Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas

Conquistadores de lo imposible - José Ángel Mañas


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volvía a dudar. En eso llegó el totonaca con la jarra de vino. Tras darle un nuevo tiento al caldo, con voz algo empalagosa y vacilante por el alcohol, dijo:

      —Tenéis razón, padre. Dejemos que Velázquez se explique. ¡Que traigan de comer para todos!

      6

      Velázquez y los capitanes se instalaron en la mesa de las borriquetas. Comieron una olla de frijoles con patatas y otras verduras locales bien aderezada de tocino y tortas de maíz.

      Ya más distendido el ambiente, Juan Velázquez se entretuvo hablando de asuntos livianos que podían hacer gracia a los narvaecinos, principalmente de los problemas que se plantearon en Tenochtitlán cuando Moctezuma les entregó una veintena de mujeres, y entre ellas una hija suya, muy hermosa, al capitán Cortés.

      —¿Qué creéis que le contestó el capitán? Que en España tenemos por costumbre casarnos con una única mujer, y que él ya tenía a Catalina Juárez en Cuba, con quien está felizmente casado, que por eso rechazaba el presente… Pero ya se imaginan vuestras mercedes, como las muchachas son lindas y siendo el capitán como es…

      —Los hay que no cambian nunca. ¡Vaya con Cortés!

      Lo que no les contó fue que la frialdad de Marina, a raíz de los notorios escarceos de Cortés, había conseguido desquiciar al extremeño, quien, muy contrariado, acabó por subir al templo principal, donde a lo largo del invierno habían logrado que se reservara un espacio a su cruz y a la imagen de la Virgen en el que el padre Olmedo había celebrado su primera misa en Tenochtitlán.

      Allí se dedicó a derribar y destrozar los ídolos en los adoratorios. Algunos pensaron que aquella reacción inusual era debida a los nervios que le producía la presencia de Narváez en Veracruz, aunque Juan Velázquez no lo dijera.

      —El caso es que, cuando supo que llegabais, se ha tranquilizado la Malinche, o sea que ya ven que la presencia de vuestras mercedes le ha servido para algo al capitán Cortés.

      La anécdota bastó para que los narvaecinos riesen entretenidos. Las historias de mujeres y enredos eran el picante de la guerra.

      Mientras la mayoría comía con aplicación, el padre Olmedo le dijo al oído a Narváez: «Mande vuestra merced hacer alarde de sus caballeros, escopeteros y ballesteros. Que los vea el Velázquez y a través de él, en su campamento, sepan de vuestro poderío… Eso los atraerá a vuestro bando». Aquello pareció bien a Narváez, que mandó venir a un paje para enviar recado.

      Al rato, apenas terminada la comida y aprovechando que escampaba y que algunos ya paseaban el almuerzo por el patio, empezaron a desfilar por la calle principal de Zempoala las tropas de Narváez.

      —Gran poderío trae vuestra merced —dijo Juan Velázquez, acercándose a la puerta.

      —Es tu última oportunidad, Juanillo. ¿No te hace cambiar de parecer? Piensa que sois pocos y nosotros muchos…

      —Tenga por seguro vuestra merced que los soldados que estamos con el capitán Cortés sabremos defender bien nuestras personas —dijo Velázquez, que se había enfrentado a Cortés en su día y no tenía ganas de volver a hacerlo.

      En eso entró en la estancia un soldado, sobrino de Diego Velázquez, de igual nombre que su tío y familia también de Juan Velázquez.

      —¿No saludáis a vuestro primo? —preguntó Narváez.

      —Primo o no, es un traidor, como son todos los que andan con el Cortesillo.

      Para entonces la mayoría de los capitanes habían decidido que resultaba preferible mantener cierta cordialidad con el emisario de Cortés. Aquella salida los desconcertó.

      Juan Velázquez se volvió hacia Narváez.

      —Don Pánfilo, ya advertí a vuestra merced que no toleraría tales expresiones delante de mí.

      —Tales palabras se aplican perfectamente a vos y a vuestro capitán —repuso el tal Diego Velázquez.

      —¡Sois un bellaco! Y os lo dice un Velázquez de los buenos, no cobarde como vos.

