El reino suevo (411-585). Pablo C. Díaz Martínez
E os veigan os demos.
Nos somos do norte,
Nos somos dos suevos,
Nos somos dos celtas,
Nos somos gallegos.
Podán os cultos fillos
Do Chao polvorento e ermo,
Alabarse do ingenio
Do hidalgo manchego.
Podrán gabar do manco
O estilo duro e seco,
Como as frutas do espiño
Dos seus maternos eidos.
Nos somos de Camoens
Os incultos gallegos.
Nos somos do Océano,
Nos somos dos suevos,
Nos somos do celtas,
Nos somos gallegos.
[…]
El estribillo se repite, con ligeras variantes, en las estrofas sucesivas. Los suevos son aquí los representantes de un norte antiguo, alejado de la latinidad, parientes por tanto de la fría estirpe céltica. No importa que el poema esté lleno de contradicciones, que rechace cualquier vínculo con los godos, probablemente al entroncarse en su historia posterior con los mitos castellanos, o que, a pesar de su antilatinismo, elogie a griegos y romanos; la asimilación entre Galicia y Suevia ha hecho su aparición.
El vocablo alcanzó cierto éxito entre los historiadores. De hecho, el mundo poético de Pondal no se ha construido exclusivamente desde la observación intuitiva, casi mística del paisaje de Bergantiños que algunos críticos literarios le atribuyen. Pondal era sólo dos años más joven que Murguía, el patriarca del regionalismo gallego, quien con su alarde de erudición, por más que fuese interesada y puesta al servicio de su proyecto intelectual, quiso hacer del celtismo una verdad incontestada al servicio de la idiosincrasia gallega. Con Murguía había participado Pondal de sus inquietudes culturales prácticamente desde la adolescencia, y a la tertulia en la trastienda de la librería coruñesa de Carré asistían los dos con asiduidad. Tertulia de regionalistas donde el celtismo impuesto por Murguía llevó a que fuese denominada «la cueva céltica»[83]. Antecedente de la «Cova Céltica» en que años después convertirían a la primera Real Academia Gallega[84]. De hecho, es de la obra de Murguía de donde podemos extraer las construcciones mítico-poéticas de Pondal. Es Murguía quien va a influir por encima de cualquier otro, incluido Benito Vicetto, en las corrientes nacionalistas del siglo XX.
Murguía, que rechaza las genealogías bíblicas y las «etimologías aventuradas»[85], recurre a los rudimentos de la naciente ciencia prehistórica para afirmar la existencia de una diferencia racial entre el pueblo gallego y todos los otros de España[86]. Esta diferencia está fundada en el predominio en Galicia de un elemento étnico centro y nordeuropeo, céltico, al que se añadiría después el germánico (influencia esta que vendría marcada en su apreciación por el pueblo suevo), indoeuropeo, ario en suma. Esta preponderancia absoluta del elemento étnico europeo, nórdico, tendría en su percepción un significado esencial: representaba la superioridad de la raza gallega por encima de todas las demás de la Península (convencimiento que, según Risco[87], se trasluce en muchas páginas de su obra, aunque algunos, como hará Bouza-Brey, quieren insistir en un componente cultural, no racista, de este pensamiento). Ideas sobre la desigualdad de las razas y la superioridad aria que toma de M. Gobineau (Essai sur l’inègalité des races humaines), a quien expresamente cita y elogia en su Historia de Galicia[88] y que defiende con pasión:
Si Dios ha prometido, con gran razón por cierto, a los hijos de Japhet el dominio de la tierra, es necesario que se cumpla su promesa, que la raza blanca viva y domine con vida enérgica, y no que llegue al término de su viaje, después de mezclar sus límpidas ondas, con las de todas las corrientes impuras, para caer por último, aguas completamente muertas y corrompidas, en los ilimitados abismos de la nada[89].
La superioridad aria de los celto-suevos justificará la superioridad de la raza gallega en la Península, opuesta al predominio del elemento moreno de origen africano de las otras regiones, especialmente al sur del Duero-Ebro. En su percepción los primeros tienden siempre a la independencia, los segundos a la sumisión. Demostraciones étnicas que intentó apoyar en sus estudios folclóricos, sobre tradiciones, supersticiones y costumbres que recoge en las «Consideraciones generales», que abren el primer volumen de su Historia, y en muchos otros escritos, como su Galicia[90], donde el pasado céltico se torna una especie de paraíso perdido.
El elemento céltico era, en la percepción de Murguía, paralela a la de Vicetto, el esencial y servía a un mismo objetivo: «Poner la primera piedra del edificio de la nación gallega»[91]; pero el germánico, esto es, sustancialmente el suevo, aportaba otro elemento igualmente trascendental, la unificación política.
Dúdelo quien quiera, para nosotros nada más cierto que sin la realidad y fuerza del elemento suevo persistente y poderoso en la vieja Galicia, no era posible, que dado el hecho de la restauración y las especiales condiciones que revistió para nosotros, apareciesen a su hora dos nacionalidades tan distintas como la gallego-portuguesa y la castellana […]. La gente sueva fue vencida pero no anulada, ni dispersa. Siguió en el mismo territorio, siguió poseyendo y siendo la misma al lado de la población celto-gallega con la cual se había mezclado por completo y hecho otra como ella. Fue un nuevo y poderoso elemento etnogénico que de tal modo y tan infinitamente se unió a la anterior población, y tanta influencia tuvo en la definitiva formación de nuestro pueblo, que es imposible prescindir de él, en el estudio de lo que nos es más primitivo en las diversas esferas de la actividad humana. Costumbres, supersticiones, poesía, ley, lenguaje, cuanto se refiere al mundo real y al de la imaginación, cuanto toca a la organización de la familia y de la sociedad se conserva todavía entre nosotros, lleva a menudo el sello de un cierto predominio germánico, por cuya eficacia tuvo principio la nacionalidad gallega[92].
Así, los suevos, que desde su conversión forman un solo pueblo con los celto-gallegos, dan a Galicia una personalidad política que no perdió del todo bajo los godos, por cuanto los suevos convertidos en clase dirigente y gobernante, en lo político y en lo religioso, habrían conseguido mantener ese papel y llevar frente a los godos una realidad paralela y, amparados en su aislamiento geográfico, prácticamente independiente, a falta sólo de un gobierno propio. El autor llega a afirmar: «Si a cosas tan lejanas pudieran darse nombres actuales, añadiríamos que el país gallego, estuvo entonces unido al gobierno gótico por lazos federales»[93].
La frustración de ese embrión unitario, de la que Faraldo había responsabilizado sin nombrarlo a Leovigildo, era la causa de que Galicia no hubiese alcanzado el estatus de nación, aunque Murguía, con una enorme habilidad para invertir o adaptar los argumentos consideraba que en Galicia, bajo el dominio godo,
subyugada pero no anulada, todo lo que le era propio perseveraba. El mismo imperante lo reconocía así: puede decirse que, bajo su mano, se afirmaba la nacionalidad gallega, constituyendo un organismo natural, uno y distinto […]. El imperio romano delimitó el territorio gallego y lo hizo uno: el dominio suevo afirmó esa unidad y dio a la sociedad creada los elementos esenciales de su constitución: