La Quimera. Emilia Pardo Bazan
en Zais, donde mi padre pasaba los veranos. Tiene su huerto, ¡vaya! y agua, y tres perales... Si algún día me hago célebre y opulento (dos bicocas), ahí me vendré á disfrutar... Su hija de usted dice que si he de acabar retirándome á Zais, que empiece por el final y me ahorraré un mundo de penas. ¡Tal vez!
—¡Sí, sí, tal vez estoy en lo firme!—exclamó Minia, apareciendo precedida de Votán, el corpulento danés.—¡Votán, al agua, pícaro!—mandó imperiosamente. El perro ladró de entusiasmo, tomó vuelo, y se oyó el chapoteo de su zambullida en el estanque.—¿Pues quién lo duda? ¿No espera usted en Zais tranquilidad y reposo? Cóbrese usted adelantado. Ninguna cosa buena debemos aplazar: nos la podría escamotear el destino. No, no; por si acaso... ¡Eh! ¡Votán! ¿Qué es eso de querer salir? Quietecito en el agua. Así; ¡guapo perro!
—¡Qué afán de desalentar á la gente!—exclamó la baronesa.
—¿Desalentar? Sí; ¡cualquiera desalienta á cualquiera! No vaticinamos para desalentar; se habla, como se grita cuando se recibe un golpe: es involuntario. ¡Afuera, Votán! Basta de baño, buen mozo... Y á sacudirte lejos, ¿eh? lejitos, que nos rocías. ¡Allá, allá! Oiga usted, haragán de artista, ¿no quería usted ilustrarme hoy un plato al humo? ¿hacerme una caricatura?
—Con la cabeza enorme y los pies invisibles—respondió Silvio.—En cambio, me interpretará usted al piano una de sus sinfonías campestres.
Silvio, recostado en el sillón, entornados los párpados, se encontraba todavía bajo el conjuro de la música, mejor dicho, de las músicas interiores que una combinación de sonidos evoca. La compositora, sin alardes de virtuosismo, sin descoyuntar las notas ni obligarlas al paso al través de aros ni al salto mortal; sencillamente, de corazón, acababa de derramar en las ondas del aire, temblantes aún, el aroma rústico de la tierra germinatriz. Silvio había percibido el olor húmedo de las fragas, después de que la lluvia las viste con una capa de hongos de terciopelo castaño y fulvo; el de los saúcos en floración, equívoco, extraño; el de las agridulces fresillas silvestres; el de la recién guadañada hierba; el de las colmenas, que reúne el deleite de la miel al misticismo del cirio; el de madera apolillada, caduca, que se exhala de los viejos Pazos; el del humo que envuelve á las casuchas sin chimenea en túnica de gasa gris; el del mosto nuevo, que emberrenchina; el del rancio Borde, que conforta; y, dominando á todos, hercúleo, bravío, el del mar de Cantabria, sal, yodo, fósforo, vitalidad disuelta en la respiración,—y también nostalgia, la melancolía de las playas y las costas; sentimiento de penumbras, inquietud de las razas antiguas, superiores y decadentes... Y Silvio escuchaba la cavernosa risa de Poseidon, agrandada hasta el bramido al retorcerse en las volutas de la caracola, y recordaba estrofas de Heine, la Pregunta del mar del Norte: “Explicadme el arcano...”
Á lo lejos, en la paz de la tarde, el chirrido de un carro de bueyes penetró por la ventana abierta; á distancia, no es inarmónica la queja interminable del eje sin ensebar. Silvio creyó que oía tan familiar ruido por primera vez, y lo escuchó con alma, con sentimiento, asociándolo á la música. Su imaginación se pobló de imágenes conocidas que, en aquel momento, eran rudimentos de arte; vió labriegos y labriegas de duras piernas desnudas, arrancando del terruño la patata; jayanes sudorosos, dejando caer el mallo sobre la extendida mies; viejas rugosas, á frunces, como manzanas tabardillas, rezuqueando ó pidiendo limosna; vió en el playal á los pescadores, negruzcos de cuello y cara, blancos de espalda y pecho, jalando del bou, que, como bolsa rellena de monedas de plata, quiere reventar al peso argentado de la sardina... Un transporte, una especie de deliquio de un instante, puso al artista de pie, le obligó á acercarse á la ventana, porque en la habitación no entraba aire suficiente para respirar: ahogábase; pero el dogal era tan suave, que la sofocación parecía caricia.
—¿Qué tiene usted?—preguntó Minia levantándose del taburete.