      Echaron ambos mano a la espada y los presentes hubieron de intervenir parar que no se dieran de estocadas.

      Una vez apaciguados los ánimos, indicaron a Juan Velázquez y al padre Olmedo, que mejor se fueran cuanto antes. Alguno le pedía a Narváez que los hiciera presos. Narváez dudaba. Pero una nueva mirada del padre Olmedo, que ya buscaba su mula, lo empujó a dejarlos ir.

      —Marchad, antes de que cambie de opinión.

      7

      Juan Velázquez se dirigió a la caballeriza, seguido por el fraile. Mientras se subía a su montura, el otro Velázquez, su primo como le llamaba Narváez, yendo tras él, lo alcanzó y ya a su altura escupió al suelo. «Ya veremos si os mostráis tan valiente en el campo de batalla», dijo el cortesiano, ayudando a su mozo de espuelas a subir a la grupa. El padre Olmedo esperaba, con su mula, no muy lejos.

      —Idos ya, o no respondo de lo que pase —dijo Narváez.

      —Váyanse vuestras mercedes y no vuelvan más por aquí —advirtió otro de los capitanes.

      Juan Velázquez, dando un talonazo a su yegua, partió al trote calle abajo. Olmedo lo seguía de cerca. Los de Narváez se les quedaron mirando bajo la llovizna.

      —Anunciad a los hombres que quien mate a Cortesillo, cuando nos enfrentemos con él, recibirá tres mil reales —dijo Narváez.

      La lluvia caía con fuerza sobre Zempoala. Se oían los tambores y pífanos de sus hombres en el campamento.

      —Velázquez me emplaza a verme las caras con el Cortesillo. Preparaos todos para la batalla. Ya se acabó el juego de los mensajitos. Saldremos a su encuentro —concluyó el mandatario—. Y, o se entrega con sus hombres, o los masacramos a todos.

      V. HABLA JERÓNIMO EL LENGUA

      Juicio de residencia de Hernán Cortés, principios de 1529

      «(…) Quitando el testimonio de Bernal Díaz, todo lo que oigo en esta audiencia hasta ahora son críticas a Hernán Cortés, y eso me sorprende: no se oían ni la mitad de ellas cuando los presentes estabais bajo su obediencia. Todos sabéis cómo se conquistó la Nueva España. Muchos ya le servíais cuando me incorporé a la expedición en la isla de Cozumel. Los veteranos todavía os burláis recordando que, para que no me matasen, hube de gritar en voz alta: «¡Dios, Santa María y Sevilla!». Yo traía un remo al hombro, una cotara vieja calzada, la otra atada en la cintura, una manta raída, un braguero con el que cubría mis vergüenzas, y estaba trasquilado como un maya. Había nacido en Écija, pero tenía la piel tan morena y la ropa tan deteriorada que era difícil imaginar en mí un cristiano. Para entonces el navío que capitaneaba Pedro de Alvarado tomaba la mar y los demás estaban embarcados, salvo Cortés, que quedaba con diez o doce hombres en la playa. Esperaban a que pasara un viento contrario repentino que no dejaba salir su navío del puerto. Y el domingo después de la misa comían cuando justo llegó por la mar la canoa a la vela que me traía desde la tierra del Yucatán, adonde Cortés había enviado días atrás a buscarme. Cinco españoles y algunos naturales de la isla me acompañaron a la playa donde me presenté ante él. Pero hoy quería hablar sobre doña Marina, o la Malinche, como la llaman algunos, quien como sabrán vuestras mercedes fue apuñalada hace demasiado poco en circunstancias, cuando menos, misteriosas. Por eso hoy deseo honrar su memoria contando su historia y relacionándola con el que es quizá el único cargo que pueda hacérsele con justicia a Cortés: la muerte de su mujer Catalina Juárez. Sí, señores, no murmuren los cortesianos, que no he de callar. Pero para entender lo sucedido con doña Catalina debemos primero hablar de la Malinche. Pocos ignoran que a doña Marina, cuando llegamos a estas tierras, la habían vendido sus padres a esos mismos mayas que cuando avistaban navíos por la costa nos daban guerra. Por eso, cuando entramos en el río que allí llaman Tabasco, no fue ninguna sorpresa ver la orilla llena


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