo de las hojas de una planta, el tabaco, que los mexicas quemaban enrolladas en canutos. Tres mujeres impúberes bailaban y cantaban suavemente. Llevaban vestidos no muy diferente del huipil maya y collares de obsidiana más ricos que los de Marina.

      El tlatoani las miró moverse con agrado. Se había cambiado de nuevo la manta. Ahora llevaba una más oscura llena de motivos geométricos. Nada más ver a Cortés, hizo seña a las bailarinas de parar. Ellas se apartaron para dejar pasar a los teules.

      Moctezuma daba la impresión de querer pasar página sobre la tensión de la mañana en el templo. Les ofreció por señas uno de aquellos canutos.

      —Os lo agradezco, señor Moctezuma. Pero los españoles no gustamos de esos humos.

      9

      Venían, con el de Medellín, cinco capitanes y un puñado de soldados. Entre ellos Bernal Díaz del Castillo, su futuro cronista. Que fueran armados no era novedad: desde que estaban en Tenochtitlán se paseaban con las corazas puestas y espada en mano, y unos a otros se instaban a la vigilancia.

      Obviamente, la noticia de Veracruz los animaba a ser aún más precavidos.

      Moctezuma no parecía inquieto y, si sabía algo, no lo manifestaba. El jefe de los teules, después de una reverencia y sin perder su media sonrisa, no se anduvo por las ramas.

      —Señor Moctezuma, maravillado estoy de que, siendo tan valeroso príncipe y diciéndose nuestro amigo, mande a sus capitanes en la costa tomar armas contra mis españoles de Veracruz y saquear pueblos que están bajo el amparo de don Carlos. Sabréis que vuestros guerreros han matado a un teule hermano mío.

      No quiso desvelar que más soldados malheridos habían muerto, por que no se envalentonaran los mexicas de Veracruz. Más tarde se supo que al español prisionero le habían cortado la cabeza y se la habían enviado a Moctezuma, quien la escondió, temeroso de las posibles represalias.

      Moctezuma puso cara de sorpresa.

      —No me parece normal —siguió Cortés— que yo mande a mis capitanes que os sirvan y os favorezcan y que mientras tanto me hagáis la guerra. Y no es la primera vez: también en Cholula nos esperaban miles de guerreros con orden de matarnos. No os lo dije antes, pero no me gusta que vuestros vasallos hayan perdido la vergüenza y hablen secretamente a nuestras espaldas de matarnos.

      »Yo no quiero destruir esta ciudad. Y tampoco deseo ningún mal a vuestra persona. Por eso ahora os pido que sin ningún alboroto nos acompañéis a nuestros aposentos, donde os garantizo seréis tratado como en vuestra propia casa.

      Moctezuma se olvidó de inhalar humo y lanzó una mirada furtiva a los guardias de la puerta. Estos hablaban entre sí sin darse cuenta. Para calentar la estancia había una lumbre de ascuas de maderas olorosas. Una leña que apenas hacía humo. Y para que no diera calor en exceso había delante una tabla labrada con figuras de ídolos.

      —Si dais voces, seréis muerto al instante por mis capitanes.

      Moctezuma comprendió que no era ninguna broma.

      —Señor Malinche, estáis en un error. Yo nunca he mandado tomar las armas contra los teules. Estad seguro de que voy a averiguar quiénes han sido esos rebeldes que os han atacado y se sabrá la verdad, y se les castigará…

      Hizo ademán de quitarse el sello con la imagen de Huitzilopochtli que llevaba en su muñeca. Lo utilizaba para hacer saber sus órdenes. Pero Cortés le indicó que no hacía falta.

      Moctezuma hablaba con total gravedad. Los ancianos lo miraron.

      —Y en lo de ir preso, sabed que no soy yo persona para salir contra mi voluntad.

      Resultaba curioso ver a Marina mediando entre los dos, transmitiendo al tlatoani las veladas amenazas en aquel idioma que ninguno de los españoles entendía. Procurando no alzar el tono y que los guardias no entendieran lo que sucedía.

      Los barbudos se impacientaban…

      Juan Vázquez de León, que tenía modos bruscos, dijo:

      —¿Qué hace vuestra merced con tanto hablar? O le llevamos preso o le damos de estocadas. Y si da voces o monta alboroto lo matamos ya mismo, que es la única manera de asegurar nuestras vidas.

      10

      Viendo a los capitanes barbudos tan enojados, Moctezuma le preguntó a Marina qué discutían. La Malinche, en náhuatl y sin pasar la palabra a Cortés, lo explicó con crudeza.

      —Gran tlatoani, yo os aconsejo que vayáis sin protestar. Los teules os respetarán. Os tratarán como gran señor que sois. Y una vez en sus aposentos se sabrá la verdad de lo ocurrido en Veracruz… De otra manera, aquí quedáis muerto.

      Moctezuma se volvió, casi suplicante, hacia Cortés. Los guardias le miraron.

      —Señor Malinche, tengo en palacio un hijo y una hija. Tomadlos como rehenes y a mí no me hagáis esta afrenta. ¿Qué dirán mis principales si me ven salir preso?

      —No hay vuelta de hoja y es mejor que vengáis con nosotros de buena voluntad.

      Moctezuma pareció recapitular. Tras decir algo a sus sirvientes, despidió con unas palabras breves a los ancianos, que se mantenían respetuosamente a distancia mientras su señor conferenciaba con los teules, y se dispuso a seguir a los barbudos.

      Moctezuma se dirigió con voz tranquila a uno de sus capitanes. El tenochca tenía la cabeza rasurada y las tetillas perforadas con arcos dorados. A unos pasos, Marina y Jerónimo temían que lo estuviera poniendo sobre aviso. Pero el tlatoani parecía resignado y con ánimo conciliador.

      —¿Qué les está diciendo? —preguntó Cortés, con su sonrisa hipócrita.

      —Dice que estará unos días con nosotros por su voluntad, no por fuerza. Que cuando él necesite algo se lo hará saber. Que no alboroten la ciudad, ni se entristezcan, que lo ha mandado Huitzilopochtli a través de sus papas: conviene que vaya con los teules a sus aposentos para conocer todos sus secretos.

      Los guardas hicieron venir a los porteadores con la litera de Moctezuma y, al rato, medio centenar de personas volvía a salir a la calle seguido por los barbudos a caballo, que orillaron el centro ceremonial en dirección al palacio de Axayácatl.

      Una vez en el patio, los guardias de Moctezuma fueron rodeados por españoles armados que los acompañaron al interior mientras murmuraban confundidos.


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