La Quimera. Emilia Pardo Bazan
atrás, dijo solamente:
—Bien, bien. No tema usted que le diga “¡qué bonito!” Los planos de la cara son esos: la simplicidad del conjunto me agrada.
Y volvió á posar, arreglándose las gasas medio descompuestas.
Ya no estaban en la sala baja de la torre, de anticuado mobiliario, de paredes cubiertas por bituminosas pinturas. Era en la terraza, bajo la bóveda de ramaje de las enormes acacias, de las cuales, no con violencia de remolino, sino con una calma fantástica, nevaban sin cesar miles de hojitas diminutas, amarillo cromo. Bajo la alfombra de la menuda hojarasca que moría envuelta en regio manto áureo, desaparecía el enarenado del suelo completamente. Los sillones de mimbre que ocupaban Minia y Silvio se adosaban á la baranda de hierro enramada de viña virgen, sombríamente purpúrea; Taikun, echado en la postura de las liebres, insólita en los canes, atrás las dos patas saliendo de enormes bombachos de pelambre fosca y fulva, levantaba de tiempo en tiempo su cabeza de alimaña de pesadilla, y mosqueaba el plumero de su cola.
—Tiene usted que perdonarme—decía Silvio—aquella negativa exabrupto. No quería adelantar nada, mientras usted no se convenciese de que no soy enteramente un desgraciado sin pizca de disposición. ¿Qué podrían interesar á usted las ambiciones y las ansias de esos míseros que no poseen elementos para llevarlas á la realidad? Y usted me creyó uno de ellos.
—Así es—respondió Minia lealmente, dejando sobre la mesa de piedra el libro.
—Lo comprendí. Yo soy muy listo: nada se me escapa. ¡Ay, lo que pensará de mi presunción! Pero no importa, es cierto. Ejercito una especie de adivinación de los pensamientos y las intenciones. Conozco á los demás acaso mejor que me conozco, y de una palabra ó un gesto deduzco... ¡Asusta lo que deduzco!—Usted quería darme despachaderas, y si no es por la baronesa...
—No extrañe usted mi recelo. Siempre un retrato...
—Sí; entendido... En fin, gracias á Dios, no está usted quejosa del suyo.
—Al contrario. Contentísima.
—Me atreveré entonces... Echaré mi memorial... Deseo que ese retrato se lo lleve usted á Madrid y lo vean sus relaciones; quizás alguien me encargue alguno, y modestamente pueda sostenerme allí, estudiando. No tengo otra esperanza en el momento presente.
Minia reflexionó antes de contestar:
—Mi madre conoció á su padre de usted, y conoce á su tutor. Por ella supe... Temprano fué usted huérfano. ¿No le quedaron medios de fortuna?
—Pocos... Hoy casi nada. No me importa. Mi problema no es de dinero. Es decir, necesito el preciso para vivir y trabajar: no busco la riqueza por la riqueza. Aunque tengo mil caprichos refinados, me falta la casilla de la codicia. Se reiría usted si supiese cómo administro. ¿Bohemio? No; no es la nota bohemia. Es que no encuentro ningún goce en el dinero guardado. ¡Guardar! ¡Qué estupidez! Para cuatro días que se vive... Lo que me resta de la escasa hacienda de mis padres, que será una miseria y rentará unas perras, lo liquidaré á escape...
—¿Le atrajo á usted el arte desde niño? ¡Porque es usted bien joven...!
—Veintitrés...—pronunció Silvio.
Minia le consideró. Era todavía más juvenil que de veintitrés la cara oval y algo consumida, entre el marco del pelo sedoso, desordenado con encanto y salpicado en aquel punto de hojitas de acacia. El perfil sorprendía por cierta semejanza con el de Van Dick... Se lo habían dicho, y él se recreaba alzando las guías del bigote para vandikearse más.
—Á los ocho años pedía por favor que me permitiesen ver dibujar. Á los catorce marché solo y sin amparo á Buenos Aires, porque mi tutor había resuelto que yo siguiese la carrera militar; decía que pintar es oficio de holgazanes. En Buenos Aires... ¡qué lucha! ¿Se lo cuento á usted todo? Sí, sí; con usted, desde el primer momento, he deseado la confesión. Se me agotaron los recursos. Tuve hambre. Trabajé de peón de albañil, sirviendo cal y yeso para ganar una tajada de tasajo. Desde entonces tengo el estómago endeble; el día que digiero bien estoy de excelente humor. Lo malo no es haberse estropeado el estómago... Es que vi la vida tan en crudo, en feo y en duro, que se me despellejó el corazón y crió callo. ¿Se da usted cuenta?... Después embadurné frisos, escocias... decoré... tonterías: pabellones, tocadores galantes... Últimamente ya me las arreglaba mejor, gracias á los retratos y á alguna tablita. ¡Volver á Europa! ¡Dibujar mucho! ¡Oler lo que se guisa en tres ó cuatro talleres de París y de Londres!