—Que me veo ya cómo he de ser dentro de pocos años; con la obra realizada, ¡con mi obra! Haré en el lienzo—añadió palpitando—lo que usted en la música. Interpretaré la luz, el color, la esencia de este país, que no ha tenido intérpretes, hasta la fecha, en la pintura.
—Verdad es, y quisiera darme cuenta de la causa—asintió Minia.—Aquí no se han producido pintores... Ello es que apenas los produjeron las demás regiones de la zona cantábrica. Casto Plasencia ha sorprendido bien el tono de los verdes húmedos de Asturias. Beruete, que es un realista sincero, ha reproducido exactamente algunos paisajes de aquí: vea usted en mi estudio una Ribera de Vigo...
—Muy buena, muy seria—exclamó Silvio con la ardiente espontaneidad que caracterizaba sus elogios á los del oficio.—Sólo que yo no me reduciré al paisaje. Lo completaré con el hombre. Revelaré todo lo que hay aquí; la poesía bucólica de este pedazo del mundo, como otros, por ejemplo usted, la revelaron en la música y en el verso. Descubriré la hermosura de esta ninfa dormida, para que se la admire. Me conquistaré un reino. Haré verdad, verdad. ¡Hurra! ¡Sólo de pensarlo bailo!
Como lo dijo lo hizo. ¡Hip! Rompió á danzar, á la marioneta, uno de esos bailes ingleses extravagantes, cómicos—zapateando el piso con las botas gruesas de becerro, y castañeteando sus dedos largos, huesudos, ágiles, habituados á tender el color.—La compositora le miraba danzar, y, en vez de reirse, experimentaba una especie de susto. El repentino arrebato de Silvio descubría la nerviosidad mal dominada, profunda como una lesión orgánica, el desequilibrio de aquel temperamento de artista. Lo desmedido del júbilo, la imposibilidad de moderarlo, parecíanle á Minia—idólatra del self control—síntoma de debilidad. “¿Es lo físico? ¿Es lo moral lo que se opondrá á que este muchacho de dotes tan extraordinarias llegue á ser artista completo? ¿Ó me equivoco, y no sé reconocer en el desequilibrio la marca del genio? ¡Ojalá!” Deseó, con piedad inmensa. “¡Dios le dé también el método, la paciencia, la perseverancia!”
Silvio ya se sentaba, secándose la frente con el pañuelo, acortado el resuello, entrecortada la risa, excusándose.
—No me diga usted nada; conocida es esa fiebre...
—Es que hay momentos... hay ideas... ¡Si se me ocurre que yo podría abrirme mi surco, el mío, el mío sólo! Porque el resto... patarata. Seguir á éste, al otro, al de más allá... porquería. ¿Verdad que sí?
—¡Sí, criatura! Seguir, nada más que seguir, no vale la pena. Sólo que por ahí se principia. ¡Y se ha pintado tanto, y se pinta tanto y tan bien, que no será pequeñez eso del surco propio! Calma, calma; aspirar; pero con serenidad resignada de antemano; si no, va usted á padecer como un réprobo.
—No importa sufrir. Se sufre por algo, ¡qué diantre! ¿Quiere usted hacerme el favor de abrir este libro de Flaubert y que leamos un poco en él? Ahí, ahí, en las últimas hojas... el diálogo de la Esfinge y la Quimera...
Minia hojeó, sujetó al fin con el pulgar la página donde principia el diálogo.
—¿Traduce usted bien á libro abierto?—preguntó la compositora.
—No; me costaría trabajo.
—Entonces, yo...
Y Minia recitó, con su voz llena y clara. Veíase que el pasaje se lo sabía de memoria; el libro servía únicamente para darle la certeza de no comerse un renglón ni un vocablo... excepto los que suprimiese de propósito.
“Y frontera, á la otra orilla del Nilo, he aquí que aparece la Esfinge. Estira las patas, sacude las vendas de su frente y se tumba vientre á tierra.
“Saltando, volando, espurriando fuego por las fosas nasales, azotándose las alas con su cauda de dragón, la Quimera de glaucos ojos gira y ladra.
“Los anillos de su cabello, de un lado se entretejen con el vello de sus ancas, de otro barren la arena y oscilan al balancearse el cuerpo.
“La Esfinge. (Inmóvil, mira á la Quimera).—Detente: ¡aquí!
“La Quimera.—¡Jamás!
“La Esfinge.—¡No corras tanto, no vueles tan alto, no ladres tan recio!