La Quimera. Emilia Pardo Bazan

La Quimera - Emilia Pardo  Bazan


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de este género que no sea un esfuerzo estéril; ¿sabe usted por qué? Por la misma causa que impide á los enamorados, en la mayor ansia de íntima comunicación, trocar espíritu por espíritu. Somos nosotros mismos; lo somos desesperadamente, fatídicamente, hasta la última gota, la última fibra. Y lo inefable es lo que más nos guardamos: el pomo de esencia divina, incrustado de gemas que fueron llanto, lo queremos en el seno á toda hora, tibio de nuestro calor. Diga usted, Silvio: ¿discutiría usted acaloradamente de estética con Dalín, el bizco, que tiene en Areal un almacén de paños y zarazas? ¿Ó con el cura que acaba de decirnos la misa?

      Silvio se puso encendido hasta las orejas.

      —¿Soy, según eso, como Dalín?—pronunció resentido.

      —No; al contrario: es usted una naturaleza afinada, quintaesenciada; está usted en las cimas; su vehemente aspiración artística le sitúa en la región donde habitan los aguiluchos: podrán volar, ó cansarse, ó caer atravesados por el plomo: aguiluchos eran, con pico y garras... No se sobresalte usted: lo único que quise expresar es que un lado, un aspecto de su sensibilidad permanece tan rudimentario como la sensibilidad estética de Dalín el bizco. Usted no ha perdido la fe: no la siente: no perdemos un brazo cuando se nos queda tullido. No le ha faltado á usted sino negar el milagro—y es milagro todo.—¿Por qué me contesta usted razón cuando digo azucenas? La razón, ¿le explica á usted el misterio de una azucena, que es el mismo misterio de la vida universal? ¿Es que no advierte usted hasta qué punto enraízan nuestros pies, aletean nuestros pulmones y descansan nuestros ojos en el misterio? No hay sino él; en él nos movemos, vivimos y somos. Él nos refresca, nos arrulla, desarrolla nuestro embrión en las entrañas que nos abrigan y disuelve nuestro cuerpo en la fosa que nos recoge cuando caemos—no siempre tan sosegadamente como las hojas amarillentas de las acacias. ¡La razón! ¡Vieja chocha, sentenciosa, que no sabe sino cuatro casos de sucedidos y cuatro máximas roídas de orín! Su báculo tiene mugre secular; sus pies los calzan zapatos con suela de plomo. Lo mejor que hace el hombre suele ser contra la razón. He oído que el mundo rueda porque le empuja la locura, ó mejor dicho, la superrazón, que es fe. La razón, en arte, es el neoclasicismo académico; en ciencia, los sistemas que cierran el paso á la libre indagatoria. ¿Quién ha reunido en haz, á modo de cordeles de disciplina, los dictados de esa lógica con la cual nos quieren azotar? No lo sé. Nadie. Cada cual con su razón, que decía el gran dramaturgo; y es que á la razón, si la concedo mucho, la concedo que sea (como la fe) esperanza—otro subjetivismo.

      —¿Y si los subjetivismos se contradicen?—arguyó Silvio.

      —Calma, y á vivir; ya se concertarán cuando usted necesite, de verdad, creer, y más todavía esperar; y esa hora llega para todos los que no son Dalín el bizco, ni se reducen á roncar, comer y digerir con pachorra...

      —¡No hable usted mal de la digestión!—imploró festivamente el pintor.—Digerir es la beatitud.

      —¡Contento se quedaría usted si una sibila le predijese que su único porvenir era perfeccionar la función digestiva!

      —¡Quién sabe lo que eso vale! ¡Sin eso, me río de lo demás!—respondió Silvio con alarde de prosaísmo brusco.—¿Sabe usted que escampa y clarea? Voy á leer un rato en el cenador de las pasionarias. ¿Me presta usted el librito que leía ayer?

      —¿La Tentación de San Antonio? Voy á casa y se lo envío.

      Provisto del volumen; sorteando los charcos que la tierra embebía poco á poco, el artista se refugió en el largo cenador tupido de trepadoras; allí no se oía más ruido que el cadencioso del caño de agua desahogando en el pilón semicircular para afluir después al estanque. Silvio alzaba la cabeza de vez en cuando; el chorrito ritmaba sus ideas; al menor soplo de aire, gotas frescas se descolgaban de las ramas; algunas se detenían en la cabellera del lector. Por la abertura circular practicada en el follaje, se veía la señorial tristeza del jardín antiguo, de recortados bojes, de árboles ya senadores; y las zuritas, descolgándose de la repisa del hórreo-palomar, bajaban á trancos cortos, inquietas, las escaleras del estanque, para llegar á sumir el pico en el agua revuelta por el aguacero, y donde flotaban, con lentitud graciosa, peces de laca carmínea, de exótica estructura, de nadaderas azul empavonado, compatriotas de Taikun.

      —Las palomas—calculó Silvio,—de seguro acostumbran beber en este pilón, y las estorbo. Me apartaré para que no tengan recelo.

      Se desvió. Era exacto. Apenas las aves vieron franco el camino, se precipitaron, se atropellaron al borde del pilón semicircular, riñendo á picotazos por la vez, como las aguadoras en las fuentes públicas. El pintor, abandonando el libro, sacó su carterita y su lápiz y apuntó el rebullicio de las aves, el pilón sobre el cual se erguían esbeltas y lanceoladas, semejantes á plantas de mayólica, las lustrosas hojas y las flores duras y tersas del arum ó cartucho. Encontrábase en lo mejor del apunte cuando llegó la baronesa.

      —Hoy no se va usted: el tiempo está inseguro; á lo mejor cae otro chaparrón.

      —Baronesa, ya abuso de su hospitalidad; mejor sería irme ahora, aprovechando la mañana.

      —¿Sin almorzar? ¿Está usted en sí? En Alborada no es costumbre despachar á la gente con el estómago vacío. Pero, ¿qué prisa tiene usted?

      —¡Si al menos me utilizara usted para algo! ¿Quiere permitirme que la retrate? Ha quedado un pedazo de papel, y lápices no faltan.

      —¡Bah! Descanse; no se ocupe en retratar viejas... y al pastel mucho menos. Ya me retratará usted otra vez, si Dios quiere. Porque se me figura que usted, vuele adonde vuele, ha de recaer aquí... aunque sea sin ganas.

      —Ganas sobrarían; pero aún más de irme lejos, hacia donde encuentre lo que tanta falta me hace. ¡Tengo que trabajar mucho!

      —Para esa vida de trabajo, salud, salud y salud es lo que conviene. Quédese usted aquí hasta que nos vayamos á Madrid; duerma, coma y engorde. Hoy le daré á usted pimientos fritos, que le gustan, y empanada de robaliza, ¿se entera? Y muy rica que estará, si la amasan con manteca fresca, como he dispuesto.

      —Lo que me gusta—declaró Silvio riendo de complacencia—es la cordial franqueza que encuentro aquí. ¿Son así las señoras en Madrid? ¿Cómo son?

      —¡Qué sé yo! ¡Las hay de mil maneras! En fin, no sea usted tonto, y píntelas á todas muy guapas. Así ganará usted dinero; ¡el dinero es tan indispensable!

      —¿Usted cree, baronesa, que me saldrán retratos en Madrid?

      —Todo será que las señoronas se den unas á otras el santo y seña y que usted las saque preciosas. Esos retratos de la escuela moderna, exagerando la fealdad y con chafarrinones azules y verdes en la cara, vamos, ¡no concibo cómo hay quien se gaste una peseta en ellos! ¡Para verse más horroroso de lo que uno es! Figúrese: la gente se muere; al cabo de algunos años, nadie se acuerda ya de cómo era nadie; y siempre un retrato bonito...

      —¡Ay! ¡Si comprendiese usted cómo me carga lo bonito, señora!

      —¿Cómo? Pues no es usted especialista en...

      —¿En mentiras?... Ya le dije á su hija de usted...

      —¡Ah! mi hija... ¡Le aconseja á usted mal, de seguro! ¡Es tan novelera aquella cabeza! De fijo no le predica á usted para que en primer término se gane el dinerito...

      —No por cierto...—repuso riendo otra vez el pintor.—No es eso lo que me predica. Á mí tampoco el interés, así, descarnadamente, como interés, me arrastra. No voy para millonario. Quisiera ganar, á ver si junto para estudiar en Francia, en Inglaterra, donde se pinta... en gordo. Tengo necesidades; pero al mismo tiempo sé pasarlo mal, y hasta ayunar...

      —¡Ayunar! ¡Eso es locura! Lo primero, la buena comida.

      —¡Si viese usted qué poco me dura un duro!—continuó Silvio con indolencia indiferente.—Ahora venderé unas finquillas...

      —¡Vender!—clamó la baronesa, horripilada.—¡Por


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