Conquistadores de lo imposible. José Ángel Mañas
—Ya nos conocen —murmuró Alvarado.
El avance era penoso. Cuando por fin llegaron a la explanada cerca del Templo Mayor, allí la progresión resultó más sencilla porque los indios cedían y preferían esperarlos en las azoteas cercanas para atacarlos desde arriba. Aquello les permitió alcanzar el templo donde, abandonando las torres al pie de las escalinatas, empezaron a subir por las gradas.
Los hombres de Cuitláhuac embestían sin orden ni concierto y resultaba fácil defenderse desde las gradas superiores. Pero por lo mismo también se hacía difícil atacar los escalones de esa zona elevada. Además, los caballos se resbalaban en las baldosas, pulidas y mojadas por la lluvia, y como los de las gradas altas les cerraban el paso, no conseguían subir los tiros; resultó muy difícil alcanzar lo alto del cu, aunque por fin, dejando por las escalinatas un reguero de sangre y muerte, lo lograron.
Durante todo el ataque, Cortés se mantuvo al frente de los barbudos y era cosa de verle cubierto de sangre, subir por las escalinatas, pasando por encima de los muertos, para llegar donde habían colocado la cruz en su día, en un rincón del adoratorio ocupado ahora por una estatua de Nipe Tótem, el dios desollado, y ayudar a colocar otra nueva en medio del vocerío de la batalla.
Los tlaxcaltecas, que odiaban a los mexicas por los muchos de su raza que habían sacrificado a sus dioses, prendieron fuego a las imágenes de Huitzilopochtli y Tezcaputa en el interior del templo. «¡Estos son vuestros ídolos mentirosos! ¡Vedlos arder!», exclamó Sandoval. ¡Qué hermosas eran las rojizas lenguas que lamían las imágenes! Y se agachó para volcar un brasero, ayudado por varios hombres.
Un indio de Zempoala destrozó con su macana la piel de serpiente del mayor de los tambores.
Tocó volver a bajar, con los mexicas hostigándolos ya según pasaban de nuevo junto al templo circular de Quetzalcóatl y la cancha de pelota. Pese a todo, lograron cruzar las calles y regresar al palacio de Axayácatl, ya sin torres ni caballos, dejando atrás una veintena de muertos y una multitud de heridos.
—Pero más muertos les hemos hecho a ellos —dijo Cortés, según cerraban las maltrechas puertas del palacio.
12
Los sitiadores habían aprovechado la salida de los españoles para, con troncos de árbol, abrir brechas en algunos muros que se venían abajo, con su cal y canto desmoronándose y dejando el aire lleno de un polvo espeso e irrespirable.
—¡Hay que cerrar los boquetes cuanto antes! —dijo Sandoval.
Una parte de los hombres descansó lo que quedaba de noche y los demás la pasaron cavando tumbas para los muertos en los jardines del palacio y taponando con piedra los agujeros en las paredes del muro exterior.
La suerte quiso que los mexicas no atacasen esa noche. Hasta que asomó el sol no empezaron a oírse otra vez los tambores y las trompetillas. Los braseros en lo alto de los cúes estaban de nuevo encendidos.
Los papas los observaban desde la parte delantera de los adoratorios.
—Saben que cada vez somos menos. Están dispuestos a acabar de una vez por todas con nosotros. ¿Qué hacemos, capitán? —dijo Alvarado, que desde el pretil de la azotea veía cómo los cercaban por doquier.
A todo esto, los hombres de Narváez estaban al borde de la insubordinación, y Cortés, al cabo, salió de su ensimismamiento y ordenó ir a buscar a Moctezuma.
—Que se dirija a su pueblo. Que se asome a la azotea y les diga que cesen la guerra y nos iremos. Todavía es su emperador. Le harán caso.
Pero Moctezuma permanecía con los suyos en sus aposentos y, enfurecido contra Cortés, se negaba a colaborar. A más de ello, le hizo entender a Marina que no deseaba escuchar ninguna de las falsas promesas de Malinche.
—No, no y no.
La negativa era categórica.
