La Quimera. Emilia Pardo Bazan

La Quimera - Emilia Pardo  Bazan


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      ¡Prendarme! No tengo confianza bastante para explicarle á la condesa mi interioridad en estas materias; lo único que se me ocurre es exclamar:

      —La semana que viene espero adecentarme; y entonces, ya que es usted tan bondadosa para mí...

      El miércoles pruebo; el sábado me traen sólo el traje de diario y el abrigo, lo que me corría más prisa. Las corbatas, las camisas, ¡maldición! hay que abonarlas al contado. Mi bolsa, escurrida como tripa de pollo. Suerte que la Palma me envía en un sobrecito billetes, el precio de su retrato. Los óleos de los chicos adelantan: van desastrosos... pero, ingreso en puerta. ¿Será verdad que el pan se ha conquistado?

      Al retirarme de la Academia me acompaña siempre Cenizate; charlamos de mis esperanzas, y se toma por ellas interés vehemente. Frustrado en cuanto artista (se me figura que no irá más allá de lo que hace hoy, paisajitos grises, con troncos rojos, una lamedura de Haes), teniendo lo suficiente para vivir, porque es económico, ha concentrado en mí la ilusión que tal vez no siente ya por cuenta propia. Un modo de engañarse á sí mismo como otro cualquiera, el imponer en cabeza ajena los sueños. Ello es que Cenizate se pelea desesperadamente por mí, defiende mis pasteles—que atacan sin haberlos visto—y se pasa en mi taller las horas muertas forjando planes y enunciando hipótesis. “Has de tener que abrir las ventanas para que se vayan los perfumes de tanta cliente...” Todo el mundo me envuelve en perfumes... y aquí no huele sino á carbón de cok y á colillas de cigarro. Ayer, por la tarde, subió con un recado la portera, y Cenizate saltó: “La señá marquesa de Regis, por el teléfono, que cuándo podrá el señorito pasar por su casa...” ¿Marquesa de Regis? No sé quién es... Buenos oficios de la Palma, ¡de fijo! “¿Lo ves?”, repetía Marín. Por la noche, en el café, viéndome en un instante de abatimiento, me interrogó:

      —¿No estás contento, ahora que los peces pican?

      —¡Contento! Lo estaré así que me vea por el mundo adelante, metido en harina de verdadero trabajo. No cuentes en la Sociedad ni esto; sobra con la batahola de los periódicos. Solano es capaz de escupirme á la cara...

      Cenizate se encogió de hombros, repitiendo: “¡Solano, Solano!...” en tono de mofa. Entró un chiquillo, uno de esos golfitos, industriales al menudeo, y se nos arrimó insinuante. Creí que iba á ofrecernos fotografías libidinosas. No; eran tablitas procedentes de cajas de puros, donde una mano febril había indicado, á manchas de abigarrados colorines, un árbol, una casa, una pared sevillana con azulejos y tiestos, una cabeza de chula con orejeras de claveles.

      —Dos pesetillas, señoritos... Pintás á la mano, firmás... Pá adornar la sala, señoritos...

      Mi amigo me agarró del brazo riendo con maligna satisfacción, señalándome á la “firma”, una T gótica.

      —¡De Solano!—exclamó.—¡Que sí, hijo, que las conozco á la legua! Se embadurna tres ó cuatro en otros tantos minutos todos los días, sin firma, con esa T que significa Trigo... y tiene infestados los cafés, el Rastro y la calle de Alcalá... ¡Y el tupé de torcerte la cara á ti porque retratas marquesas! ¡Es un fantoche! Y no llega: te digo yo que no llega. No tiene miaja de talento, y muy mal gusto: ¡un cursi, un cursi!

      Me puse encarnado y compré sin regatear la media docena de tablas al chiquillo. Que viva Solano, porque—aunque no lo crea Cenizate—él mendiga más altivamente quizás que yo. Tiende la mano en la calle, yo en los palacios.