—¿Y quién le ha amaestrado en el pastel?
—¡Bah! Nadie. ¡El pastel! ¡gran cosa! Dedos, dedos,—y mucha triquiñuela y mucha picardigüela en el pulpejo; eso sí... Mejor que nadie conozco yo que todo cuanto hago no vale un pepino. Agradable, agradable, bonito, bonito... ¡Bonito! ¡Peste! Ansío subyugar, herir, escandalizar, dar horror, marcar zarpazo de león, aunque sólo sea una vez.
Minia meditaba,—una meditación palpitante.
—¿De modo que vocación, no profesión?
—¡Vocación... ó delirio! una cosa que parece enfermedad. Me posee, me obsesiona.
—¿Y... finalidad?—Interrogaba precavidamente, con tactación médica.
—¿Finalidad? Ninguna. ¡Por hacerlo!—afirmó Silvio, cuyos ojos color de humo claro relucieron con reflejos de acero desnudo.—Creo que ni por la gloria, es decir, lo que así se llama. ¡Por la dicha de hacerlo! Hágalo yo, y venga luego... lo que venga. Todo lo demás... ¡pch! ¡Ser alguien! ¡Ser fuerte, ser fuerte!
Y las lindas facciones se crispaban, y el rubio ceño se fruncía de un modo violento, casi torvo. La compositora guardaba silencio, el silencio de las cuerdas del arpa que aún retiemblan sin sonar.
—Malo, malo—dijo por último.—El caso está bien caracterizado. Todos los síntomas. Espero, en interés de usted, que rebaje la calentura.
—¡La padezco desde que nací, acaso! Si no es para eso, no tengo interés en existir. No crea usted: á ratos... se me quita la fe. Ayer mañana, por ejemplo, al venir de Brigos, me detuve en Areal. Tengo allí un pariente, hijo de una hermana de mi madre, panadero... Yo venía desfallecido; me dió caldo, pifón y sardinas, y vi á su mujer y su patulea de criaturas. Se quejan de la suerte, de escasez, pero están sanos y son dichosos á su manera. Envidié esa manera.
—Tenía usted razón en envidiarla—afirmó lentamente Minia.—Sólo que es un sentimiento inútil. La envidia no nos aproxima una pulgada á lo envidiado.
—Ni yo me aproximaría. Son fantasías, mandolinatas pastoriles. Cada cual ha de vivir su destino; el suyo, nunca el ajeno—declaró Silvio.—No soy viejo, pero ya estoy en las horas irrevocables. De aquí salgo á volar; de aquí... á Europa. Cuando subí por esa calle tan larga de magnolias, y pasé debajo de estas acacias que llueven gotas de oro, y me hicieron esperar en la sala, frente al piano,—presentí (soy muy supersticioso y fío en los avisos) que me encontraba en ocasión decisiva y que este rincón del mundo guarda para mí la clave de lo venidero...
—¡Pobre criatura!—murmuró Minia sin mirarle.
—¡Le doy á usted lástima! Vamos, entiendo. Es que no cree usted que poseo condiciones de triunfador.
—Ni lo creo ni dejo de creerlo... Ignoro. Con lo que usted es capaz de hacer, sospecho que tiene asegurado el cocido, un cocido sano, suculento, quizás una comida sólida... ¡y eso es mucho, amigo!—¡Triunfar! ¡Dar ese zarpazo que usted sueña! El arte está espigado. La genialidad, la inspiración, si las viese usted en forma de improvisación, se equivocaría... Es el error de nuestros artistas: quieren sorprender á la ninfa dormida, ser faunos nervudos. Y lo que deben ser es caballeros andantes, cumpliendo mil hazañas obscuras, mil pruebas, antes de desencantar á la infanta. ¡Si al menos hubiese infanta! Se dan casos de encontrar en vez de infanta una bruja. ¿Y sabe usted lo más curioso? Al artista caballero andante, después de tantas heroicidades y de pelear con siete endriagos, lo