Por suerte, un poco de persuasión y otro poco de amenazas (la especialidad de Cortés) consiguieron hacerle cambiar de parecer. Las buenas palabras las puso el padre Olmedo, que era quien hablaba con Moctezuma sobre cuestiones de fe, y las amenazas, concernientes a toda su familia, se las repartieron entre Cristóbal de Olid y la Malinche.
El resultado fue que al llegar la mañana un Moctezuma hosco y resignado, revestido con las insignias imperiales y el fantástico penacho con el que le vieron por primera vez (¡cómo había cambiado su consideración del personaje desde entonces!), subió con paso lento los escalones que conducían a la azotea. Había escampado y lo acompañaban Cortés y un pelotón de rodeleros.
Al ver a su antiguo señor en la azotea, se hizo el silencio entre la multitud. Era ya de día. La quietud se extendió de edificio en edificio. Los tambores de guerra cesaron.
Consciente de su dignidad, Moctezuma se encaró con el sol, que asomaba a lo lejos por detrás de los grandes templos del centro ceremonial. Lo rodeaban varios caciques y criados que le cubrían con un pequeño palio, para protegerlo de la lluvia.
Sobre el cielo de Tenochtitlán permanecían vestigios del humo negro del incendio del gran cu. Desde lo alto de las pirámides, observaban los papas.
Poco a poco las terrazas de otros edificios y las calles entre ellos se iban llenando de guerreros adornados con pinturas que aguardaban expectantes las palabras del tlatoani.
Moctezuma aspiró el aire de la mañana con fuerza.
Con voz clara y potente gritó a los hombres que se acercaban con sus macanas y lanzas:
—¡Escuchadme, pueblo de Tenochtitlán, y llevad mis palabras a mi hermano Cuitláhuac! ¡No estoy preso! ¡Durante todos estos meses he permanecido con los teules, en espera de que construyeran sus casas flotantes para regresar a su país!
13
—¡Vivo entre ellos por mi voluntad y puedo dejar el palacio de mi padre Axayácatl e irme con vosotros cuando me plazca! ¡Cesad el combate, que ninguna razón tenéis para luchar, cuando los teules prometen abandonar Tenochtitlán! ¡Con ello quedaremos todos satisfechos! ¡Dejad la guerra, hijos míos, y Malinche y Tonatiuh abandonarán nuestra ciudad y nuestra tierra, tal y como esperáis!
Entre quienes se aproximaban a los pies del palacio, los caciques ordenaban a los hombres callar. La lluvia de piedras había cesado. Mientras Moctezuma alzaba la voz, un puñado de jefes en la azotea más cercana hablaba entre sí en susurros.
Por fin, cuatro hombres principales salieron de detrás de una de las barricadas.
Se destacaron delante de los escuadrones en la calle, se acercaron a los muros de palacio y uno, un guerrero que les era familiar, empezó a hablar.
—¡Oh, nuestro gran señor, cómo nos pesa todo vuestro mal y el daño que se ha hecho a tus hijos y parientes! ¡Pero sabe que los mexicas ya han levantado a tu hermano Cuitláhuac por tlatoani! ¡Tus palabras no aprovechan para que cese esta guerra!
»¡Huitzilopochtli ha hablado y dice que no les dejará salir a ninguno con vida! ¡Dile a Malinche que todos los teules van a morir! ¡Demasiado tiempo les hemos permitido vivir en paz entre nosotros! ¡Sus pecados son grandes!
Cortés, junto a Moctezuma, se volvió hacia Marina.
—¿Quién es?
—Cuitláhuac, señor de Iztapalapa… Vos mismo lo liberasteis.
A Cortés se le torció el gesto. Aquel hombre formaba parte de los principales a los que había encadenado cuando se supo del descalabro de Veracruz. Pensar que lo había tenido en sus manos, cargado de grillos, le hizo sentirse irritado consigo mismo.
Era de los que más inquina había demostrado hacia los españoles. Siempre silencioso. Negándose a hablar con ellos. En un tlatocán mantenido por Moctezuma nada más saber del desembarco de los españoles, Cuitláhuac fue el único en oponerse a quienes querían recibir en paz a los teules: «Mi parecer es, gran señor, que no metas