La Quimera. Emilia Pardo Bazan
al pastel. Silvio, no obstante, no había perdido la noche anterior. Á la luz artificial, sobre la maciza mesa de caoba de la sala, había bocetado ligeramente, á la pluma, la cabeza vigorosa, de incorrectas facciones, de Minia Dumbría. Libre ya de aprensiones pueriles, jugó con la figura de la compositora, de la cual se estaba apoderando en una caricatura humorística y respetuosa, de extraordinaria semejanza. Diseñó también otra vez á Taikun, y á las once, cuando se retiró á su cuarto, notó que se encontraba en Alborada como si hubiese pasado allí la vida entera.
Los preparativos, la colocación del modelo, se discutieron á la mesa, á la hora de almorzar. Era preciso graduar la luz por medio de cortinajes; y al plantearse la cuestión del traje, Minia contestó que no tenía en Alborada ningún cuerpo escotado.
—Lo improvisaremos—añadió.—De cualquier manera.
Sencillamente recogido el pelo, rodeados los hombros de una nube de tul blanco sujeta con cintas anchas color de mar, posó resignada la compositora. Suponía que el retrato iba á salir desastroso.
Silvio disponía febrilmente sus lápices de pastelista ante el pliego de papel grisáceo fijo en el tablero con doradas chinches. La prolongada blusa de dril le daba semejanza con un obrero. Guiñó las pupilas, frunció el ceño, contrajo la frente, registrando en el modelo con avidez líneas y colores, y valiéndose de las yemas de los dedos mucho más que de los lápices, principió sin delinear, aplicando ligeras manchas. Dijérase que era la nebulosa de una cabeza y un busto lo que nacía, vago y fino sobre el muerto fondo cenizoso.
Minia no fijaba la vista, ni aun por curiosidad, en el trabajo del pintor. Sus ojos de miope descansaban en el familiar paisaje que encuadraba la ventana. La cañada suave, el bosque de castaños, la espesura de pinos, las tierras de labor segadas, todo tostado y realzado con oros rojos por la mano artística del otoño, y á lo lejos el trozo de ría como fragmento de rota luna de espejo, entraban una vez más por su retina en el alma, y la adormecían con sorbos de beleño calmante. El oleaje de notas musicales que en ella se agitaba, aplacábase ante la naturaleza. Y eran los únicos instantes en que Minia reposaba algo; no percibía la música como tensión y esfuerzo de facultades, sino que la sentía como un río fresco, como baño de dulzura, y repetía mentalmente versos de Fray Luis.
El aire se serena...
¡Oh desmayo dichoso!
¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!
Llegó á prescindir enteramente de que la retrataban, porque la idea del retrato más bien era desagradable; de un modo mecánico, conservaba sin embargo la pose. La voz de Silvio la restituyó á la tierra.
—¡Qué expresión tan bonita, señora! ¿Quiere usted mirar un momento?
Ya la nebulosa iba concretándose. Surgían la cabeza, los hombros blancos. Sonrió la compositora...
—Veo que me hace usted favor. Lo apruebo. Siempre hay que proceder así cuando se retratan mujeres.
Como si le hubiesen pinchado en el punto sensible, saltó Silvio, en un impulso de los que no sabía reprimir, desatándose á hablar, emocionado, nervioso.
—¡Pues si ese es mi delito, señora! ¡Mi delito! Usted de seguro comprende... Yo hermoseo á cuantas pinto: á usted, proporcionalmente, no la favorezco casi. Se me figura que así la respeto más. ¡La doy á usted toda su edad, su corpulencia,—y su misma expresión, la misma! Suavizo un poco las líneas.
—¡Falta hace!—interrumpió Minia festivamente.—No sé qué alfarero me amasaría la cara; escultor no pudo ser.
—¡Bah! ¡Las líneas!—continuó Silvio.—Corregir líneas, corregir tonos del cutis, hacer de lo ajado lo suavemente pálido y de las remolachas rosas... eso, cualquiera sabe. Más difícil es infundir un alma en caras que no la tienen. El intríngulis es meter esa belleza del ensueño y del pensamiento en fisonomías de modelos que están rabiando porque el vestido sienta mal ó porque el corsé aprieta. ¿Verdad que los retratos siempre parece que nos cuentan algo, algo muy melancólico y digno ó muy amoroso? En cien casos, es que el retratista presta al modelo el espíritu de que carece.
—Según—respondió Minia, interesada por la teoría.—Hay pintores muy realistas, por ejemplo, don Vicente López, y un flamenco antiguo, Franz Hals, que retratan la naturaleza animal y la expresión vulgar... ¡Y hacen prodigios... vaya!
Silvio, pensativo, se limpiaba los dedos con el pañuelo. Sus labios palpitaron al nombre de los dos pintores.
—¡También lo haría yo! Es decir, ¡qué disparate de vanidad! ¡No se ría usted de mí...; también yo probaría á hacerlo! Eso es lo bueno, lo bueno: la verdad, sin trampas ni artificios. ¡Dichosos los que no necesitan falsificar nada! Á veces, señora...
—Mis amigos me llaman Minia—advirtió ella benignamente, apiadada por lo que ya iba adivinando.
—Mil gracias... Decía que á veces leo en los periódicos que echan el guante á un monedero falso, y me asombro de que no prendan á los infelices que sofisticamos lo más sagrado, el arte. ¡Envidiable suerte la de usted! Contra la corriente de los convencionalismos; desdeñando ataques y groserías, escribió usted sus famosas Sinfonías campestres, empapándose en el sentimiento aldeano: en la realidad. Así han llegado á todas partes, por la verdad que contienen. En Buenos Aires las oí tocar, las vi aplaudidas. Como la necesito á usted, no digo más: creería que soy un adulador...
Los ojos de Minia, pequeños, durmientes, se llenaron un momento de infinito.
—¿Allí las oyó usted?
—Todas... Y me conmovían mucho. Usted y yo hemos nacido en el mismo pueblo, en Marineda. Mientras no salí de él... experimentaba hacia usted hostilidad. No sé por qué; sería porque hablaban de usted continuamente... y yo era un niño, y á esa edad no sobra la benevolencia. ¡Al contrario!—Después, cuando me vi tan lejos... la nombraban á usted, ó á cualquier persona ó cosa de la tierra... y me entraba alegría.
—¿Quiere descansar un momento? Me va usted á contar eso; su vocación, sus viajes.
—No, señora—negó él en seco.—Perdone... Primero he de poner el retrato á cierta altura.
—Como guste; usted es quien ha de dispensar—respondió Minia en tono de cortés indiferencia.
—¡No adopte expresión enojada! La de antes, la de antes—suplicó Silvio, contrito, apurado como si le acaeciese la mayor desventura.
—De eso sí que no respondo... ¿Quién se acuerda de lo que producía esa expresión? Intentaré pensar en lo mismo que pensaba...
Volvió á descansar la mirada en el paisaje; quiso perderse, confundirse, diluir su personalidad en las lejanías color amatista de los montes que formando anfiteatro lo cercaban. No pudo: el conocido murmurio de notas, la efervescencia musical, era invencible. Hubiese deseado estar sentada ante el piano, traduciendo todo lo que—con la vaguedad del boceto al pastel en que se afaenaba Silvio—hervía dentro de su cerebro fácilmente excitable. Como la ola tras la ola, y aun del modo continuo y presuroso que cae el surtidor en el tazón, los elementos de un poema sinfónico apuntaban y se desvanecían.
—¡La expresión de antes!—pensaba para sí.—Si éste es artista, si posee sensibilidad, no ignorará que no nos bañamos dos veces en la misma agua, ni se reproduce el mismo minuto de nuestra vida.
Silvio, entretanto, voluntariosamente, trabajaba; tenía, en efecto, la mano ligera, la afluencia del toque, la justeza rápida de la entonación; el parecido con el modelo se establecía desde el primer instante, y de sus yemas febriles, ágiles, embadurnadas, salían al papel matices deliciosos, medias tintas de una armonía suave, comparable á la de los celajes cuando amanece, claridad ligeramente velada de niebla perlina. Su colorido encarnaba, pero encarnaba por un estilo inmaterial. Aquel pastel, que reproducía una cabeza de mujer, ni joven ni hermosa, un rostro enérgico, lleno de imperfecciones, era, sin embargo, elegante á la moderna, exquisitamente elegante, por la manera de estar puesto,