La Quimera. Emilia Pardo Bazan
Se filtra un aire glacial por los paineles de cristales sin maderas ni cortinas; y la tubería de la chubersqui, sin chubersqui, aumenta la sensación polar. ¡Brrr! Aunque merme el fondo (vaya un fondo), habrá que comprar chubersqui. No: y lo diabólico es que después de la chubersqui necesitaré carbón. Las chubersquis debieran criar su combustible, como el borrego su lana.
He visto el Museo. Volví de él aplanado y loco (estados que parecen difíciles de asociar). Entré á las diez, con ánimo de pasar dos horas, y á las tres todavía estaba allí, desfallecido y sin enterarme del desfallecimiento. Al volver á casa me harté de mortadela y queso de Gruyére: primeros momentos de estupidez: la digestión penosa del boa.
Entre los afanes de la pícara función fisiológica, restos de la fiebre de la mañana, un devaneo sin tregua, que va y viene, y vuelve y se enreda en tres nombres: Goya, Velázquez, Rubens.
Orden, orden, señora cabeza mía. ¿Qué piensa usted de esos tres tiazos?
En primer lugar, no experimento gran entusiasmo, en general, por la pintura antigua. Nos han fastidiado bastante con la admiración de lo antiguo, negro y embetunado y con luz falsa. Los antiguos eran otros embusteros, igual que yo. Hasta nuestro siglo, y bien adelantado, no se supo lo que era la verdad. Y no la tragan, no la tragan los condenados burgueses. ¡La luz cruda, dicen! ¿La quieren cocida, guisada? Mejor se pinta hoy que se ha pintado nunca. Y si es así, ¿por qué me he vuelto del Museo destrozado de asombro?
Con Velázquez me pasa que reniego del cerebro. Ese tío no pensaba; lo que hacía era copiar, pintando de una manera bestial: la pincelada, la santa pincelada, el santo natural, el santo dibujo,—y fuera ideas, que son una peste.
Velázquez no debió de sentir calenturas. Velázquez se reiría de nosotros. Sano, equilibrado, cortesano, creyéndose un funcionario y no un genio, no buscaba originalidad; ¿para qué? La originalidad es una tontería. Pintar más que Dios y dejarse de originalidades. Si pintásemos, ¿eh? ¡digo pintar!, ya me entiendes, Silvio, ¿qué falta nos hacía discurrir? La naturaleza no presume de original, ni discurre; el sol, la luna, son lo más trivial. Velázquez es naturaleza pura.
Da gusto cómo trata á los dioses. Su Marte, un soldadote velludo; su Vulcano, algún herrero de la Ribera. ¿Y el chucho de las Meninas? Silvio, ¿te contentarías con haber manchado ese chucho?
¡Qué bárbaro soy! ¿Pues no estoy diciendo para mí: No, no me contentaba?
Prefería ser Goya. El equilibrio y la indiferencia de Velázquez, bien; el desate de Goya, mejor. ¿Por qué mejor? No lo sé explicar; pero me gustaría tener un modo mío de sentir el natural, y me gustarían esas rarezas de sátiras y delirios, el infierno y el cielo, el amor, la muerte, la horca, el fanatismo, los asnos dómines, las duquesas histéricas y tísicas, con colorete, las familias reales retratadas hasta el alma, hasta la misma medula de sus huesos, enseñando la sensualidad de la reina y la inepcia bonachona del rey. Me gustaría haber sido el primero á sorprender la luz rubia y acaramelada de las primaveras madrileñas, y los grises tonos, vaporosos, de las épocas de pelo empolvado y sedas tornasol. Me gustaría ser el primero que interpretase el colorido de España. ¡Goya! Sus cuadros patrióticos, sus fusilamientos, telones—telones divinos. ¡Qué arranque! ¡Qué ímpetu! ¡Ese colmillo de jabalí, ese navajazo feroz de baturro airado!—¡ah, qué envidia!
¿Y Rubens? Cuando me acuerdo de mis pastelitos, de mis cochinas cromotipias, y pienso en la carne flamenca de Rubens, me daría de cabezadas contra la pared. Materia, materia; esplendor de la carne: y arrodillarse y adorarlo.
El realismo de Rubens es más brutal que si nos presentase gente pobre y famélica. Sus hombres sanguíneos, de barba terciopelosa, y sus mujeres de senos de manteca y nalgas rosa te, eran gente rica y bien alimentada; y así quisiera yo desnudar y pintar á la high-life. Afuera tules. La carne, compacta, fresca; albérchigos y pavías. Verano de la vida; y por debajo de esa piel tan bruñida y elástica, y por esas venas (¿no es triste que no tenga venas la gente que yo retrato?), por esas venas, circulando, el hierro y el calor de los siete pecados capitales.
De todo esto saco en limpio... poca cosa: que quisiera ser Velázquez, Goya ó Rubens, ¡un nene! ¿Qué soy? Nada. Un farsantuelo; y ni aun mis farsas puedo hacer. Porque ¿quién va á venir á retratarse en esta calle sospechosa, en este taller desmantelado, sin un trapo antiguo, sin un sitial coquetón, sin alfombra... sin estufa?
No: estufa la habrá mañana, ¡viven los cielos!
Hoy tirito. La noche cae, y como no he de comer—no era la digestión del boa, era la indigestión,—no salgo; me quedo en mi rincón, me refugio en la alcoba, envuelto en mi poncho gaucho, que me sirve de manta de viaje y de cama. Me siento mal, muy mal; parece que dentro del estómago tengo una barra de plomo; la cabeza me duele... Trataré de dormir. Á cerrar los ojos, á no acordarse de nada. ¡Qué nuca y qué hombros los de la Hilandera! Lo asombroso de Goya, el misterio de las pupilas de sus retratos: tienen húmedo radical... Bueno, ahora lo de ene: bascas, escalofríos... ¿Si enfermaré de veras?... ¡No me faltaba más que eso!
Quebrantado aún (¡qué indigestión, señores! ¡Yo creo que fué de admiración más que de otra cosa! Es bobo y ocioso admirar á los que ya pasaron; ¡arte nuevo, nuevo!), voy á la Sociedad de Acuarelistas á dibujar. Empiezo á conocer algunos del oficio; muchachos como yo, tal vez con las mismas esperanzas que yo. ¡Puede que no tan quiméricas! Les veo que fuman, ríen, hablan de mujeres,—piensan con ahinco en algo más que el arte.—Hay uno, sin embargo, rabioso, emberrenchinado como yo: se profesa impresionista (¡qué diablura!) y se llama Solano. Tiene unos ojos que giran, que miran azorados, insensatamente: ojos de raposo cogido en la trampa.
Me han preguntado mis proyectos. No les he contado palabra de verdad. Me daba vergüenza confesarles que espero á que las bellas señoras me hagan con sus deditos una seña: “Retrátanos... y que salgamos arrebatadoras, celestiales”. ¿Y si, además, por encima de todo, ¡humillación doble!, ni aun eso encontrase; ni aun le comprasen al charlatán sus mentiras, su agua de rosa y su blanquete?
Á bien que saldré de dudas pronto. Las de Dumbría me escriben que antes de principios de Diciembre llegan.
Entretanto, como no debo perder tiempo, y como la labor de noche en la Sociedad no me basta y quisiera aprovechar algo las mañanas, que me paso tumbado en el diván leyendo ó haciendo castillos en el aire—me determino á llamar una modelo y un modelo. Cuestan, pero no hay cosa mejor para formarse la mano y adelantar en estudios útiles—una mano, una pierna, la cabeza, el torso.
Por suerte, en la tienda de marcos, donde me surto de lienzos, pinturas, pinceles, un caballete mecánico—comprendo que no se darán prisa á pasar la cuenta. Les he insinuado que los meses de Navidad y primeros de año no son á propósito para pagos, y en seguida comprendieron: deben de estar acostumbrados, por su clientela de artistas, á morosidades. Y si no, ¿cómo me las arreglo? Porque parece que no son nada estas fornituras—tubitos, frasquitos, pinceles, palitroques,—y sólo el caballete representa un desembolso de treinta y cinco duros. El amigo que me he echado en la Sociedad, un chico paisajista, Marín Cenizate, que me ha tomado un apego decidido y se dedica á aconsejarme y protegerme, al saber mis adquisiciones me dice que anduve precipitado; que como la miseria siempre, y ahora más, es tan acuciosa entre nuestros compañeros, en el Rastro y en las casas de préstamos encontraría por cuatro cuartos el caballete y las cajas. No le quise responder: “es que la tienda no me cobra ahora, y lo de lance se pagará al contado”. La penuria de dinero, á veces, obliga á gastar doble.
La modelo... ¡pch! un desnudo regular: de la cintura abajo, algo de morbidez; los brazos magros, los hombros puntiagudos, las manos encanalladas. Para estudiarla sinceramente y á trozos no me importa; pero si alguno quiere meterla en cuadros de ninfas ó de damas, ¡con esas manos, á morir!
No sería yo quien me consagrase á damas ó á ninfas, y eso que desde mi llegada á Madrid me parece que siento menos la naturaleza, y la verdad áspera y plebeya no me seduce tanto. Aquí no hay campo, y la ciudad, ni moderna ni majestuosamente antigua, no me atrae. Recorro sus calles, sus paseos,—nunca salta la nota que me agradaría tomar. Vamos,