      Estreno mi ropa. ¡Parezco otro! Voy á casa de Regis. La marquesa, señora á la antigua, madre de familia cariñosa, quiere un retrato de la mayor de las muchachas, guardar el recuerdo de cómo era antes de casarse—la boda está fijada para la primavera.—Pastel género romanza de Tosti: traje rosa, escote virginal, bandós Cleo, rostro inclinado á la derecha, sonrisa cándida. Ventajas: la señorita vendrá á mi taller con la miss, y la despabilaré en dos sesiones, y podría en una, porque esto es coser y cantar; pero desmerecería; lo creerían demasiado fácil. Y adivino la escena: reunión de familia admirando la “preciosidad”, apretón de manos del padre, felicitación y palmada en el hombro del novio, marco Luis XVI, pago á tocateja. Por teléfono: la Palma; ¡Lina Moros consiente! Pero esta semana, imposible; dos comidas de Embajada y Legación, acostarse tarde, cansancio... Y la semana que viene, pruebas en la modista, baile en casa de Camargo... Ya me avisará—Con mi facultad de leer entre líneas, descifré de corrido: “hacerse valer un poco; no se le abre á la gente la puerta así de golpe”. Y experimento de antemano hacia la beldad una prevención hostil, una antipatía nerviosa, complicada de atracción. Sus líneas me incitan á estudiarla; su carácter... ¿qué sé yo? ¿ni qué me importa? Otro hombre, sobre tal base, tendría la mitad del camino andado para enamorarse como un pelele.

      Minia me llama por teléfono. Bajo al prosaico despacho de aguas minerales, que parece una zahurda, y comunico, después de bregar cinco minutos con las telefonistas.

      —¿Oye?

      —Oigo.

      —¿Sabe que La Época ha vuelto á dedicarle un buen retazo de Ecos?

      —¿Sí? Lo deploro. Yo ahora quiero cuartos; fama no, no.

      —Es lo mismo para el caso. Un periódico de allá, de la región, también habla de usted.

      —¡Sea por Dios!

      —Hay además para usted dos recados, y con apuro. Esto va más aprisa de lo que creíamos: viento en popa. Dice mi madre que esta noche tenemos... Aquí un mosconeo en el teléfono, envolviendo el nombre de platos clásicos en la tierra, y la invitación adivinada.

      —Iré, iré, y así me enteraré de los recados.

      Dos retratos más: el de la vizcondesa viuda de Ayamonte, el del menorcito de los niños de Fadrique Vélez... Nombres de ruido sonoro, que parece que acarrean historia.

      —Como no saben sus señas—advirtió Minia—preguntan aquí; en este papelito encontrará usted la dirección de ambos clientes, para que con ellos se entienda usted. ¡Lleva usted trazas de hacerse de oro! Hablan de usted en el foyer del Real y en las tertulias. Ayer, en el te de casa de Camargo, en dos ó tres grupos era usted el asunto predilecto. Las sensacionistas, que corren tras la mariposa de la novedad, van estando pirradas por conocerle á usted.

      —Si ven mi taller, salen pitando.

      Esta idea me tuvo desvelado toda la noche. Me revolvía en la cama furioso, al observar cómo mis actos se acompasan servilmente á la marcha de la realidad, mientras mi espíritu sigue abrazado á la Quimera. En teniendo mis cuatro ó cinco retratos al mes para vivir, debiera bastarme y consagrar todas mis fuerzas á lo íntimo; y he aquí que en mi cerebro, excitado por el insomnio, danzan y contradanzan proyectos inspirados por lo que viene de fuera; mejoras en mi instalación, en armonía con los gustos y las exigencias de esa multitud que va á echárseme encima, y que al proporcionarme recursos me impone desembolsos. Los recursos por ahora son semifantásticos, y lo otro urge.

      Recorro con Cenizate algunas tiendas de anticuarios. Llevo una lista de lo más apremiante.

      Sofá (Luis XVI ó Imperio).

      Dos sillones (ídem).

      Un tapiz para el suelo.

      Un mueble que sirva de escritorio.

      Un par de taburetes ó sillas bajas.

      Después de mil regateos, y á plazo de mes y medio la cuenta (sin garantía alguna: estos anticuarios parecen confiadísimos), me decido por dos fraileros, cuatro sillas de laca y seda brochada, un canapé Imperio, una alfombra pequeña y viejísima, pero de colorido grato, un contador italiano aparatoso—falso quizás,—dos ó tres Talaveras recompuestos, un arcón tallado, basto, que me servirá de carbonera. Todo ello, cerca de dos mil pesetas. Probablemente me han trufado; entiendo poco de regateo, y Cenizate menos, á pesar de sus alardes de inteligencia y sus reiterados “con esta gente hay que ser muy escamón... Entre gitanos... No te fíes...” El engaño no me importa; lo malo es que actualmente no tengo un real, y sacar de la yema de los dedos


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